EL PAÍS
Quien sea negro, sin recursos, inmigrante y además no judío tiene todas las papeletas para ser deportado de Israel. Con la recién lanzada operación Volver a casa, el Ejecutivo de Benjamín Netanyahu pretende deportar a más de 15.000 inmigrantes, la tercera parte de los africanos que entraron de forma irregular en su territorio durante los últimos cinco años. El primer ministro ha asegurado que la deportación será “humana”, mientras ha dado instrucciones a la policía para que comiencen las detenciones, a pesar de haber ampliado el plazo para abandonar voluntariamente el país a cambio de un billete de avión y unos 1.000 euros bajo el brazo.
El inicio de las expulsiones ha generado un gran debate en Israel, un Estado que hoy tiene casi ocho millones de habitantes creado en 1948 como refugio para los judíos, cuya mayoría demográfica las autoridades consideran imprescindible preservar.
La fecha clave en el cambio de actitud oficial hacia los subsaharianos fue el pasado 7 de junio cuando el Tribunal Supremo dictaminó que la República de Sudán del Sur —reconocida como el Estado miembro 193 de Naciones Unidas en julio de 2011— constituye ya un lugar seguro para la repatriación, a pesar de los 35.000 desplazados que ha generado el conflicto mantenido por este con el vecino Sudán, según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR)
A partir de ahí el Gobierno israelí puso en marcha la campaña Vuelta a Casa por la que se ofrece el retorno voluntario incentivado y, en caso de ser rechazado, los inmigrantes serán detenidos y trasladados a centros de detención hasta su posterior expulsión. Así unos 300 subsaharianos han sido arrestados en la última semana en ciudades del centro y el sur de Israel al amparo del dictamen del Tribunal Supremo pero, sobre todo, tras la aceptación por parte del tribunal administrativo de Jerusalén de suspender, a petición del Estado, la “protección colectiva” que hasta ahora impedía la expulsión de los solicitantes de asilo, concedido en contadas ocasiones tal y como denuncian las ONG israelíes de ayuda a los refugiados. El motivo, según el Ministro del Interior, Eli Yishai, y líder del partido ultra religioso, Shas, “es que su presencia pone en peligro la identidad judía y demográfica de Israel”.
Afirmaciones como estas han desencadenado un profundo debate en Israel, tanto por motivos éticos y religiosos (la Torá encomienda al pueblo judío tratar bien al extranjero en varios pasajes del Levítico y del Deuteronomio) como por motivos históricos y políticos. ¿Pone realmente en peligro la presencia de estos inmigrantes no judíos la identidad fundacional del Estado Israel? Para intelectuales como el escritor Abraham B. Yehoshua. sí. “Israel se creó para los judíos, así lo estableció Naciones Unidas en 1947. Un país que diera refugio a todos ellos, venidos de todas partes y emplazados en parte del territorio de Palestina”, explica.
Otros intelectuales, como Neve Gordon, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Ben Gurión, discrepan sobre cuál debe ser la identidad del actual Estado de Israel. “Si queremos que Israel sea una sociedad plural entonces estos inmigrantes no supondrían una amenaza”, explica. “Sin embargo, vivimos en un estado hiper etnonacionalista, todo aquel que no sea judío no forma realmente parte de la sociedad israelí, da igual que lleven décadas viviendo aquí”, añade.
Gordon destaca la especial vulnerabilidad de los subsaharianos en el país. “Por su piel son fácilmente identificables pero hay otros 300.000 inmigrantes sin papeles viviendo aquí y ahora no se habla de ellos”. Hace 4 o 5 años sí, los asiáticos fueron precisamente el blanco de los eslóganes pseudofascistas de las manifestaciones en las que entonces, al igual que ahora con los subsaharianos no judíos, se pedía su expulsión.
Una dicotomía similar a lo que sucede con los palestinos, remarca Gordon. “Por un lado se permite que crucen al lado israelí para que trabajen como mano de obra barata; por otro, el Gobierno quiere expulsarles del territorio”. En Israel vive un millón y medio de árabes. Tres millones y medio residen en Cisjordania y la franja de Gaza.
La búsqueda de trabajo es el argumento empleado del Ejecutivo israelí para explicar la llegada masiva de los inmigrantes subsaharianos. “Vienen a trabajar y luego quieren traerse a sus familias, es insostenible”, asegura Danny Danon, el diputado de la Kneset que lidera el lobby dedicado a la inmigración ilegal. Él mismo participó en las concentraciones de finales del mayo pasado en el barrio desfavorecido de Hatikva, al sur de Tel Aviv, cuando cientos de israelíes pidieron la deportación de los sursudaneses y eritreos que se habían instalado en la zona. La jornada de saldó con la detención de 16 personas acusadas de agredir a estos inmigrantes.
Intelectuales como Yehoshua piensan que los fundamentos humanitarios de la filosofía y la religión judías deben quedar relegados a los principios del sionismo y, sobre todo, de la demografía. “Estos inmigrantes africanos vienen a trabajar. Si su vida corriera realmente peligro, Israel tendría que protegerles, de acuerdo a la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de Naciones Unidas de la que Israel es país firmante, pero igualmente Egipto”, afirma. “Entonces ¿por qué no se quedan allí dado que la mayoría llega cruzando el país [vecino]”, pregunta Yehoshua.
De momento, Israel ha comenzado a instalar por todo el país 20.000 tiendas de campaña para alojar a estos inmigrantes y acelera los trabajos de construcción del centro de detención más grande del país, situado en el desierto del Negev, cerca de la frontera con Egipto, donde tiene pensado recluir a todos aquellos que entren ilegalmente en lugar de montarles en un autobús y dejarles a su suerte ciudades como Tel Aviv como hasta ahora.
Además, el Ministerio de Defensa ultima la construcción de una verja electrificada a lo largo de la frontera con la península del Sinaí, que hasta ahora era la más porosa de todas precisamente debido a la ausencia de una valla similar a las que separan a Israel de Jordania, Siria o Líbano.
Pero el rechazo a la inmigración africana no judía contrasta con la apertura hacia la que sí lo es, sobre todo procedente de Rusia, Estados Unidos, Europa o Latinoamérica, recogida en el programa de aliyá (“ascensión” en hebreo) o la llamada a los judíos para emigrar a la Tierra de Israel. De acuerdo a la enmienda realizada en 1970 a la Ley del Retorno, cualquier aspirante a obtener la ciudadanía israelí solo tiene que demostrar que uno de sus abuelos era judío y que no se ha convertido a otra religión. “Ser judío es una identidad nacional, no es solo es una cuestión de religión o de raza, pero incluso hoy definir quién es judío y quién no supone un problema en sí mismo”, afirma Yehoshua.
Por ley, los africanos que demuestran serlo sí pueden obtener la ciudadanía. Es el caso de los etíopes, a quienes muchos consideran ciudadanos de segunda a pesar de la ingente cantidad de dinero invertida por el Estado desde hace décadas para integrarles en la sociedad israelí. “Son iguales que todos los demás, hay abogados, médicos, están en el ejército pero solo llevamos 20 años trabajando. Necesitamos más tiempo”, explica el responsable de Aliyá de la Agencia Judía, Yehuda Shars.
El color de la piel continúa, sin duda, marcando viejas diferencias tal y como explica Neve Gordon. “En Israel la distinción ya no es solo entre blancos o negros. El ciudadano medio no tratará igual a un sursudanés que a un etíope. Dependerá de lo que responda a la pregunta: “¿Eres judío?”.
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