LEÓN OPALIN
Llegaron los Hijos
Después de tres años y medio de casado, nació mi primer hijo; Sari, mi esposa, tenía 22 años y yo 25. La paternidad fue una maravillosa vivencia; participé con gozo en el cambio de pañales, que en aquel entonces eran de tela, en preparar el biberón y el baño del bebé, en arrullarlo para que se durmiera. Muchas veces lo cargué pegado a mi regazo, y por otra parte, sostenía un libro para preparar mis tareas. Valieron la pena los desvelos y las angustias cuando se enfermaba. Como padre primerizo, me preocupaba por detalles de su conducta que no significaban nada, sin embargo, para mí, eran importantes. En muchas ocasiones temía cargarlo pensando que lo podría lastimar.
Desde las primeras contracciones que tuvo Sari y se internó en el Hospital Inglés de Observatorio, que era nuevo, pasaron más de tres días hasta que nació mi hijo. Tuvimos preocupación por la tardanza en el nacimiento, así que el ginecólogo indujo el parto. Todo salió muy bien, en contraste, en el cuarto de al lado, una señora dio a luz a un niño al que le tuvieron que aplicar múltiples transfusiones de sangre; algo andaba mal, nunca supe cómo se resolvió el problema de ese niño, si es que lo superó.
Mi primer hijo nació en vísperas de la celebración de la Independencia de México; salvo mi madre, toda la familia estaba de vacaciones en Acapulco, empero, durante el tiempo que mi esposa permaneció en el hospital, estuvieron en contacto telefónico. El Brit Milá (ritual de la circuncisión) se llevó acabo enmarcado en la tradición judía.
Previó al nacimiento del niño, rentamos un departamento más amplio en la Colonia Nápoles, a espaldas de la famosa nevería Chiandoni de la calle de Pensilvania. El establecimiento era propiedad del señor Pietro Chiandoni, oriundo de Italia, quien en la década de los cuarenta había sido luchador profesional bajo el sobrenombre del “Hombre de las Nieves”, en alusión a su oficio de heladero. La nevería, tenía el mobiliario típico de este tipo de establecimientos de los cincuentas, se convirtió en una tradición en mi familia. Hemos concurrido a la nevería casi todos los domingos desde hace 50 años: mis padres, mis hijos y los hijos de mis hijos, mis hermanos y sus familias y numerosos amigos a quien convidamos a disfrutar de sus exquisitos helados y nieves que se elaboraban de una manera verdaderamente artesanal y con una alta calidad.
Le preguntaba al señor Chiandoni ¿cuál era la formula para la elaboración de sus helados? En tono burlón me decía que era muy sencilla, que solo copiaba las recetas del cuaderno que le había heredado su madre. El señor Chiandoni, un hombre de finos modales, siempre vestido de saco deportivo y corbata, murió hace seis años; como no tuvo hijos y su esposa ya había fallecido, heredó la nevería a su cajera y a la persona que elaboraba los helados. La cajera es ahora una anciana, espero que a su muerte no decaiga o desaparezca esta emblemática heladería, que sigue manteniendo la calidad de helados y nieves que tenía su dueño original.
A tres cuadras de nuestro domicilio existía un parque al que mi esposa concurría con nuestro hijo varios días a la semana; las familias podían disfrutar este espacio verde a plenitud, no había temor de que fueran asaltadas, como sucede en el presente. Cabe destacar que desde mi anterior departamento en la Colonia Narvarte, iba a nadar al Centro Deportivo Israelita (CDI). El trayecto al CDI me llevaba solo media hora, en la actualidad es el tiempo que lleva a los automóviles para salir de sus instalaciones al Periférico.
Un año después del nacimiento de nuestro hijo nos mudamos a una casa rentada en la Colonia Romero de Terreros, de la Delegación Coyoacán, próxima a la Ciudad Universitaria, en virtud de que mi esposa comenzó a estudiar la carrera de Sicología; tengo aproximadamente 46 años de vivir en el área de Coyoacán. A mediados de los sesentas, Coyoacán era una zona muy tranquila, la actividad comercial prácticamente se desarrollaba en el Centro de la misma; allí acudíamos a comprar comestibles y otras mercancías que necesitábamos. La Avenida Miguel Ángel de Quevedo poseía un camellón del triple de ancho de su tamaño actual, que se ha recortado para tratar de dar paso al enorme flujo de vehículos que ahora transitan por la misma. De las casonas de Coyoacán todas las mañanas salían jinetes con sus caballos a trotar por el camellón de Miguel Ángel de Quevedo. Con el tiempo, poco a poco se fueron creando centros comerciales, escuelas y un gran número de edificios en esa avenida; transformándola al igual que los alrededores de la misma, en un permanente caos vehicular.
El pequeño arroyo que aún corre por la avenida Universidad, cercano a los famosos Viveros de Coyoacán, se ha convertido en una pestilente corriente de agua llena de basura. Igualmente, se han demolido viejas viviendas emblemáticas de Coyoacán para dar paso a condominios horizontales, que han saturado la disponibilidad de servicios públicos. Las estrechas calles de la zona colonial se han convertido en estacionamientos permanentes. No obstante, se rehabilitó el Zócalo de Coyoacán y se obligó al comercio ambulante a retirarse del mismo. Aún hay mucho por hacer para evitar un mayor deterioro de esta zona, que por su historia y características arquitectónicas tiene un gran valor.
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