La violencia contra la mujer afgana continúa tras 10 años de ‘liberación’

EL PAÍS

El asesinato público de una mujer en Afganistán ha vuelto a poner de relieve la brutalidad y el primitivismo de sectores de ese país, pero sobre todo el límite de los avances logrados por la ocupación occidental desde el desalojo de los talibanes en 2001. Su difusión en vídeo ha resultado aún más punzante al coincidir con la Conferencia de Donantes de Tokio, en la que EEUU y sus aliados han vinculado la futura ayuda al desarrollo a que Kabul mejore la gobernanza, la justicia y los derechos de la mujer.

El fusilamiento se produjo en una aldea de Parwan, a apenas un centenar de kilómetros de Kabul. Una portavoz del Gobierno provincial identificó a la mujer como Najiba, de 22 años y atribuyó su asesinato a los talibanes. Sin embargo, esta milicia, levantada en armas contra el Gobierno de Kabul, ha negado su implicación y atribuyen el incidente a un arreglo de cuentas tribal. Lo único seguro es que quien sigue pagando los platos rotos de la ignorancia, la pobreza y las luchas de poder es la mujer afgana, a la que en este caso, como en muchos otros, se acusa de adulterio para imbuirlo de pretendida legalidad.

El presidente afgano, Hamid Karzai, ha calificado el crimen de “odioso e imperdonable” y ha ordenado la inmediata búsqueda y captura de los responsables, un bonito gesto con pocas posibilidades de dar resultados. Por mucho que hayan cambiado las leyes, el Gobierno no tiene ni la capacidad ni, a decir de algunos observadores, la voluntad de ponerlas en práctica. A pesar de sus buenas palabras, Karzai sigue apoyándose en los antiguos +señores de la guerra+ y otros extremistas para mantener el poder. De ahí, que las organizaciones de derechos humanos y las feministas hayan denunciado su intención de hacer la paz con los talibanes, temerosos de una vuelta atrás.

El parricidio cometido en Parwan no es un hecho aislado, sino otro más de los mal llamados crímenes de honor con los que se castiga cualquier transgresión sexual por parte de la mujer. Aunque las autoridades lo hayan condenado, el problema radica en que la sociedad entiende y acepta que se penalice el sexo fuera del matrimonio (zina) o la rebeldía de las chicas que escapan de los matrimonios forzados y la violencia. Como reveló un informe de Human Rights Watch el pasado marzo, 400 mujeres y niñas se encontraban encarceladas por “delitos contra la moral”.

Tras el derribo del régimen talibán, la nueva Constitución afgana estableció la igualdad de “todos los ciudadanos ante la ley”, sin diferenciar entre hombres y mujeres. En consecuencia, las afganas pueden votar en las elecciones, ser candidatas y servir en cualquier cargo oficial. Las nuevas autoridades también suprimieron la obligación de que tuvieran que cubrirse con el burka (esa especie de tienda de campaña con apenas unos agujeros a la altura de los ojos) para salir a la calle.

ONG y activistas de los derechos humanos reconocen que desde entones se han aprobado nuevas leyes y enmendado otras para acabar con la discriminación. También se han fijado cuotas para la participación de las afganas en las instituciones (tienen reservados un 25% de los escaños del Parlamento), ha mejorado el acceso a la salud y la educación, y se ha establecido un Ministerio de Asuntos de la Mujer para impulsar proyectos que ayuden a su desarrollo.

Sin embargo, esos avances sobre el papel apenas se han trasladado a la sociedad en las ciudades. Muchas familias, sobre todo en las zonas rurales, aún limitan la libertad y la participación en la vida pública de sus madres, esposas, hijas y hermanas. Todavía son frecuentes los matrimonios forzados (entre el 60% y el 80%, según la ONU), con niñas menores de 16 años (el 57%), y en algunas regiones se niega la educación básica a las niñas, bien por considerarla inapropiada o por temor a los ataques de los extremistas contra las escuelas femeninas.

La ausencia del Estado en amplias zonas del país hace imposible imponer esos derechos o extender el sistema de justicia, lo que deja a las poblaciones locales merced a los talibanes u otros grupos armados. Esa inseguridad impide también el acceso de las ONG que trabajan para promover la emancipación de la mujer a través de la salud y el trabajo.

“Los derechos humanos están siendo crecientemente minados por la inseguridad y la falta de respeto por el Estado de derecho, un boyante narcotráfico, un sistema de justicia ineficaz, el mal gobierno, la corrupción endémica y la pobreza enquistada”, denunció en vísperas de la cita de Tokio Horia Mosadiq, investigadora de Amnistía Internacional.

La situación es especialmente sangrante en el caso de las mujeres, cuyo punto de partida está muy por debajo de la media nacional en todos los indicadores (el 87% son analfabetas frente al 57% de los hombres, y su esperanza de vida no supera los 51 años). Pero lo peor es la violencia. En un país que ha encadenado guerras desde hace cuatro décadas, es una lacra institucionalizada. De acuerdo con la ONG Oxfam, el 87% de las afganas declaran haber padecido violencia física, sexual o psicológica, o ser víctimas de un matrimonio forzado.

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