MOISÉS NAÍM/DEBATE.COM
Lula, que imitó las políticas de Cardoso cuando fue presidente, debería emularlo también ahora. Un verdadero demócrata no usa su influencia para intervenir en las elecciones de otro país.
No es fácil haber sido presidente. El viejo chiste es que los expresidentes son como los jarrones chinos: todo el mundo dice que son muy valiosos pero nadie sabe qué hacer con ellos. Y muchos jefes de Estado tampoco saben qué hacer consigo mismos una vez que dejan de serlo. Algunos, como Bill Clinton, mantienen una actividad frenética; otros, como Vladimir Putin, se las arreglan para no dejar nunca el poder y aun otros, como Silvio Berlusconi, dedican su pospresidencia a preparar el regreso a palacio.
En estos días, dos eventos casi simultáneos, protagonizados por dos expresidentes, ilustran formas muy distintas de asumir el papel de “ex”. El contraste de sus actuaciones no ha podido ser más extremo y más aleccionador. Se trata de los dos expresidentes más famosos —y exitosos— de Brasil: Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva. Ambos han estado en la arena pública internacional por diferentes motivos. Fernando Henrique Cardoso ganó el premio más importante del mundo en el campo de las ciencias sociales: el premio Kluge, otorgado por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. El galardón tiene un proceso de selección tanto o más riguroso que el de los premios Nobel y una dotación equivalente (un millón de dólares).
El jurado enfatizó que el premio reconocía las aportaciones intelectuales de Cardoso, que era un prestigioso sociólogo antes de entrar en la política. Cardoso hizo contribuciones pioneras al análisis de la desigualdad y el racismo en el subdesarrollo. También fue el padre de la famosa Teoría de la Dependencia, que sostenía que el subdesarrollo era en parte causado por los países más ricos y las relaciones de explotación que mantenían con los países pobres. Esta idea, popular en los años 70 y 80, ha perdido vigencia y el mismo Cardoso reconoce que el mundo ha cambiado y que sus conclusiones ya no son válidas.
Casi al mismo tiempo que Cardoso recibía el galardón, Lula intervenía por videoconferencia en la reunión del Foro de São Paulo, una agrupación de la izquierda latinoamericana fundada bajo el auspicio del Partido de los Trabajadores de Brasil (PT) en 1990. A los asistentes al encuentro, celebrado en Caracas, Lula les dijo: “Sólo con el liderazgo de Chávez el pueblo realmente ha tenido conquistas extraordinarias. Las clases populares nunca fueron tratadas con tanto respeto, cariño y dignidad. Esas conquistas deben ser preservadas y consolidadas. Chávez, cuente conmigo, cuente con el PT, cuente con la solidaridad y apoyo de cada militante de izquierda, de cada demócrata y de cada latinoamericano. Tu victoria será nuestra victoria”.
Es perfectamente legítimo que Lula exprese su afecto y admiración por Hugo Chávez. Los afectos —como el amor— son ciegos y merecen respeto. Pero no es legítimo que Lula intervenga en la campaña electoral de otro país. Eso no lo hacen los demócratas. Lula lo sabe. Y ya lo había hecho antes, cuando, en vísperas de un importantísimo referéndum en Venezuela, irrumpió en el proceso afirmando que Chávez era el mejor presidente que había tenido el país en los últimos cien años.
Tampoco es legítimo distorsionar, como lo hizo Lula, la realidad venezolana, especialmente la de los pobres. Chávez ha tenido un efecto devastador para Venezuela y los pobres son sus principales víctimas. Son ellos quienes pagan las consecuencias de vivir en uno de los países más inflacionarios del mundo, son ellos quienes deben arreglarse con un salario real que ha caído al nivel que tenía en 1966 (sí: 1966). Son ellos quienes no consiguen trabajo a menos que sea en el sector público y a condición de demostrar constantemente su adoración y su fidelidad “al comandante”. Son ellos quienes ven a sus hijos e hijas asesinados a una de las tasas más altas del mundo. No es de extrañar, por tanto, que en las últimas elecciones legislativas más de la mitad de los votos fueran contra Chávez. En Venezuela es imposible alcanzar ese porcentaje sin millones de votos de los más pobres, —esos pobres que, según Lula, están mejor que nunca. Finalmente, tampoco es legítimo que Lula aplauda en otro país políticas públicas que son diametralmente opuestas a las que él mismo impuso con gran éxito en Brasil.
En este sentido, no sería malo que, al igual que imitó las políticas de Cardoso cuando fue presidente, Lula lo emule ahora como expresidente. Sería bueno que aprenda del Cardoso político; el que sabe que un verdadero demócrata no usa su prestigio e influencia como expresidente para intervenir de manera abusiva en las elecciones de otro país.
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