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jueves 07 de noviembre de 2024

Este movimiento juvenil pone velo a las mujeres

LIBERTAD DIGITAL.COM

A los que trabajan en los medios les gusta hablar de “el discurso”: informar es simplemente otra forma de contar una historia, y determinados guiones llaman más la atención que otros.

El discurso más fácil de todos es el que implica a los jóvenes. “Estoy convencida de que los niños son nuestro futuro”, en palabras de la difunta Whitney Houston en una ocasión. E incluso si Whitney Houston no hubiera estado convencida, seguiría siendo cierto, por motivos evidentes. Cualquier discurso mediático que implique a los jóvenes presupone que son las fuerzas del progreso, arrebatando el mundo de las garras de unos ancianos vengativos y tacaños y haciendo de él un lugar mejor.

En Occidente, los jóvenes están realmente convencidos de esto. Allá por 2008, Barack Obama, siendo la elección predilecta de los jóvenes de América, era por definición el candidato del progreso y del futuro. En la monótona realidad, su idea del futuro no parece mucho más futurista que la derrochona sociedad británica estatista pre-Thatcher de los años 70, pero eso no impidió a las filas de jóvenes recién salidos del cascarón cantar “¡Somos la esperanza y el cambio!” mientras cerraban filas de adoración alrededor de él en cada mitin electoral. Cuatro años más tarde, la mitad de los licenciados recientes es incapaz de encontrar un empleo a jornada completa; la deuda universitaria de los estudiantes es ya mayor que la deuda de las tarjetas de crédito; la cifra de jóvenes con empleo estival se encuentra en mínimos históricos; y los caballeros de veintimuchos y treintaypocos suben cada noche al mismo dormitorio en el que dormían cuando estaban en el parvulario.

Y eso antes de ser enterrados a perpetuidad por los intereses de la deuda multibillonaria y las obligaciones sin financiación fruto del programa sanitario público Medicare de los ancianos. Pero en 2012, los querubines siguen votando a Obama y son felicitados por los medios por hacerlo. Porque ser joven es votar a la esperanza y el cambio.

De igual forma, al otro extremo del mundo, la Primavera Árabe era elogiada como la voz de los jóvenes, que tuitean su mensaje universal de esperanza y cambio. Transcurrido un año, lo del cambio ha demostrado ser difícil, y lo de la esperanza no digamos. El primer jefe de estado egipcio elegido libremente es un caballero de la Hermandad Musulmana. En el parlamento del país árabe más poblado del mundo, el partido de la Hermandad Musulmana y su principal rival, la Hermandad Todavía Más Musulmana, se reparten prácticamente las tres cuartas partes de los escaños. En Túnez o Marruecos, tradicionalmente más relajados, las elecciones han sido ganadas por fuerzas que los expertos nos aseguran son “islamistas moderadas”, que significa que a diferencia del fuertemente subvencionado protectorado estadounidense de Afganistán, no van a ejecutar a las adúlteras en la calle, o por lo menos aún no.

¿Qué están haciendo pues? En Libia, las tumbas de los soldados de la Commonwealth británica han sido profanadas, algo que nunca pasaba con el Coronel Gadafi ni en los peores momentos de relación entre Occidente y él. Pero oiga usted, se puede perdonar a los jóvenes libios súbitamente liberados un espasmo de antiimperialismo con mucho retraso, ¿no?

En tanto, al norte de Mali, el colectivo dominante Ansar Dine anda ocupado destruyendo los antiguos enclaves de Tombuctú, incluyendo la famosa puerta de la mezquita de Sidi Yahya que data del siglo XV y se suponía que permanecería cerrada “hasta el fin del mundo”. ¡Quién la ha visto y quién la ve!

No hubo británicos ni europeos implicados en la creación de estos monumentos.

Se trata más bien de un conflicto entre el islam sufí tradicionalmente moderado de la región y el modelo wahabí todavía más asertivo exportado a todo el mundo por Arabia Saudí con petrodólares occidentales. Los lugares eran Maravillas de la UNESCO, pero también lo fueron los Budas de Bamyan que los talibanes volaron por los aires en Afganistán hace una década. ¿Cuál viene ahora en la lista de demoliciones? Abd al-Latif al-Mahmoud, el “jeque de jeques” de Bahréin (algo así como un jeque XXL) ha invitado al Presidente egipcio Morsi a “destruir las pirámides y lograr lo que no pudo hacer Sahabi Amr bin al-As” –referencia al conquistador musulmán de Egipto allá por el siglo VII–.

De manera menos polémica, el Partido Salafista egipcio no ve la necesidad de destruir las pirámides, sino que es partidario de cubrirlas con cera. Las pirámides son el último monumento de las Siete Maravillas del Mundo que queda en pie en el siglo XXI, pero no es razón para no destruirlas como parte del novedoso desprecio de la identidad pan-islámica hacia cualquier expresión de fidelidad alternativa, sea cultural, nacional o histórica.

Los viejos dictadores solamente se representaban a ellos mismos, a sus enchufados, y a sus cuentas bancarias en Suiza. Los nuevos dictadores democráticos representan de forma totalmente integral la disposición de sus poblaciones. En los años inmediatamente posteriores al 11 de Septiembre, muchos tertulianos occidentales afirmaban que el islam precisaba de reforma. Esto pasaba por alto el hecho evidente de que el islam ya había sido reformado, gracias a la Hermandad Musulmana egipcia, a los mulás revolucionarios de Irán y a la principal exportación de Arabia Saudí –que no es el petróleo, sino la ideología globalizada–. He perdido la cuenta de las veces que he terminado sentado a la cena junto a una mujer árabe occidentalizada entrada en años que pasó en la universidad los 50, los 60 o los 70, y la escucho contar que por entonces “el velo” era algo propio de viejas de aldeas rurales, el equivalente islámico al manto de la época de los zares rusos. El futuro pertenecía a las mujeres modernas sin velo como sus compañeras de clase y ella.

Las premisas de su generación se equivocaron de medio a medio: la promoción femenina que se licenció en la Universidad de El Cairo en los 50 no guardaba grandes diferencias con la promoción que se licenciaba por la academia estadounidense Vassar. Medio siglo más tarde, toda mujer está cubierta hasta la punta de los pies. Mohammed Qayoumi, presidente hoy de la Universidad Pública de San José, hacía públicas recientemente unas fotografías del Afganistán en el que creció: las chicas de los taconazos y las blusas descolgadas de las tiendas de discos del Kabul de los 60 no están a la última moda de Carnaby Street, pero pasarían desapercibidas en cualquier tienda HMV de la Inglaterra rural. Medio siglo más tarde, está prohibido por ley que las mujeres sientan la luz del sol en la cara o que salgan de casa sin el permiso del varón. Y lo que es todavía más sorprendente para mis comensales femeninas, hoy se ven más mujeres con velo en el londinense East End o el Rosengård de Malmö, Suecia, que en Ammán o en Túnez.

El error cometido por virtualmente todo hijo de vecino occidental durante la Primavera Árabe fue dar por sentado que el progreso social es igual que el progreso tecnológico, que al igual que la rueda o el motor de combustión interna, los derechos de la mujer o los derechos de los homosexuales no se pueden desinventar. Pueden, y muy fácilmente. En Egipto, los jóvenes que votaron a la Hermandad Musulmana son más ferozmente islámicos que sus abuelos, que respaldaron la Revolución de Nasser en 1952. En Túnez, los jóvenes son más ortodoxos que los ancianos seculares que hacían la vista gorda con los bares de mala nota y los burdeles del país. En el mundo desarrollado, nos cuentan que la occidentalización es “inevitable”. “Ya verá, ya”, dicen los partidarios velados de la inevitabilidad. “Es que todavía no han tenido tiempo para occidentalizarse”. Pero la occidentalización está siendo igual de resistible en Bruselas y Toronto que en El Cairo o Jalalabad. En el primer sondeo de la historia realizado entre las irlandesas musulmanas, el 37 por ciento afirma que le gustaría que Irlanda estuviera gobernada por la ley islámica. Cuando se hace la misma pregunta a las musulmanas irlandesas jóvenes, la cifra es del 57 por ciento. En otras palabras, la generación de la esperanza y el cambio es menos occidental que sus padres. El 36 por ciento de los musulmanes británicos jóvenes piensa que la pena por apostasía –es decir, por convertirse a otra religión distinta al islam– debe ser la pena capital. De haber hecho la misma pregunta a los musulmanes británicos de 1970, dudo que los entusiastas hubieran superado el 10 por ciento.

A diferencia de los idiotas que vomitan los lemas de los mítines de Obama, esta gente habla en serio. Los chavales son nuestro futuro. Y ése es el problema.

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