MOISÉS NAÍM/EL PAÍS
21 de julio 2012- ¿Por quién se siente usted más maltratado? ¿Por su proveedor de telefonía? ¿Por su banco? ¿Las líneas aéreas? Las relaciones entre las empresas y sus clientes están cargadas de conflictos de interés cubiertos por una capa de hipocresía, publicidad y mercadeo. Al fin y al cabo, las empresas quieren extraer la máxima cantidad de dinero de sus clientes y estos quieren pagar lo menos posible.
Crear lealtad a la marca es la principal motivación que impulsa a las empresas a tratar bien a sus consumidores. Nada nuevo. No obstante, las empresas insisten en persuadirnos de que son nuestros amables aliados y que sus decisiones de precios, calidad y servicios también están guiados por la ética. A esta idea últimamente no le ha ido muy bien. El Barclays Bank, por ejemplo, pagó una multa de 452 millones de dólares por haber manipulado las tasas de interés interbancarias (la tasa Libor, a la que ahora algunos cínicos llaman, en inglés, Lie-More: miente-más). “¡No somos los únicos!”, clamó el jefe de Barclays antes de dimitir. Su colega de JP Morgan, Jamie Dimon, insiste en que los bancos no necesitan más regulaciones, ya que sus valores éticos, sus mecanismos de autocontrol y la competencia garantizan que sus decisiones estén alineadas con los intereses de la sociedad. Pero Dimon se ha visto sorprendido por pérdidas escondidas en su banco de 2.000 millones de dólares (o 5.000. O más. Aún no se sabe). Dimon dijo estar indignado por la deshonestidad de los gestores de JP Morgan (pequeño detalle: son sus empleados). Rajat Gupta, el exjefe de la prestigiosa empresa consultora McKinsey&Co (“somos una organización guiada por valores”) acaba de ser condenado en Nueva York por haberle filtrado a su cómplice valiosa información secreta sobre Goldman Sachs, empresa en cuyo directorio Gupta participaba.
HSBC, otro banco, también se disculpa: en 2007 y 2008 su subsidiaria en México envió a EE UU 7.000 millones de dólares presuntamente depositados por los carteles de la droga. Y hablando de México: según la OCDE (organismo formado por los países más ricos del mundo) los excesivos precios que cobra AmericaMovil, la empresa de telefonía de Carlos Slim, le cuestan a los consumidores de ese país 26.000 millones de dólares cada año. Pero pagar más por hacer una llamada telefónica no es tan peligroso como tomar una medicina que, en vez de curar, mata. La empresa farmacéutica GlaxoSmithKline (GSK) acaba de ser multada con 3.000 millones de dólares por promover medicamentos que hacen daño, o incluso pueden causar la muerte. El monto de la multa es muy alto, pero no tanto como los 8.200 millones de ganancias que la empresa tuvo en 2011.
¿Qué está pasando? ¿Han aumentado las conductas empresariales abusivas o solo estamos mejor informados? Ambas cosas. Lo cierto es que el viejo principio del Caveat Emptor, que en latín significa que es el comprador quien debe tomar las precauciones porque el riesgo es suyo y no de quien le vende, es más válido que nunca.
La enorme complejidad del comercio moderno pone a los consumidores en desventaja. Las empresas gastan fortunas en crear marañas de incentivos y obstáculos que limitan la libertad del consumidor para no seguir comprándoles o cambiarse a otra empresa. Modificar un pasaje aéreo o un contrato de servicio de telefonía móvil es una odisea que pocos logran remontar sin incurrir en costos adicionales —y a veces sustanciales. Todos nos hemos visto sorprendidos —y espantados— por facturas telefónicas acumuladas sin darnos cuenta, o por no haber leído con atención —y con un microscopio— el contrato firmado con el proveedor de servicios. Cada vez más los gurús de la estrategia empresarial explican que una empresa exitosa es aquella que logra “fidelizar” a sus clientes hasta el punto de que más que compradores se vuelven suscriptores. Lograr que un usuario acepte entrar en un vínculo comercial permanente donde se renueva regularmente —y automáticamente— la relación de compra-venta equivale a alcanzar el nirvana empresarial. Mientras que las suscripciones antes se limitaban a servicios como la televisión por cable o productos tales como revistas, ahora la estrategia se aplica a coches, ropa, alimentos, etcétera.
Pero para los consumidores también han aparecido ventajas y posibilidades que antes no teníamos. La hiper-competencia entre empresas rivales ayuda a contener los abusos que solo son sostenibles cuando estas se cartelizan y coordinan sus precios y políticas. De esto aún hay mucho (¿hablamos de las maquinillas de afeitar?), pero también es cierto que en muchos sectores hay más competencia, y que las viejas empresas dominantes están cada vez más amenazadas por nuevos rivales. Y otra buena noticia es que hoy los compradores tenemos acceso a más información que nunca sobre lo que compramos y sobre quién nos vende. Barclays y GlaxoSmithKline lo acaban de descubrir.
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