ENRIQUE KRAUZE/REFORMA.COM
El ciberespacio mexicano ha contraído un virus: Alejandro Rossi lo llamó “corrupción semántica”. La indignación política se desfoga en una violencia verbal incompatible con los instrumentos propios de la racionalidad: la argumentación, la fundamentación, la persuasión, la coherencia, la claridad. En espera de que un filósofo del lenguaje estudie el fenómeno, intento una tipología provisional.
La variante más sencilla y común es el insulto. También es la más pobre, patética e inofensiva, porque revela la impotencia del emisor (y doble impotencia, por tratarse en general de emisores anónimos). A la misma familia corresponden la descalificación y la agresión racista. Ni siquiera necesitan 140 caracteres. Pertenecen al mundo gástrico, no al mental. Se escriben con bilis.
En la siguiente escala está el comentario maniqueo que, por definición, coloca al emisor en el papel del “bueno” y a su víctima cibernética en el papel del “malo”. Este cibernauta binario no distingue matices ni colores: es daltónico. Supongo que el origen de esta distorsión es religioso, pero en su variante geométrica proviene de la Revolución Francesa: ésta es la izquierda que salva y se salva, ésta es la derecha condenada al infierno. Y la “derecha” es un costal en el que caben todos: conservadores, liberales, socialdemócratas.
Emparentada con la anterior está la pomposa manía inquisitorial: el cibernauta que se erige en Juez del Tribunal de la Santa Inquisición (o en Comité de Salud Pública, que es lo mismo) para condenar a la hoguera (la guillotina) a quienes no piensan como él. Quienes practican (o, más bien, padecen) este mal incurren en una petición de principio: parten de una autoproclamada superioridad moral.
Una variedad más compleja y generalizada está expresada en una frase de Lenin: “No pregunte si una cosa es verdadera o no; pregunte sólo: ¿verdadera o no para quién?”. Según esto, nadie piensa de manera autónoma sino siempre en función de intereses materiales. Pero si todo pensamiento está determinado por una adscripción social o económica, no existe el azar, la libertad, la verdad objetiva, las leyes científicas. Se trata de un pensamiento contradictorio porque la perentoria frase de Lenin implica la afirmación de una verdad no relativa. ¿Desde dónde emiten esa Verdad sus detentadores? Desde una supuesta “representación” del pueblo oprimido. Lo cual recuerda la sentencia de Groucho Marx: “El poder para el pueblo significa el poder para los que gritan el poder para el pueblo”.
Quizá la más maligna variante del virus (muy esparcida) es la teoría de la conspiración. Todo lo que ocurre es obra de un complot tenebrosamente urdido por las fuerzas del “no pueblo” contra el pueblo. Ese pensamiento gaseoso tiene un efecto alucinógeno: hace creer a quien lo inhala que “él es clarividente”, que “él sí sabe cómo está la cosa”, y que por tanto no necesita descubrir pruebas empíricas, descender a los casos concretos.
Transmitido por maestros con aureola de taumaturgos, el virus conspiratorio hace presa fácil de los jóvenes pero tiene adictos en todas las edades.
Y queda la simple y llana mentira, la falsificación que repetida una y otra vez toma fuerza propia. Es la propaganda, y sobre ella Leszek Kolakowski contaba esta parábola: “Dos niñas corren en un parque. La que va detrás grita desaforadamente: ¡Voy ganando!, ¡Voy ganando! De pronto, la de adelante abandona la carrera y se refugia en los brazos de su madre, sollozando: ‘no puedo con ella, mamá, siempre me gana'”.
Hay especies que cubren el ciberespacio que no deben confundirse con el virus de la corrupción semántica. Me refiero a la denuncia y al repudio, sobre todo si tienen fundamento y son expuestas con seriedad y elemental civilidad. Pero una cosa es indignarse y otra es lanzar una ráfaga asesina disfrazada de “argumentación”. El ciberespacio es una efímera ciudad de palabras e imágenes, una plaza sin leyes ni convenciones, una comunidad anárquica que poco a poco debe irse autorregulando. De no hacerlo, corre el riesgo de vaciarse: de contenido, de visitantes, de interés.
Su mayor peligro es la degradación de la palabra pública bajo el factor aglutinante del odio. Odio personal, odio de clase, odio ideológico, odio racial, odio teológico. El odio al otro, a lo otro, a quien piensa distinto. Por fortuna, el odio no ocupa -ni siquiera ahora- la totalidad del ciberespacio, cuya naturaleza sigue siendo la de una vertiginosa e igualitaria conversación. La gente entra a Twitter -me consta- con ganas de saber, de dialogar y hacer contacto con otra persona. Es un antídoto contra la soledad, un café virtual, una cantina divertida y loca. Pero en un rincón de esa cantina hay unos sicarios con pistolas verbales. Y uno se pregunta cuándo las desfundarán, no en el ciberespacio sino en el espacio.
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