EL PAÍS
Lo que comenzó como insurrección popular en zonas remotas contra la tiranía hereditaria de Bachar el Asad se ha transformado rápidamente en Siria en una guerra civil a gran escala. Las fuerzas gubernamentales, entre las que se multiplican las defecciones, perdidas ya extensas franjas de territorio frente a los rebeldes, intentan ahora mantener el control de las grandes ciudades, como Damasco o Alepo, la capital comercial, hasta hace muy poco tiempo santuarios del régimen.
El hecho de que la tambaleante dictadura siria, sacudida hasta los cimientos por el reciente atentado contra su sancta santorum, utilice aviones de combate contra Alepo y envíe allí apresuradamente a sus tropas desplegadas en la vecina frontera turca, o lance masivos contraataques en Damasco, ilustra tanto su desesperación como la creciente fortaleza de los insurrectos, progresivamente armados por Arabia Saudí y Catar, con el activo beneplácito de EE UU y Turquía.
Los acontecimientos en Siria van muy por delante de una diplomacia fracasada. Todavía la semana pasada, en una triste parodia de su irrelevancia, el Consejo de Seguridad, rehén de Rusia y China, votaba prolongar un mes la misión de los observadores internacionales de la vorágine, cuya velocidad e intensidad hace cada vez más probable una abierta intervención exterior al margen de la ONU. En Siria está en juego no solo evitar que la escalada de la guerra, cada vez más sectaria, acabe engullendo a países limítrofes en una de las zonas más volátiles del mundo, sino también un éxodo masivo de refugiados de imprevisibles consecuencias. El aseguramiento del arsenal químico y biológico que Damasco ha reconocido poseer esta semana es un argumento suplementario y decisivo para las potencias occidentales y el vecino Israel.
En este contexto es ya irrelevante la suerte de Bachar el Asad y los suyos. La situación obliga a las potencias democráticas y los Estados árabes implicados tanto a acelerar la caída del sanguinario déspota como a perfilar con urgencia un escenario político que garantice que la Siria que emerge no sea una bomba de relojería regional. El peor de los escenarios posible sería un vacío de poder en un país invertebrado y armado hasta los dientes, donde quienes hasta hace poco se denominaban sirios comienzan ahora a considerarse primero alauitas, suníes, drusos o cristianos.
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