DANIEL PIPES/LA RAZÓN.ES
A medida que el Gobierno sirio realiza esfuerzos cada vez más virulentos y desesperados por conservar el poder, las peticiones de una intervención militar, siguiendo el calco libio, se vuelven más insistentes. Este rumbo de actuación es moralmente atractivo, ¿pero deben seguir este consejo los Estados occidentales? Yo estoy convencido de que no. Esos llamamientos a la intervención se deben a tres motivos principales: la preocupación musulmana suní por los correligionarios; la humanitaria por detener la tortura y los crímenes; y el temor geopolítico al impacto del conflicto abierto. Las dos primeras razones pueden ser fácilmente combatidas. Si los gobiernos suníes (Turquía, Arabia Saudí y sobre todo Qatar), eligen intervenir en defensa de los colegas suníes contra los alauíes, es asunto suyo y Occidente no tiene nada que ver.
La inquietud humanitaria generalizada se enfrenta a problemas de veracidad, factibilidad y repercusión. Los insurgentes contrarios al régimen, que sobre el campo de batalla están avanzando, parecen ser responsables de parte de las atrocidades. Los electorados occidentales pueden no aceptar los recursos económicos y humanos imprescindibles para la intervención humanitaria. Ésta tiene que triunfar rápidamente por fuerza, digamos en cuestión de un año. Aún así, el gobierno sucesor podría resultar ser (como en el caso libio) peor que el totalitarismo vigente. Todos estos factores inclinan la balanza contra la intervención humanitaria.
El investigador Robert Satloff del Washington Institute for Near Eastern Policy resume de forma útil en la publicación New Republic las razones de que una guerra civil siria revista riesgos para los intereses norteamericanos: el régimen de Asad puede perder el control de los arsenales químicos y biológicos; puede renovar la insurgencia del Partido Kurdo de los Trabajadores contra Ankara; puede regionalizar el conflicto empujando a su población palestina al otro lado de las fronteras jordana, libanesa e israelí; y puede ponerse a combatir a los suníes de Líbano, reabriendo la guerra civil libanesa. Los yihadistas suníes, en respuesta, pueden convertir a Siria en el foco global del terrorismo islamista violento, un punto con fronteras con la OTAN y con Israel. Por último, se teme que un conflicto prolongado represente para los islamistas más oportunidades que el que acaba rápido. Incluso si los enfrentamientos en Siria finalizasen inmediatamente, casi no veo posibilidades de aparición de un Gobierno multiétnico y multiconfesional. Antes o después, una vez que Asad y su encantadora esposa se hayan marchado, los islamistas se harán probablemente con el poder, los suníes se cobrarán venganza, y las tensiones larvadas explotarán en el seno de Siria.
Asimismo, derrocar al régimen Asad no se traduce en el final súbito de la guerra civil de Siria. Es más probable que la caída de Asad conduzca a que los alauíes y los demás elementos con el respaldo de Irán se opongan al nuevo Gobierno que pueda establecerse. Además, como señala el analista Gary Gambill, la implicación de un ejército occidental podría consolidar a la oposición al nuevo Gobierno y prolongar las hostilidades. Los intereses occidentales sugieren que hay que guardar las distancias con el avispero sirio.
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