EL PAIS
Durante la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill hizo una distinción entre “el fin del principio” y “el principio del fin”. Esa distinción es igualmente aplicable a la crisis que está en pleno desarrollo en Siria.
Los acontecimientos recientes —el número creciente de deserciones de los dirigentes de alto nivel del régimen, el asesinato de tres de los funcionarios de más alto rango de presidente Bashar al-Assad en un ataque con bomba, y la propagación de la rebelión hacia dentro del mismo Damasco— sugieren que, después de un largo periodo de declinación gradual, el régimen de Assad se está acercando a un colapso o implosión.
La crisis de Siria se viene librando desde marzo del año 2011. Después de varios meses de manifestaciones en su mayoría tranquilas y represiones brutales, surgió un patrón. La oposición política — dividida e inefectiva— se vio reforzada por un ala militar, híbrida y no cohesionada, que opera bajo el denominativo “Ejército Libre Sirio”, y por cientos de yihadistas que entraron en Siria a través de las porosas fronteras y comenzaron a poner en marcha tanto actividades militares como actividades terroristas. La oposición, política y militar, no pudo derrocar al régimen y el régimen pudo anular la oposición.
El régimen se benefició del apoyo activo de la comunidad alauí y la actitud pasiva de otras minorías, así como de la burguesía en Damasco y Alepo, cuyos miembros temían la caída de dicho régimen y su sustitución por grupos islamistas y otros grupos radicales. Externamente, Rusia e Irán actuaron como principales partidarios del régimen, mientras que los países occidentales, Turquía y los Estados árabes, como Arabia Saudí y Catar, prestaron apoyo limitado a los diferentes grupos de oposición.
En términos militares, la batalla estaba empatada, pero el régimen seguía perdiendo terreno político. La maquinaria del Gobierno central parecía intacta, y la vida en Damasco y Alepo mantuvo una apariencia de normalidad; sin embargo, el régimen perdía control sobre áreas cada vez más grandes del país. Las condiciones se vieron exacerbadas por una guerra civil sectaria entre suníes y alauíes, que culminó en varias masacres atroces.
El peor combate intercomunal tuvo lugar en las llanuras al este de los bastiones alauíes en las montañas, lo que hizo surgir sospechas sobre que los alauíes se estaban preparando para replegarse en su región natal, en caso de un colapso del régimen, y estaban tratando de expandir el área bajo su control.
Este patrón de erosión constante ya ha terminado, y ahora altos funcionarios militares y de otro tipo se unen, en números cada vez mayores, a la oposición. La deserción más notoria ha sido la de los hermanos Tlas —Firas, un hombre de negocios, y Manaf, un general y amigo personal de Assad— quienes fueron los primeros miembros del núcleo interno del régimen en desertar. Estas deserciones han debilitado al régimen, han reforzado a la oposición, y envían un mensaje de que el colapso es inevitable.
También ha debilitado al régimen el mayor logro de la oposición, el golpe que dio al corazón del sistema de seguridad, en el cual mató a tres de los más importantes colaboradores de Bashar: a su cuñado Asef Shawkat, al ex ministro de Defensa, Hasan Turkmani, y a su sucesor, Daoud Rajha.
De manera simultánea, las luchas encarnecidas se han extendido hacia el corazón de Damasco. De manera significativa, a pesar de que el régimen previamente había buscado aminorar la importancia del desafío planteado por la oposición, la televisión estatal siria ha dado amplia cobertura a los combates en Damasco. El mensaje, al parecer, es que se acera un momento decisivo.
Es aún demasiado temprano para predecir el colapso inminente del régimen. Se le han bajado las ínfulas de grandeza, pero aún está de pie, y respondió de manera rápida al asesinato de las tres figuras principales, ya que no perdió tiempo en designar a un nuevo ministro de Defensa. La mayor parte de las fuerzas que han mantenido al régimen vigente durante los últimos 16 meses, todavía están allí, la oposición sigue dividida, y Estados Unidos y sus aliados occidentales aún actúan con timidez en cuanto a ejercer máxima presión sobre el Gobierno de Assad.
Pero el fin se acerca, y se debe pensar seriamente sobre los varios peligros inherentes a la situación de Siria. En ausencia de una oposición eficaz, bien organizada y reconocida a nivel internacional, la caída del régimen podría llevar a la anarquía, a una guerra civil sectaria, a movimientos secesionistas, y a la división de facto del país.
Un gran número de refugiados podría huir hacia países vecinos, los mismos que podrían verse involucrados en el conflicto. El caos y los combates podrían fácilmente extenderse a Estados vecinos que están muy débiles, como por ejemplo hacia Irak y el Líbano. El Estado de Turquía, que siempre está temeroso de las repercusiones entre su propia población kurda, es sin duda uno de los principales candidatos a intervenir en este conflicto.
Otra amenaza que se cierne es un escenario en el que las reservas de misiles y armas químicas del régimen de Assad caigan en —o sean transferidas a— las manos equivocadas. Israel ha mantenido una postura cautelosa hasta el momento, pero ha indicado que no va a permanecer pasivo si dichas armas terminan en manos de Hezbolá. Tampoco se puede descartar la posibilidad de que el régimen trate de salir heroicamente envuelto en una llamarada de gloria, llevando a cabo un acto final desesperado.
Tales riesgos exigen que se realice una acción internacional más coordinada y eficaz para evitar que la lucha interna de Siria se convierta en una grave crisis regional e internacional. El tiempo apremia.
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