JESÚS SILVA HERZOG / REFORMA
“Teoría conspiratoria: véase ignorancia.” La indicación aparece en el índice analítico de Conjeturas y refutaciones, de Karl Popper y puede ser la mejor manera de acercarse a esa fe. La lógica conspiratoria no proviene de la curiosidad sino de la confianza; no se alimenta de dudas sino de certezas. El conspiratista sabe que el mundo está controlado por los poderes malignos y que todo, a fin de cuentas, es percusión de sus resortes. Por eso el conspiratismo conforma una teología del resentimiento. Un sujeto todopoderoso maneja las cuerdas del mundo. Pero a diferencia de la otra creencia, la teología de la conspiración predica la perversidad del omnipotente. Ese creador del orden, ese imán que imprime sentido a todo lo que ocurre en la historia no es el dador bondadoso de la vida, sino un codicioso insaciable que no descansa nunca en su afán de dominio.
No hay refutación imaginable para este par de creyentes. Para uno, todo lo que existe en el mundo da cuenta de la presencia de su Dios; para el otro, todo lo que acontece es manifestación de una mano negra. La regularidad o la excepción son, para esos hombres de fe, revelación del mismo poder. El conspiratista podrá equivocarse pero nunca está confundido. La confianza en la conspiración puede ser un consuelo al ofrecerse como explicación del caos, pero es, sobre todo, un atajo. Sin grandes fastidios, se pueden resolver todos los enigmas con un solo expediente. Cualquier información embona con el cuento, cualquier novedad se incorpora al libreto de la conspiración. Si pierden los míos es, obviamente, efecto de la conspiración; pero si ganaran los míos también lo sería: se habrá tratado, en ese caso, de un engaño, de una simulación. Es que los conspiradores quieren hacernos creer que ese triunfo es verdadero, pero en realidad no lo es. En ese relato no hay misterios y jamás hay contradicciones. Cuando se prende esa linterna que exhibe las maquinaciones, el mundo se esclarece automáticamente. No hay motivo para dudar ni necesidad de prueba. La conspiración es la gran simplificadora de nuestro tiempo. Por un lado, nosotros, las víctimas de siempre; por el otro, los de arriba, los ganadores de siempre.
Leer la demanda que el movimiento progresista ha hecho para exigir la anulación de la elección presidencial es constatar el hermetismo de esa lógica. El documento que ha presentado a las instancias judiciales podrá tener 638 páginas pero sigue siendo un texto apresurado, descuidado, flojo. Difícilmente se puede pedir que se limpie la elección con un escrito tan desaliñado. Aún bajo los códigos de la expresión abogadil, es un escrito pésimamente redactado, plagado de faltas de ortografía y descuidos asombrosos, como llamar panista a Enrique Peña Nieto. El texto carece de la mínima consistencia argumentativa: columnas de razones que dieran congruencia a su alegato. La demanda es un revoltijo caprichoso de dichos envueltos con recortes periodísticos, divagaciones sobre la naturaleza de la economía y las producciones radiofónicas de Orson Welles; especulaciones tratadas como si fueran evidencia plena, conjeturas vendidas como certezas científicas. Aclaro, por si fuera necesario: no me opongo al derecho de inconformarse; rechazo la frivolidad con la que el equipo jurídico del lopezobradorismo construyó su alegato para pedir, ni más ni menos que la nulidad de la elección presidencial.
La pereza de los abogados del movimiento progresista es sintomática: el conspiratista es adicto a los atajos, es condescendiente con cualquier rumor que ratifique su prejuicio y sordo a cualquier testimonio discordante. El conspiratista no se ejercita en la polémica. Su entrenamiento es la pancarta y la consigna. Su medio idóneo es el panfleto que descubre los secretos del palacio, no la demanda que se esmera en el raciocinio y se compromete con la prueba. Esa ignorancia beligerante de la que hablaba Popper es llevar la estridencia al máximo y reducir la evidencia al mínimo. El fanático de la conspiración no polemiza. Suele dirigirse a los suyos mientras desacredita a los independientes, a los que con facilidad tacha como instrumentos de aquello que denuncia. El tribunal al que, en realidad, acude es el jurado moral de la historia, que, tarde o temprano reivindicará su causa. La pereza del conspiratista es consustancial a su fe y es producto de sus ejercicios cotidianos: no es necesario mucho esfuerzo para demostrar lo innegable; no hay empeño que consiga persuadir a quienes están atrapados en la maquinaria de la maquinación.
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