GUSTAVO PEREDNIK
Admito que prefiero escribir sobre poesía hebrea, filosofía judía, la historia de Sefarad o la de Israel; y que me interesa más indagar sobre el bosón de Higgs y los últimos descubrimientos arqueológicos en Huqoq en la Galilea. Los mentados asuntos son más edificantes que el que sigue, y no permiten achacar a esta sección de El Catoblepas un estereotipo de paranoia debido a que también nos dediquemos a la cuestión de la judeofobia y a sus diversas manifestaciones contemporáneas.
A pesar de mi preferencia, sigue incólumemente didáctica la pirámide de las necesidades humanas trazada por Abraham Maslow hace siete décadas, en la que sólo la fisiología está por debajo de la básica necesidad de seguridad. Cuando ésta está en peligro, resulta ingenuo fingir que la agresión no existe y volcar el pensamiento exclusivamente en cuestiones de ciencia y literatura.
Y bien, el asalto contra el pueblo judío no cede en nuestros días, y a veces echa mano de mitos que aparentaban haber sido enterrados en el basural de la historia. Un común denominador entre el embate actual y el viejo odio es su ineludible necesidad de mentir para difamar a un pueblo entero.
En el presente, la judeofobia suele endilgar a los judíos inventar el Holocausto o haberlo perpetrado, ser racistas u opresores. Así, en su reciente Asamblea General en Pittsburgh (8-7-12) la Iglesia Presbiteriana de los EEUU se hizo eco de la calumnia de que Israel practica el apartheid contra sus ciudadanos árabes, a pesar de que aquí, en el país judío, los árabes son jueces, parlamentarios y dueños de diarios (y libres como no lo son en ningún país árabe).
Así, la militante antiisraelí alemana Irena Wachendorff acaba de confesar (29-6-12) que inventó cabalmente haber servido en el Ejército de Defensa de Israel y haber sido testigo de atrocidades, una farsa que usó para promover su causa.
Del mismo modo mintieron muchos otros como Edward Said y sus admiradores. Con todo, su falsedad raramente retrocede a los mitos más primitivos como que los judíos somos deicidas o bebemos sangre humana.
Y bien, uno de aquellos viejos mitos judeofóbicos (el que arguye que la literatura rabínica es vil y perversa) acaba de ser impunemente esgrimido por el vicepresidente de la cuarta potencia petrolera mundial. Con motivo del Día Internacional contra el uso indebido y el tráfico ilícito de drogas (26-6-12), el iraní Mohammed Reza Rahimi adujo que el hecho de que «no existen sionistas drogadictos, demuestra que los sionistas son culpables del tráfico de drogas».
Además del argumento digno de un exorcista medieval, y del uso de la palabra «sionista» para suavizar su patente judeofobia, un adicional aspecto del caso es que no ha generado protestas gubernamentales. Suponemos que muy distinta habría sido la reacción internacional si el grupo afrentado hubiera sido otro.
En los medios de prensa iraní, la voz «yahudi sefat» («carácter judío») se usa cada vez más frecuentemente para descalificar a las personas. El veneno judeofóbico que se disemina desde Teherán tiene como cómplice a los medios Occidentales, que raramente informan sobre la agresión.
Rahimi insistió en que «la República Islámica de Irán recompensará a cualquiera que investigue y encuentre un solo caso de sionista que sea drogadicto. No existen».
En su perorata, el vicepresidente iraní también culpó a «los sionistas y los judíos» (esta vez sin privarse del término preciso) «por su participación en la Revolución Rusa –en la, según sostuvo, no murió ningún judío– y en el asesinato de bebés negros en África».
A quien aún no le parezca que una vez más a los ayatolás se les va la mano en su odio desembozado, agreguemos un dato revelador. No sólo los judíos somos los culpables del tráfico de drogas, sino que lo abrevamos de nuestras fuentes culturales: «el abuso de drogas en todo el mundo tiene sus raíces en el Talmud», dijo Rahimi.
Obviamente no se trata del primer embate contra el libro más difamado de la historia. Pero el vicepresidente iraní dio un nuevo impulso imaginativo a las acusaciones cuando afirmó que «en el Talmud se enseña cómo destruir a los no-judíos para proteger embriones judíos».
No hace falta que desgranemos aquí las enseñanzas del Talmud que promueven la paz y las buenas acciones. Nada menos que el antirracismo tiene fuentes talmúdicas, que establecen que Adán fue el único ancestro humano para que nadie pueda jamás atribuir superioridad a sus antepasados. El Talmud califica de «devastador» a un Sanedrín que aplicara una pena de muerte cada siete años, a lo que el rabí Eleazar Ben Azariá agregó: «…aun cuando lo haga una vez cada setenta años».
El problema del Talmud
El problema del Talmud no es de contenidos, sino que el hecho de que no fue traducido hasta el siglo XIX. Su idioma original, el hebreo aramaico, era conocido sólo por los judíos o por los estudiosos del tema. Por ello cuando el hebraísta cristiano Andrea Masio repudió las censuras y quemas de libros judíos, adujo que una condena cardenalicia sobre esos libros era tan válida como la opinión de un ciego sobre variedad de colores.
La ignorancia del Talmud facilitó su demonización.
En 1199 el Papa Inocencio III advirtió a los legos que las Escrituras debían quedar bajo interpretación exclusiva del clero. Una ulterior derivación de esa decisión fue la proscripción de la literatura judía, que comenzó en el siglo XIII.
En 1236, el apóstata Nicolás Donin envió desde París un memorando al Papa Gregorio IX, en el que formulaba treinta y cinco cargos contra el Talmud (sostenía que era un libro blasfemo, antieclesiástico, etc). El papa terminó por enviar un resumen de las acusaciones a los eclesiásticos franceses, ordenando que se aprovechara la ausencia de los judíos de sus casas mientras rezaban en las sinagogas, y se confiscara sus libros. Así se procedió el 3 de marzo de 1240.
Ese año se llevó a cabo la primera disputa religiosa pública entre judíos y cristianos, en París, entre el 25 y el 27 junio. El Rabí Iejiel debió defender al Talmud, y no logró evitar que un comité inquisitorial lo condenara. En junio de 1242 miles de volúmenes fueron quemados públicamente. La práctica fue convirtiéndose en norma, y muchos papas posteriores promovieron la quema del libro. Se indicó a las Órdenes Dominica y Franciscana en París que arrojaran a la hoguera todo texto con desvíos doctrinarios, y recomendaciones similares se enviaron a los reyes de Francia, Inglaterra, España y Portugal.
La famosa disputa de Barcelona en 1263, concluyó con que Jaime I de Aragón ordenara a los judíos borrar del Talmud referencias supuestamente anticristianas, so pena de quemar sus libros. El principal polemista antijudío de la época, Raymond Martini, escribió a la sazón Pugio Dei («la daga de la fe») que sirvió de texto básico para atacar a los judíos. También la disputa de Tortosa (1413) concluyó restringiendo los estudios de los israelitas de Aragón.
Un nuevo ímpetu a las prohibiciones de libros judíos se dio en 1431 en el Concilio de Basilea, en el que la bula del Papa Eugenio IV directamente prohibió a los hebreos el estudio de la literatura rabínica.
Agreguemos que la Reforma protestante sucedió a la denominada «Batalla de los Libros», una tormentosa polémica desatada en Alemania entre 1510 y 1520, que tuvo como epicentro el intento de confiscar y destruir los libros rabínicos. Lo que empezó a la sazón como un enfrentamiento entre Johannes Pfefferkorn y Johannes Reuchlin, se expandió ulteriormente para transformarse en un conflicto de mayores dimensiones que abarcaba otras lides: franciscanos contra dominicos, Austria contra Francia, y finalmente la mayoría de los humanistas contra los eruditos reaccionarios, para quienes se acuñó el apodo de “oscurantistas”.
Los ataques contra el Talmud se extremaron durante el período de la Contrarreforma en Italia, a mediados del siglo XVI. En agosto de 1553 el papa lo designó «una blasfemia» y lo condenó a la hoguera. Ese año, el día de Rosh Hashaná (año nuevo hebreo), 5 de septiembre, se construyó una pira gigantesca en Campo de Fiori en Roma. Los libros hebreos fueron secuestrados de las casas mientras los judíos estaban en las sinagogas, y miles de ejemplares fueron públicamente devorados por las llamas.
El procedimiento se repitió en los Estados papales, en Bolonia, Ravena, Ferrara, Mantua, Urbino, Florencia, Venecia y Cremona. Unos años después Pío IV levantó la prohibición del Talmud (1564) pero la frecuente confiscación de libros judíos continuó hasta el siglo XVIII.
A fin de vilipendiar al Talmud, Johannes Eisenmenger pasó veinte años estudiando en una yeshivá (academia talmúdica), y finalmente escribió en 1699 un tratado de dos mil páginas, Endecktes Judemthum (El judaísmo desenmascarado).
Durante los dos últimos siglos, «expertos» de diversa índole fabricaron una vasta literatura que «revelaba las blasfemias» del Talmud (una literatura inútil hoy en día, cuando el Talmud está al alcance de todos por medio de las muchas traducciones a los principales idiomas). La República Islámica de Irán tiene el triste honor de haber agregado a su vicepresidente en esa morralla.
El «experto» más destacado fue el sacerdote alemán August Rohling, profesor de la universidad germana de Praga quien, en un remedo del mentado libro de Eisenmenger, publicó en 1871 El judío talmúdico. Diez años después, el cabecilla de los desmanes judeofóbicos en Viena, Franz Holubek, fundamentó su inocencia en que había actuado de buena fe en base del libro de Rohling. Su exoneración fue un aliciente para más actos de violencia. Eventualmente, se demostró en la corte que Rohling era incapaz de traducir o entender aun el más elemental párrafo del Talmud. Sin embargo, su libraco siguió publicándose con éxito por medio siglo.
El último auto-de-fe contra el Talmud antes de las piras nazis en Europa, fue en 1757 en Kamenets (Polonia) donde el obispo Nicolás Dembowski ordenó la quema de mil copias. Y el actual gobierno de los ayatolás en Irán ha recogido esa posta.
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