FERNANDO DWORAK/SIN EMBARGO:MX
Cierto, en la política es tan importante la lealtad que es bien sabido que uno vale lo mismo que su palabra. Sin embargo es una actividad donde todo es contingente – incluidas las alianzas. Esto puede no tratarse tanto por las cualidades o defectos de quienes negocian, sino de elementos que pueden escapar de su control. Por lo tanto, cabría preguntarse en qué circunstancias se valdría traicionar.
Esta cuestión no es menor. Todos perseguimos a final de cuentas nuestro propio beneficio, aun a costa de otros y necesitamos de instituciones que hasta cierto punto nos obliguen a actuar civilizadamente a través de recursos como el monopolio de la fuerza legítima. Incluso teorías de acción colectiva aseguran que la colaboración se da cuando dos actores tienen que hacerlo por un número repetido e indefinido de veces; y que la defección se dará cuando conocen cuándo terminarán de interactuar – a eso se le llama “dilema del prisionero”.
Por otra parte en una sociedad democrática se espera que los electores podamos, a través de nuestro voto (y en casi todas las democracias, gracias a la capacidad de premiar o castigar al político con la continuidad o no en su mismo puesto), decidir o no sobre la validez de alguna traición. Es decir, quizás a final de cuentas no importe más el acto que sus consecuencias.
Al respecto, y en esta época de deslindes, cuchilladas traperas y súbitas conversiones partidistas, conviene leer un pequeño gran libro en el arte de la negación: “Elogio de la traición”, de Denis Jeambar e Yves Rocaute (Gedisa, 1999). Se hará aquí una breve reseña a manera de invitación, y algunos comentarios sobre varios de nuestros actuales traidores a manera de provocación.
¿Qué es la traición y por qué es necesaria?
De acuerdo con los autores la traición, cuando no se vuelve cobardía, es la forma superior de la decisión política; toda vez que acelera la evolución social. Al generar una ruptura con el pasado, es la fuerza motriz de lo público y el medio para evitar las regresiones. Gracias a esto la política se desacraliza, se rompen los mitos anquilosados y se pueden volver a construir nuevas relaciones.
Para decirlo de otra forma la traición es la expresión superior del pragmatismo, alojándose en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos: un acto de flexibilidad, de adaptabilidad y antidogmatismo. De esa forma la política debe hacer gala de gran elasticidad para conservar las relaciones necesarias entre los individuos y el cuerpo social; toda vez que la rigidez provoca grietas.
Al considerársele necesaria para la conquista del poder, su estabilidad y su eficiencia, los autores afirman que no traicionar es perecer, es desconocer el tiempo y las mutaciones de la historia. Sin embargo, las traiciones no tienen sentido si no arrastran a fuerzas representativas de un sector de la opinión pública. Por lo tanto el político debe tener la capacidad para anticipar los cambios sociales, aun cuando la información que disponga sea siempre incompleta.
De esa forma para los autores un traidor es quien permite entrever que las creencias más difundidas carecen de fundamento natural, toda vez que no existe la legitimidad incuestionable. Frente la incertidumbre, estos individuos deben siempre improvisar, haciendo apuestas al futuro. Por lo tanto un político digno del acto de traición debe saber dominar las consecuencias graves e impredecibles de ese acto y nunca confesarlo públicamente, toda vez que los pueblos sólo reconocen con atraso a sus grandes hombres, prosiguen los autores.
¿Se vale traicionar siempre? Jeambar y Rocaute lo niegan: el acto sólo es válido si conduce a una mayor autonomía del individuo. También cuando deja de ser pragmatismo gubernamental y se convierte en mera práctica para perpetuarse en el poder, cuando vuelve la espalda a las aspiraciones del elector, debe sufrir una sanción. Por lo tanto sólo puede haber un régimen donde la traición pueda generar cambio: la democracia – de hecho, las negaciones nunca deben trasgredir sus reglas.
Para los autores la democracia se basa en el abandono de las posiciones extremas y, a través de sus procedimientos e instituciones, se obliga a un pragmatismo moderado. Es decir, se institucionaliza la traición al requerir de la negación como sistema de gobierno. La razón de ser de los gobernantes en un país democrático es saber adaptarse a los cambios perpetuos, donde los traidores siempre compiten entre sí.
¿Cómo la democracia se protege de la tiranía? Aunque ese es un riesgo constante, en la obra se subraya la necesidad de subculturas fuertes, asociaciones, grupos de interés y de presión y un espíritu participativo que proteja los derechos individuales. En otras palabras, se requiere de mayor autonomía del individuo en lugar de buscar cómo restringirla. De eso trata la condición de la ciudadanía: la titularidad de derechos y responsabilidades ante el Estado, donde la persona es responsable de sus decisiones – sean acertadas o erróneas.
Al contrario los autores afirman que hay quienes traicionan para, una vez en el poder, negar la traición: los tiranos. De esa forma el déspota, aterrado por las conmociones de la vida y sus cambios, se apresura a proscribir la traición y con ella a todo el movimiento de la libertad; convirtiendo a la autocracia en el inmovilismo institucionalizado.
En este esquema todo cambio es veneno para la supervivencia del régimen, usándose todos los recursos para detenerlo. Por eso se decretan principios eternos o absolutos y leyes convertidas en objeto de veneración para basar la legitimidad. En breve, se trata de inscribir la eternidad en el espacio político, es decir, negar el tiempo político.
Finalmente los autores hablan de otros opositores al sistema de la traición, aunque no tan peligrosos como los dictadores: los moralistas, a quienes llama “tartufos”. Bajo la percepción de que la negación viola la moral, estos personajes no se privan de condenarla en nombre de la ética política. Sin embargo el dogmatismo mata las posibilidades del oficio público y es fácil que se conviertan en apologistas del autoritarismo.
Por una genealogía de la traición en México
Aunque hay tramos en nuestra historia donde la traición tuvo un lugar preponderante (especialmente en la primera mitad del siglo XIX), vamos a hablar del sistema que emergió de la serie de guerras civiles llamadas “Revolución Mexicana”. La estructura corporativista, clientelar y autoritaria estaba hecha para impedir la traición entre políticos (1), toda vez que era bloqueada por una maquinaria política que controlaba no sólo las elecciones sino las nominaciones de candidatos: la regla de la no reelección. De esa forma el partido podía imponer una férrea disciplina ante cualquier oposición. I
ncluso el individuo tenía poca autonomía: en lo político se le negó la capacidad de premiar o castigar directamente a la clase política (como se usa en el resto del mundo a partir del siglo XIX), y sus libertades económicas estaban coartadas un Estado que controlaba los procesos económicos a través del corporativismo, la afiliación obligatoria de los empresarios a alguna cámara, las burocracias que desincentivaban la libre empresa y controles adicionales como la incertidumbre en los derechos de propiedad y la expropiación como recurso ante los opositores.
Las relaciones clientelares generaron una percepción ante la población de que todo era gratis: desde la educación hasta la seguridad social. Elementos básicos de empoderamiento al ciudadano como el pago de impuestos fueron tema tabú. Es decir, ¿para qué preocuparse por la calidad de los servicios si todo lo provee el Estado?
Por lo tanto, y aunque no era una dictadura en sus trazas básicas, el régimen pudo congelar el tiempo y el espacio políticos, reduciendo las posibles traicionas a un mero ritual de legitimación, donde el presidente entrante “castigaba” al saliente generalmente con el destierro político – aunque a final de cuentas todos eran miembros de la familia revolucionaria.
Incluso los mitos que se tejieron a partir de los años cincuenta estaban orientados para detener el tiempo: debajo de la modernidad, se esconde siempre un “México profundo”; estamos atrapados por nuestros traumas históricos en el laberinto de la soledad… todo para justificar que éramos una raza única y por ello sólo nos podría gobernar el régimen que a final de cuentas merecemos (léase: PRI).
Cierto: se instrumentaron importantes reformas en materia política, pero en esa época se limitaron a abrir espacios a la oposición con el fin de legitimar al sistema y liberar tensiones que de otra forma se hubieran resuelto por vías no institucionales. Más adelante, y quizás como efecto no esperado, estos cambios llevaron a la pluralidad política que hoy vivimos.
Sin embargo el régimen sólo podía sobrevivir con un país pobre, cerrado al exterior y condicionado su desarrollo al auge económico de la posguerra; y comenzó a tambalearse cuando esas condiciones cambiaron. Fue ahí cuando comenzaron a reaparecer las disidencias y las traiciones – aunque todavía no han implicado ruptura con el pasado. Veamos a nuestros traidores por partido:
Partido Revolucionario Institucional
Tal vez sólo el tiempo dirá si Salinas fue un traidor. Cierto, reformó el país al desincorporar empresas públicas y abrirnos al resto del mundo. Sin embargo lo hizo de manera parcial, opaca y selectiva, de tal manera que nuestro país no es plenamente liberal y conserva casi intactas las viejas estructuras corporativistas – con monopolios privados conviviendo con los públicos. Y tampoco se interesó por reformar el sistema político.
¿Pensó en su continuidad a través de Colosio? Todo parecería indicar que sí. ¿Eso hubiera implicado nuevos cambios? Lamentablemente es imposible hablar de eso con certeza, por más que lo defienda en sus libros.
Quizás el más grande traidor que ha tenido el PRI fue Ernesto Zedillo. Sus detractores podrán decir que tomó sus decisiones por presiones de Estados Unidos, por sus prejuicios sociales arraigados o porque no le interesaba la política sino la economía y quizás tengan algo de razón en sus apreciaciones. Sin embargo las grandes reformas políticas se hicieron en la primera mitad de su mandato, cuando todavía tenía la mayoría en ambas cámaras del Congreso de la Unión. Hablamos de temas como la autonomía del IFE, de la CNDH y del Banco de México o la reforma municipal y al Distrito Federal. Quizás pudo haber avanzado en otros temas como el energético si no fuera por un tartufo en el PAN, Carlos Castillo Peraza, quien se negó a negociar ese tema porque no quería tener nada que ver con el PRI aunque su partido coincidía con el tricolor en esa agenda.
Hoy día hay una mayor autonomía económica: hemos pasado de un estatismo absoluto a una cada vez mayor participación privada. No obstante el mantenimiento de las viejas estructuras representa un lastre. Y ni se diga de la falta capacidad en cuanto a derechos políticos.
¿Se ve algún traidor priísta en el horizonte? Hasta el momento no hay evidencia de que Enrique Peña Nieto quiera romper con el sistema que lo llevó al poder (2), aunque se le puede dar cierto beneficio de la duda de aquí a diciembre de 2013. ¿Manlio Fabio Beltrones? Sí, supo jugar hábilmente con la agenda del cambio económico y político en los últimos seis años, aunque se ha logrado poco en ambos temas – falta ver si realmente logra algo como diputado o si propone los cambios como su propio caballo de batalla.
Partido Acción Nacional
A lo largo de su historia el PAN ha tenido pocos políticos que hayan mostrado pragmatismo en la operación política como Manuel Gómez Morín, Adolfo Christlieb Ibarrola, Abel Vicencio Tovar o Diego Fernández de Ceballos. Es en esos momentos, bajo su liderazgo, cuando más ha crecido y ganado posiciones.
Al contrario, una parte de sus dirigentes pretenden evadir la política real y sus responsabilidades al amparo de bonitos pensamientos plasmados en principios, valores o doctrina. ¿Es algo malo? Quizás no cuando guían la actuación del individuo como un referente interno, como se puede leer en las Cartas a Olga de Václav Havel, por ejemplo. También podrían ser útiles cuando un político, al momento de rendir cuentas, se apega a valores que son considerados “buenos” por una mayoría de sus votantes. Los problemas surgen cuando se pretende ignorar a la realpolitik, sus exigencias y responsabilidades bajo esos criterios, mostrando de esa forma un desprecio cuasi aristocrático por la actividad.
Lamentablemente el PAN no supo entender esto al momento de heredar un sistema político hecho para legitimar, apuntalar y en la medida de lo posible eternizar al PRI en el poder. Y en lugar de empujar las reformas necesarias, desperdició su bono de credibilidad bajo el discurso de los valores y la moralidad. Lo cual es lamentable sabiendo que sus raíces programáticas eran completamente distintas al nacionalismo revolucionario: sin pragmatismo sus ideas acabaron en estériles dogmas.
Se podría decir que en doce años es difícil instrumentar reformas y que el PRI las bloqueó. Pero eso sería ignorar que, como gobierno, tenían instrumentos que el tricolor usó con habilidad por décadas. Hablamos de la capacidad de posicionarse como alternativa al impulsar una agenda clara de cambios a través de los medios, líderes de opinión e intelectuales.
Hoy algunas de sus corrientes hablan de “refundar” al partido. En otros países los líderes que fracasan son desplazados inmediatamente por nuevas generaciones de políticos que están pisándoles los talones en un ambiente competitivo. Resulta penoso saber que la pugna real es por el control de las candidaturas – sólo por eso se explica que más o menos las mismas personas vayan a ser las que se vayan a quedar con (lo que queda de) ese partido. Mientras tanto temas como la capacitación política brillan por su ausencia.
De la misma forma se ven a sí mismos como el partido bisagra en el Congreso. Pero para ser eficaces se necesitan negociadores pragmáticos, de la talla de Fernández de Ceballos. ¿Podrá repetir esa hazaña el grupo de operadores políticos del sexenio que está terminando, ahora desde las coordinaciones de los grupos parlamentarios? Por lo pronto, se perdieron dos sexenios por dejar fuera las fuerzas de la traición.
Partido de la Revolución Democrática
El PRD tiene una galería de hábiles traidores que todavía están por mostrar su verdadero potencial. Nacido de la unión de la vieja izquierda y una escisión del PRI, su presión ayudó a concretar reformas electorales, pero su dogmatismo les impidió ser una fuerza eficaz en el Congreso. ¿PRIAN? Ese es un mito que tejieron para no asumir su capacidad de negociación.
Tal vez los mejores traidores son quienes vinieron del PRI. ¿Ejemplos? Manuel Camacho Solís y Marcelo Ebrard: sus saltos mortales desde la camarilla de Carlos Salinas hasta el PRD son muestra de su pragmatismo y capacidad para mantenerse vigentes a través de la negación de su pasado. Esto es más notable en el caso del segundo, pues se ha posicionado como un dirigente de izquierda atractivo para otros votantes. ¿Traicionará Ebrard a López Obrador? Si de verdad es un hombre con vocación de poder, la pregunta no es si lo hará sino cuándo y cómo.
Pasemos a López Obrador. A primera vista pareciera un maestro de la negación: para él no importa su pasado priísta, el pragmatismo que mostró como dirigente del PRD al aprobar políticas que hoy pareciera aborrecer como las alianzas con el PAN. Y su habilidad para deslindarse de todo lo que pudiera opacarlo ha sido notable aunque cada vez menos eficaz.
También ha sabido ganar el control de su partido a través de la traición: al principio de su gestión se dedicó a quitarse de enfrente a grupos opositores e incluso cayeron cabezas como la de Rosario Robles (y con ella la neutralización de Cuauhtémoc Cardenas). Lamentablemente ha vivido lo suficiente para saber que en este giro nadie desaparece a menos que haya muerto (3).
Por otra parte tampoco se ha reconocido por pagar mal a aquellos cercanos que han puesto las manos al fuego por él. René Bejarano pasó un rato en la cárcel y hoy opera con su esposa para el tabasqueño. Sólo Gustavo Ponce sigue en prisión tan sólo porque purga un delito federal. Hasta ahí el elogio al pragmatismo.
Sin embargo, y como dirían Jeambar y Rocaute, el valor de la traición se mide por los resultados. Dejemos a un lado sus tácticas de forzar decisiones a través de poner en riesgo la gobernabilidad, como ha hecho cada vez que pierde una elección. También ignoremos su poco respeto por la democracia representativa y el hecho de que ha tergiversado los procedimientos participativos para su beneficio (4) o las contradicciones ideológicas de su discurso (5).
El problema, tal y como se expone en Elogio de la traición, es que en el afán por mantenerse como líder de la izquierda ha hecho inoperante al PRD como fuerza política propositiva y transformadora. Por ejemplo desperdiciaron su posición como segunda fuerza política durante la LX Legislatura (2006-2009) en actos de boicot como la toma de las tribunas del Congreso en 2008 para frenar el debate sobre la reforma energética. Y a políticos que mostraron un mínimo de institucionalidad fueron expulsados, como fue el caso de Ruth Zavaleta. Es decir, López Obrador ganó el poder para detener el tiempo y el espacio político de su ala política, supeditándola a su agenda personal: traicionó para eliminar las traiciones.
¿Qué sucedió entonces? El PRI aprovechó este vacío para negociar con el gobierno en sus propios términos. Como resultado lógico el PRD volvió a ser tercera fuerza en San Lázaro durante la LXI Legislatura (2009-2012). Olvidémonos de Televisa, el fraude y otras conspiraciones: el verdadero artífice del regreso del PRI fue la intransigencia de López Obrador.
Tal vez cuando las pasiones se asienten y podamos ver la carrera política del tabasqueño en perspectiva, nos daremos cuenta que se trató de uno de los políticos más autoritarios y reaccionarios que hayamos tenido.
Pero no todo está perdido: parece que una nueva ronda de traidores puede darle un nuevo aire a la izquierda. Ahí se ve venir a Graco Ramírez y su ruptura con López Obrador. Lo notable es que, al hacerlo, habla claro sobre el papel del tabasqueño en la crisis del PRD y pone el dedo en la llaga: su liderazgo no fue productivo. ¿Traidor? Sí, y deberíamos agregar que a mucha honra – a final de cuentas sólo está haciendo lo que se espera un político sensible y atento del rumbo que debería tomar un cambio para reimpulsar la competitividad de su partido.
A los traidores del futuro
Hasta el momento el horizonte para la traición pareciera promisorio. Sin embargo no se ha llegado a la plena autonomía del individuo, particularmente en cuanto a derechos políticos. Los partidos no van a hablar claro del problema, pues nadie afecta sus intereses. ¿Habrá algún político que dé la gran traición? Sólo si sabemos exigirlo. Esa es responsabilidad de los ciudadanos y nuestra capacidad para presionar.
Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: https://www.sinembargo.mx/opinion/06-08-2012/8630.
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