JACOBO ZABLUDOVSKY/ZOCALO
LONDRES.— Agosto de 2012. Uno de los secretos mejor guardados de la Segunda Guerra Mundial fue la ubicación del centro del sistema nervioso de la defensa de Inglaterra.
Si Hitler lo hubiera sabido, toda la fuerza de los nazis se habría concentrado en su destrucción. Conocido como “El cuarto de los mapas”, registraba todo los ataques de los aviones alemanes no sólo sobre Londres, sino sobre los territorios aliados en el mundo.
Mediante un permiso especial se nos abren varias puertas: la pesada de la calle, las de corredores laberínticos y la del vidrio que como un capelo rodea los escritorios donde militares de cera con uniformes auténticos simulan el trabajo de sus antecesores. En un pizarrón se conserva la fecha del 7 de septiembre de 1940, el momento de mayor peligro para la Gran Bretaña que resistía sola el incontenible poderío y avance del eje Berlín-Roma-Tokio. 300 bombarderos y 600 cazas alemanes nublaban el cielo y dejaban caer toneladas de bombas convirtiendo Londres en un infierno que ardería seis años, mismos que operó esta caverna subterránea con sus luces eléctricas siempre encendidas mientras metros arriba, en la superficie, más de un millón de viviendas se hacían cenizas.
Con humor británico los teléfonos de distintos colores pastel eran llamados “Las bellas coristas”. El blanco comunicaba a cualquier hora del día o de la noche, pero de fijo a las ocho de cada mañana, solamente con Winston Churchill. Se avisaba de la proximidad de los aviones enemigos, de los sitios atacados, de las bajas de enemigos y defensores. De los pilotos de la Real Fuerza Aérea dijo Churchill: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”.
En los mapas se registraba cada bombardeo en cualquier lugar del mundo. Algunos oficiales no vieron la luz del sol hasta que terminó la guerra, en una reclusión indispensable para cuidar la clave estratégica de una guerra sin más esperanza de sobrevivencia que la derrota incondicional de los agresores.
Durante seis años fue campo de zozobra, de terror y de muerte. El espíritu de lucha se mantenía por inspiración y aliento de Churchill, solidario con sus compatriotas, presente en las ruinas humeantes para encabezar el combate contra el abatimiento del ánimo, como símbolo de una convicción heroica de impedir el abandono de la trinchera civil. Nadie sabía, fuera de un puñado de oficiales de inteligencia, que en una caverna artificial, tan abajo de las ruinas que ninguna bomba podía causarle daño, se fortalecía la resistencia y se tejía la esperanza. El empuje aparentemente irresistible de la fuerza bélica más poderosa de la historia tenía su contrapartida en estos cuantos metros cuadrados donde expertos escogidos entre millones hacían vida de topos, numerando cada soldado caído, cada casa perdida, cada barco torpedeado.
El día de la derrota incondicional de Japón salieron de su escondite los oficiales, se apagó la luz por primera vez en seis años y el lugar se cerró y mantuvo su secreto, tal vez por razones de seguridad, cuando la paz sufría nueva amenaza al estallar otra guerra, la fría. Años después se reveló la operación y el sitio fue conservado tal como lo dejaron aquel último día de trabajo oculto; se dejó cada papel, cada lápiz, cada anotación en los pizarrones, con un respeto casi religioso. En un quemador de alcohol sigue la tetera y junto a los ceniceros llenos de colillas las cajitas de los cerillos. En el calendario se marcó con una cruz ese último día.
La Gran Bretaña padeció durante la guerra las privaciones y racionamientos más estrictos de su historia. Sus habitantes podían comprar lo estrictamente necesario, ante la magnitud del esfuerzo bélico y la preparación, también secreta, del desembarco aliado en las costas de Normandía. Los operadores del bunker subterráneo sufrieron las mismas privaciones. Uno de ellos guardó su dotación de azúcar de varios días en un cajón, creyendo que iba a volver. Tesoro valiosísimo, indispensable para el té. En 1970, 25 años después de terminada la guerra, la oficina fue examinada con el mayor cuidado; en un sobre se encontraron los tres terrones de azúcar que se conservan en el mismo lugar en que los guardó el oficial.
El visitante encuentra en ese mínimo vestigio de una época de lágrimas y heroísmo la riqueza de esa tradición que hace del pueblo británico un pueblo diferente, capaz de convertir cada destello de su herencia en un faro que lo ha ido orientando aun en los tiempos más penumbrosos de su existencia.
A cada paso de su largo trayecto los ingleses han conservado sus terrones de azúcar y de manera generosa los han compartido con todos nosotros.
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