CARMEN GÓMEZ OJEA/LNE.ES
En la segunda quincena de agosto de hace la friolera o la calentura de 520 años y, tras diversos aplazamientos para la fecha definitiva, no debería quedar en las juderías de España ni un morador, a no ser que quisiera ser castigado con la muerte, según el edicto de expulsión redactado por el gran inquisidor Torquemada y firmado por la católica Isabel, reina de la ancha Castilla, y su marido el católico Fernando, rey del vigoroso Aragón. Desde el mismo instante de la publicación de esa orden, los expulsos deberían disponerlo todo para la partida, como cambiar su casa por unos panes, sus joyas familiares por un burro o una menoráh, el candelabro de siete brazos de incalculable valor, por un saquito de sal o una alcucilla de aceite.
En ese inclemente texto que los heraldos voceaban hasta alcanzar a los habitantes del último villorrio en el que hubiera una aljama, se exigía que esas gentes emprendiesen el éxodo y vivieran la amargura del exilio, sin portar pieza alguna de oro y plata ni tampoco caballos, que les serían requisados en los controles de las aduanas de salida, aunque sí se les permitía, para la locomoción de carros y carretas, llevar asnos y mulas; y en tanto Colón, un converso, según ruido general respecto de sus orígenes, también preparaba su partida como capitán de la empresa ultramarina hacia unas tierras ya descubiertas secretamente por navegantes portugueses y castellanos, cuyos monarcas estaban unidos por ese pacto de silencio y enlaces matrimoniales, sin divulgar el hecho por temor, sobre todo, a la codicia de ingleses y holandeses, hasta que la sapientísima y aguda reina Isabel, dueña de un prodigioso sentido de la oportunidad para dar nuevas buenas o malas en el momento preciso, decidió que ya era el tiempo de soltar la noticia, debido a que el fin de la conquista de Granada planteaba un peliagudo problema dejando ociosa a una masa desocupada, que se quedaría de brazos caídos al terminar aquella larga contienda que la había mantenido activa y que entonces, como solución al engorro que suponía su desempleo, podría ser enviada a esas tierras como mano de obra o integrada en la tropa, pero no quedarse incrementando la numerosa población mendicante.
La reina era una mujer inteligente y muy práctica, quizá porque le habían robado la infancia, debido al trastorno mental de su madre y a la tacañería de su medio hermano, el rey Enrique, que hacía que en el castillo de Arévalo, donde vivían su madrastra y los hijos habidos con su padre el rey Juan II, se sufrieran escasez y penuria; y además de haber madurado prematuramente por esas circunstancias, había sido una alumna excelente de una excepcional mujer y maestra: Beatriz Galindo, la Latina, que enseguida se dio cuenta de que su discípula era una criatura imaginativa y singular, por lo que no le hubiera causado ninguna perturbación saber que Isabel había planeado, de modo genial y fantástico, dar oficialmente como fecha del descubrimiento de esos territorios de ultramar el doce de octubre, festividad de la Virgen del Pilar, zaragozana y madre celestial de Aragón, en una manifestación muy gentil de amor cortés hacia su esposo, que se hallaba un más que bastante reconcomido porque en el velamen de las naos, como era justo, iban solo pintadas las armas de Castilla.
Así es que, mientras cristianos viejos y judíos conversos, amén de su capitán Colón, embarcaban ese mismo verano en las tres carabelas en dirección a la otra orilla de la mar océana, de aquí seguían saliendo de las juderías miles de personas que no quisieron abjurar de su fe mosaica y por ello fueron expulsadas de su patria. Pero no todas habían aceptado el cruel edicto calladas y sin protestas, pues el rabino Isaac Abravanel respondió en contra de la trágica medida de forma muy dura y arriesgada, atreviéndose a manifestar sin medio pelo en la lengua que algún día España, a la que amaba tanto o más que sus reyes, se preguntaría qué le había sucedido y por qué era el hazmerreír de las demás naciones y, entonces, quienes fueran honestos señalarían que ese día de primavera de 1492, ese último día del mes de marzo de ese año, habían empezado su decadencia y enfermedad, de las que eran culpables la reina católica y su marido, conquistadores de moros y causantes de la quema de sus libros, expulsadores de judíos, fundadores del Tribunal de la Inquisición y destructores de las mentes de los españoles. Al final, el Gran Rabino aseveraba que su pueblo progresaría en suelo lejano y que jamás olvidaría aquel vil edicto.
Pero no todos los rabinos fueron tan valientes. Así, Abraham Senior consternó a la comunidad judía con su bautismo solemne en el monasterio de Guadalupe, la virgen del reino de Castilla, rival de la del Pilar aragonesa y de la de Montserrat catalana, y, apadrinado por Isabel y Fernando, se convirtió en el patriarca de la numerosa familia de los Coronel, todos ellos cristianados también.
Joseph Roth, santo bebedor, borracho, periodista, narrador y judío, en el epílogo de «Judíos errantes» se refiere a ese jérem, anatema o maldición que los rabinos, antes de la partida, pronunciaron contra España, que de ese modo se hacía para el pueblo de Israel tierra prohibida, hasta que transcurrieran 444 años, una fecha señera en la historia del judaísmo, pues en el 444 antes de Cristo, Nehemías, que vivió cautivo en Babilonia y fue copero del rey persa Artajerjes, regresó a Jerusalén arruinada, para restaurar el templo y la muralla y comenzar el renacimiento de la sagrada ciudad moribunda; y ese jérem o anatema caducó en 1936, cuando comenzaba lo que Roth califica de la mayor catástrofe de la historia española: una coincidencia, a su juicio, chocante, que a los impresionables, no a él, podría hacerles pensar que la maldición continuaba. Por ejemplo, los voluntarios judíos de la brigada Thaelmann que vinieron a pelear contra el fascismo no lo creyeron.
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