EXCELSIOR
12 de agosto 2012- Las últimas encuestas realizadas entre la población israelí muestran un descenso notable en la popularidad de su primer ministro. A pesar de no haber en el entorno político nacional una figura capaz de concentrar a su favor la desilusión generada por el gobierno de Netanyahu, es cada vez más perceptible el descontento creciente ante el estancamiento en una serie de asuntos de importancia vital para el país y sus habitantes. La inexistencia de negociaciones de paz con los palestinos a lo largo de los últimos tres años y la continuación del establecimiento de asentamientos en Cisjordania constituyen algunos de los rasgos más característicos de la gestión de Netanyahu, gestión marcada por el sello ultraderechista con el que se identifica la mayoría de los miembros de la coalición gobernante. Es así que a ojos de la población israelí ubicada políticamente en el centro y la izquierda, y por ende comprometida seriamente con el proyecto de dos Estados para dos pueblos, se ha desperdiciado un tiempo precioso y se está llegando a una situación con visos catastróficos para lo que ha sido históricamente el proyecto sionista democrático.
Pero hay también otros motivos de fuerte descontento social que tienen que ver con injusticia y desigualdad en la distribución de cargas y beneficios. Amplias capas sociales de clase media y baja protestan por los privilegios otorgados al sector de colonos que radican en los asentamientos en Cisjordania y por las prebendas y subsidios de los que goza el segmento poblacional ultraortodoxo que no es reclutado en el servicio militar (obligatorio para los demás), ni tampoco está insertado productivamente en la economía nacional.
Este último aspecto se ha convertido en uno de los más preocupantes y polémicos. Según los cálculos de economistas y autoridades financieras, si la masa de población ultraortodoxa no ingresa al mercado laboral en el futuro próximo, el país declinará dramáticamente en sus indicadores generales y la situación se tornará crítica. Hoy este sector constituye 8.5% de la población, pero la perspectiva es que para 2030 sea 17.5 por ciento. De este 8.5% que es ahora, 60% no trabaja y vive por debajo de la línea de la pobreza. Y el gran problema es que, a pesar de que Netanyahu y sus asesores saben perfectamente que ningún gobierno en el futuro podrá seguir sosteniendo la economía en estos términos, hasta el momento el primer ministro ha evadido las posibilidades de cambio de rumbo que se le han presentado.
Hace poco tiempo el principal partido de oposición, Kadima, ingresó a la coalición gobernante luego de un acuerdo repentino que sorprendió a los israelíes. Se pensó que con la entrada de esta muy nutrida fuerza política al gobierno se potenciaba la posibilidad de legislar a fin de que una gran parte de los ultraortodoxos fueran reclutados en el ejército o en el servicio nacional, con lo que estarían en posibilidad no sólo de compartir responsabilidades con el resto de los israelíes, sino sobre todo y principalmente, de adquirir destrezas para ingresar al mercado laboral y ser así autosuficientes económicamente. Sin embargo, las sucesivas propuestas legislativas para conseguir este propósito fueron modificadas o desechadas por Netanyahu y por su equipo cercano quienes al parecer sucumbieron a las presiones de los radicales de derecha y optaron por satisfacer los intereses de los partidos religiosos que siguen siendo miembros de la coalición gobernante.
En consecuencia, Kadima ha salido de la coalición y la perspectiva es que para principios del próximo año se celebren elecciones anticipadas. Mientras tanto, Netanyahu ha acabado por trazar los últimos toques de su retrato personal, el de un líder que ha sido fiel a su carácter de maestro en la postergación y/o en el congelamiento perpetuo de los problemas acuciantes que agobian a su país.
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