ESTHER CHARABATI
Nos tardamos, pero finalmente aprendimos. Nos tomó más de quince años renunciar a la idea de que somos dioses omnipotentes y que habíamos creado unos pequeños seres, a los que podíamos y debíamos modelar a nuestra imagen y semejanza. Con todo el narcisismo que pudimos reunir, nos dimos a la tarea de educar a estos hijos que serían nuestras réplicas, pero mejoradas, porque ahora éramos nosotros los educadores.
Adoptamos unos cuantos dogmas respecto a cuándo hacerles caso y cuándo no, cómo responder a sus agresiones, cómo ponerles límites y cómo motivarlos y brindarles seguridad. Con cuatro verdades y un poco de estupidez nos sentimos perfectamente equipados para emprender una labor no sólo titánica, sino imposible: crear seres perfectos que se parecieran a nosotros: deportistas e intelectuales, valientes y precavidos, responsables y rebeldes, amigables y respetuosos. Cada uno elaboró la lista —o sólo la imaginó, para poder ir agregando ítems— de las cualidades que debían insuflarse a esa criatura inocente pero con personalidad propia. Y se nos olvidó hacer la lista de los defectos.
Y fueron creciendo y apartándose del modelo. ¿Con qué derecho? ¿No dice en alguna parte que los hijos deben respetar a sus padres con todo y sus fantasías? A cada rato tuvimos que recordarles que ése no era el destino planeado para ellos. No entendían, ¿qué había pasado con toda esa inteligencia? No entendían la diferencia entre ser libre y meterse los dedos a la nariz, entre quererse y ser egoístas, entre gozar la vida y ser flojos, entre ser generosos y dejar que se aprovecharan de ellos.
¿Por qué? Si les dedicamos todo nuestro tiempo y les dimos todo nuestro amor, si los educamos para ser independientes y enfrentar los problemas, ¿por qué ahora no sólo no cumplen con lo esperado, sino que además nos acusan?
“Todos mis traumas te los debo a ti” se atrevió un día a decirme ese primogénito adolescente que yo había criado. Lo pensé por unos momentos y estuve de acuerdo con él. “¿Quién más, le dije, sino tus padres, podrían hacerlo?
Me tardé, pero al final, como todos los padres, me di cuenta de que los hijos no son plastilina para modelar.
Tuve que aceptar que mi humilde contribución se limitaba a crear un ambiente, hacer algunas sugerencias, establecer una relación con ellos… y transmitirles mis propios traumas, dudas, prejuicios y dilemas que se sumaban a otros derivados de sus propias experiencias (¡Ni siquiera en eso tenía la exclusividad!).
Y luego nos toca el estimulante papel de observadores sin derecho a veto. Ellos toman sus decisiones y sus riesgos, ellos se equivocan y pagan por sus errores, ellos triunfan y, a veces, es por no seguir nuestros consejos. Ni modo, como dioses, fracasamos; como padres, tal vez no.
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