MARCOS AGUINIS/IDENTIDAD.COM
En un reportaje a una nena árabe de tres años y medio le preguntaron si odiaba y dijo que sí, que odiaba a los judíos. ¿Por qué? Porque son monos y cerdos. ¿Quién lo dice? Lo dice el Corán.
Es verdad que el Corán lo dice, pero como todo libro religioso extenso, escrito en circunstancias históricas determinadas, exhibe expresiones contradictorias, algunas durísimas y otras más dulces que la miel. Igual sucede con la Biblia. Corresponde a los hombres interpretar esos textos y enfatizar sus contenidos nobles. Un imam de Los Ángeles, por ejemplo, ha llegado a decir algo impresionante: ¡el Corán es sionista! ¿Por qué? porque en una Sura afirma que Alá ordenó a Moisés que llevase a su pueblo hacia la Tierra Prometida; en otro versículo Alá ordenó a los israelitas no ceder esa tierra. Mahoma tuvo relaciones contradictorias con las tribus judías de Arabia, por momentos de fraternidad y por momentos de guerra, por eso las indicaciones opuestas.
Históricamente el odio a los judíos fue más intenso entre los cristianos que entre los musulmanes. Los cristianos acusaban a los judíos de ser “los asesinos de Dios”, los musulmanes sólo de haber enmendado la Biblia para que no figurase el anuncio de la llegada de Mahoma. Ambos son hechos deleznables, pero más horrible, desde luego, el primero. Si pudieron “asesinar a Dios” -como se predicó durante centurias desde casi todos los púlpitos, por lo cual pidieron un vibrante perdón Juan XXIII y Juan Pablo II-, no los frenaría ningún crimen. Se los acusó de envenenar los pozos cuando había una peste (y se carneaba entonces judíos con entusiasmo enérgico), se los acusó de utilizar la sangre de niños cristianos para amasar el pan de la Pascua (¡?) (y nació el delirante y repetido libelo del crimen ritual, que llevaba a renovadas y jubilosas matanzas), fue el Shylock voraz por una libra de carne humana, fue el judío pobre que se despreciaba por sucio y débil o fue el judío rico que se rapiñaba sin culpa, fue el personaje siniestro de Los Protocolos de los Sabios de Sión que redactó la policía secreta del Zar para estimular los pogroms, fue El Judío Internacional del resentido Henry Ford, fue el Mein Kampf de Hitler, donde prometía hacer lo que finalmente hizo ante la indiferencia de la civilización, fue Auschwitz.
El plan siniestro
El plan nazi de encerrar a todos los judíos mundo y exterminarlos como si fuesen cucarachas en base a un odio sedimentado durante siglos en Europa, casi tuvo un éxito total. En pocos años liquidó un tercio de ese pueblo gracias a la sistemática técnica industrial de la muerte. Ese plan recibió el apoyo del líder árabe de Palestina Haj Amin el-Husseini, gran mufti de Jerusalén. Este clérigo fanático, que espoleaba a destruir las comunidades judías porque importaban costumbres “degeneradas” como la igualdad de la mujer, la apertura de teatros y orquestas, la edición masiva de libros, los ideales de la democracia y el socialismo, se ofreció a colaborar con “la solución final”. Viajó a Berlín por un largo período y prometió erradicar cada judío de Palestina y sus alrededores “con los métodos científicos del Tercer Reich”. Planificó erigir otro Auschwitz en Nablus, sobre las colinas de Samaria. Su lema, difundido por radios nazis, fue: “Mata a los judíos dondequiera los encuentres, para agradar a Alá y la historia”. En sus Memorias confiesa: “Nuestra decisión fundamental era colaborar con Alemania para hacer desaparecer el último judío del mundo árabe. Yo pedí a Hitler que me ayudase en forma explícita a resolver esta cuestión en base a nuestras aspiraciones raciales con los métodos innovadores puestos en marcha por Alemania. El me dijo: “Esos judíos son suyos”. Yasser Arafat lo citaba como “nuestro héroe”.
Los refugiados
Debemos tenerlo en cuenta, porque este héroe fascista cometió un grave error contra su propio pueblo. No sólo se negó a aceptar la Partición decidida por las Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947 para el nacimiento de un Estado Arabe y uno Judío que viviesen lado a lado y en fraterna colaboración, sino que tuvo una “idea genial” al estallar la guerra de la Independencia de Israel contra el Mandato británico y seis ejércitos árabes decidieron invadir el territorio para aplastar al flamante Estado. Esa idea lo llevó a ordenar que sus hermanos abandonasen Palestina rápidamente para permitir que Siria, Irak, Líbano, Egipto, Arabia y Transjordania pudiesen empujar a los judíos, rápida y cómodamente al mar, donde serían ahogados. En los archivos del Foreign Office existen documentos sobre los judíos que detenían a columnas de fugitivos árabes palestinos y les pedían quedarse, porque la guerra no era contra ellos, pero estos pensaron que se trataba de una estrategia para usarlos de escudo y frenar el impulso de los invasores. Más de la mitad de los árabes que abandonaron sus hogares “por unas semanas”, como prometía el Mufti, no vieron a un solo soldado judío.
El odio árabe aumentó en forma sustantiva cuando fueron derrotados. No los había vencido una potencia colonial, sino una comunidad minúscula que ni siquiera contaba con un solo tanque ni un solo avión. Nadie les quería vender armas, porque no se vende nada a un cadáver inminente. Los judíos -el pueblo más inerme del planeta, que acababa de ser humillado y reducido a escombros por los nazis, que no sabía defenderse de los pogroms centenarios, que fue expulsado de tantos sitios de forma grosera e impune, al que le cerraban los puertos incluso después del Holocausto-, pudieron triunfar. Era una insoportable herida al honor árabe y puso en marcha una febril venganza mediante la expulsión de casi todos los judíos residentes en países árabes. El sueño de Hitler de conseguir países Judenrein (limpio de judíos), fue un logro árabe. Comunidades arraigadas desde hacía miles de años debieron partir de inmediato, con una mano delante y otra atrás. Los puertos de mundo no los dejaban entrar por “indeseables” y fueron al joven Estado de Israel que, pese a la desigual guerra, la falta de viviendas y alimentos, los acogió e integró.
Caldo de odio
Los refugiados árabes, en cambio, fueron aglutinados en campos eternos desde los cuales no podían salir, excepto en Jordania. Recibieron ayuda internacional multimillonaria y se conviertieron en el único caso de refugiados sin solución. Desde la primera Guerra Mundial en adelante no hubo dos, tres o diez millones de refugiados, sino cientos de millones. Todos, absolutamente todos, consiguieron resolver su problema. La única excepción ha sido la de los refugiados árabes, cuyo número es parecido al de los refugiados judíos expulsados por los países árabes.
Como dijimos hace un momento, los judíos expulsados pudieron rehacer sus vidas en la pequeña Israel, pero los árabes fugitivos no la pudieron rehacer en medio de veinte Estados árabes con enormes extensiones y una obscena riqueza petrolera. Encerrados en campos ofensivos, su nutrición diaria fue el resentimiento exlusivo contra Israel. Su tragedia fue atribuida sólo a los judíos, no al error de haber violado la resolución de las Naciones Unidas en 1947 o haber acatado la orden del lunático Mufti. En 1948, con el nacimiento de Israel, pudo haber nacido el Estado árabe palestino, se pudo evitar que hubiesen refugiados árabes y más refugiados judíos. Por sobre todas las cosas, en la región se hubiera expandido la modernidad y prosperidad que sólo fogoneaba Israel.
Síntesis
En síntesis, el odio a los judíos (ahora dicen “los sionistas” o “Israel”, para disimular su antisemitismo), empieza con la acusación de haber distorsionado la Biblia y negarse a aceptar a Mahoma. Pero se incrementó en forma radical cuando se puso en marcha la reconstrucción del Estado Judío debido al shock que producía la fresca cultura moderna en el liderazgo reaccionario que prevalecía en la zona. El odio tuvo un empuje adicional, como vimos, al ser derrotados varios ejércitos árabes por el pueblo más débil y despreciable de la historia. Por último, el odio se siguió cultivando desde los campos de refugiados, verdaderas cárceles sostenidas con la millonaria dádiva internacional dentro de los ricos Estados árabes, para mantener encerrados a los “hermanos” de Palestina y usarlos como peones políticos. Esto no es una frase, sino una condenable realidad: cuando empezó la explotación petrolera intensiva en Libia y Kuwait, por ejemplo, sólo se permitía que fuesen hombres palestinos solos y que su familia permaneciera en los campos como rehén, para asegurar su regreso.
El odio contra los judíos e Israel es tan alienante que les impide discernir por dónde pasa el camino que los llevaría a la paz y la felicidad. Por eso Golda Meir pronunció su famosa reflexión: “Podemos perdonar a los árabes por asesinar a nuestros chicos. No podemos perdonarlos por forzarnos a matar los suyos. Sólo tendremos paz con los árabes cuando ellos quieran más a sus hijos de lo que nos odian a nosotros”.
Por desgracia, ahora es peor. Incluso algunas madres bendicen a sus hijos cuando se atan cinturones con explosivos para suicidarse en una operación criminal. Para llorar de espanto.
La narrativa embustera
Con la técnica del “miente, miente que algo queda”, los antisemitas buscan imponer la versión de que el Estado de Israel es un producto artificial del Holocausto y fue “creado” de la nada por las Naciones Unidas. Falso, basta leer la prensa de entonces. La construcción del tercer Estado judío (los dos primeros están descriptos en la Biblia) empezó de forma intensa en el último cuarto del siglo XIX, cuando todavía era dueño del Medio Oriente el Imperio Otomano y no había nacionalismo árabe, surgido recién en Siria a principios del siglo XX. El territorio era un desierto, como lo atestiguan viajeros de la talla de Mark Twain o Pierre Loti.
El flamante movimiento sionista (movimiento de liberación nacional y social del pueblo judío) creó en 1903 el Keren Kayemeth Leisrael para recaudar dinero con el cual comprar a los effendis árabes radicados en Beirut o Damasco sus pobres tierras palestinas y erigir los primeros kibutz en forma legal. También se usaba parte del dinero para una campaña frenética de forestación, la primera en la historia, que aún los Partidos ecologistas no se atreven a reconocer por miedo a la reacción árabe-musulmana. El Imperio Turco miraba con sospecha estas actividades de crecimiento acelerado, máxime cuando Palestina era parte del marginal y pobrísimo Vilayato de Jerusalén.
En 1909 nació Tel Aviv sobre dunas de arena. En la década del ´20 los pioneros judíos fundaron la Universidad Hebrea de Jerusalén, entre cuyos primeros gobernadores de honor figuraron Albert Einstein y Sigmund Freud. También se creó la primera Orquesta Filarmónica del Medio Oriente, inaugurada por el director antifascista Arturo Toscanini.
Surgió el famoso teatro Habima. Se estableció un Instituto de Ciencias en Rehovot, la Universidad Técnica en Haifa y la Escuela de Artes Bezalel en Jerusalén. Se multiplicaron los kibutz, las aldeas y las ciudades, se tendieron caminos, abrieron puertos y fundaron instituciones educativas.
Vastas extensiones desérticas se cubrieron con el manto esmeralda de los naranjales. Las colinas pedregosas y ardientes de Judea, devastadas por los dientes de las cabras y el abandono de siglos, empezaron a ser embellecidas por el color de los pinos. El pantano del extrema norte, Hula, generador de una epidemia sostenida de paludismo del que no se salvaba nadie, ni David Ben Gurión, fue desecado. La febril actividad judía inyectó a ese pequeño país más prosperidad del que existía en los grandes vecinos.
Y, sin embargo, aún no se había producido el Holocausto ni las Naciones Unidas tomaron cartas en el asunto, como afirma la narrativa embustera que pretende quitar legitimidad a Israel…
Por qué tanta tirria
En los tiempos de la postmodernidad importa cada vez menos por dónde pasa lo bueno y por dónde lo malo. ¿Interesa, por ejemplo, que los jóvenes israelíes sueñen con ser inventores y científicos, mientras los jóvenes de Hezbollah y Hamás sueñen con ser mártires? No, no interesa. ¿Interesa que en Israel no se enseñe a odiar a los árabes, que constituyen el 20 por ciento de su población y viven mejor que en cualquier otro país árabe, mientras entre los árabes son best seller Los protocolos de Sión y Mein Kampf, y en la TV egipcia se haya difundido una serie vomitiva donde los judíos extraían la sangre de niños árabes para sus bárbaros rituales? Tampoco interesa. Lo único que interesa es que los árabes y palestinos parecen más débiles frente al poderío de Israel. La víctima es el débil, el poderoso el victimario, al margen de otras razones. De ahí que se permita cualquier cosa a los palestinos y otros árabes, y se condene cualquier respuesta de Israel.
Sin embargo, Israel es el país más vulnerable del planeta, rodeado por un mar de fundamentalistas, predicadores alucinados y dictadores que ansían barrerlo de mapa. Desde antes de su independencia fue acosado, no tanto por su carácter judío, sino por ser el afluente de la modernidad y el progreso, la democracia, el pluralismo, la tolerancia, la libertad de prensa, la justicia independiente, la alternancia del poder, los derechos humanos e individuales. Ganó premios Nobel en ciencias y literatura, inventó eficaces sistemas de irrigación, educó artistas eminentes, aportó descubrimientos a la biología. Sobre todo, está cansado de guerra. Ya son varias las generaciones de estoicos ciudadanos que defienden el país con una mano y trabajan con la otra. Israel siempre quiso ser Atenas y la obligaron a ser Esparta. Pero la absurda postmodernidad no lo tiene en cuenta…
El odio a Israel tiene como consecuencia inevitable el odio a los judíos, no nos engañemos. Basta leer la Carta de Hamás o las declaraciones de los líderes iraníes. O recordar los atentados contra la embajada de Israel y la AMIA. Sería el más grosero de los bochornos que los argentinos dejemos a un lado el 17 de marzo de 1992 y el 18 de julio de 1994 para dar acogida a quienes los perpetraron, cometiendo los primeros ataques terrorista-suicidas en América contra decenas de civiles inocentes.
En consecuencia: ¡No a la exportación del conflicto¡ ¡No al odio!
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