EL PAÍS
A media tarde, familias de judíos ultraortodoxos comienzan a llegar al museo de Israel. Es muy extraño ver a estos hombres y mujeres vestidos de negro en este edificio moderno, frecuentado por la progresía laica jerosolimitana y que en su día a día incumple con muchas de las leyes del judaísmo ultraortodoxo. Burla, para empezar, una de las principales: está abierto los sábados, el día de descanso, en el que los ultraortodoxos no pueden utilizar la electricidad, montar en coche o comprar y vender entre otra multitud de actividades.
La culpa de que se animen a pasar por alto algunas de las prohibiciones que consideran más sagradas y que decidan salir de los barrios en los que hacen su vida al margen de la modernidad la tiene una exposición. Se trata de la muestra “Un mundo aparte a la vuelta de la esquina”, dedicada a los judíos ultarotodoxos de la corriente jasídica.
Exhibe ropas, fotografías, libros y vídeos de un grupo humano que en Israel se cuenta por cientos de miles y que, sin embargo, la mayoría de los israelíes desconoce. Como bien dice el título de la exposición, para los laicos de Israel el museo viviente —los barrios ultraortodoxos que se encuentran a escasos cientos de metros del museo— constituye un mundo aparte; uno muy hermético.
Por eso la muestra se ha convertido en uno de los eventos del verano en Jerusalén y en un experimento sociológico de primer orden, porque es algo así como espiar al vecino de al lado, pero con la legitimidad de haber pagado una entrada. Lo más sorprendente es que quienes se animan a visitar el museo son los propios haredim —literalmente temerosos de Dios, como se conoce a esta comunidad—. “En otras circunstancias nunca vendríamos. Imagínese que vengo con mi hijo y se cuela en la sala de pintura renacentista, con cuadros de mujeres…”, explica un amable ultraortodoxo, que se ofrece a acompañar a la periodista en la visita.
En las salas de la exposición se puede ver una silla del rabino Nachman (de la corriente Brezlev), imágenes de las grandes fiestas judías en las que aparecen los rabinos más destacados y todo tipo de ropajes por los que se distingue a los jasídicos de Jerusalén. Pero tal vez los objetos más curiosos de esta muestra con sabor a zoo humano son los juegos infantiles. Hay un Monopoly en el que en lugar de calles hay lugares clave para el judaísmo y Europa del Este. Una especie de clicks de Famobil, conocidos como la familia jasídica, de la que forma parte el gran rabino, Mr. Kopolovski, originario de la antigua Unión Soviética, los gemelos…
Una joven pareja haredim. Ella, con peluca que oculta su cabello natural en cumplimiento de las reglas del recato. Él, con kipá de terciopelo negro y camisa blanca, explica la principal razón por la que han decidido compartir espacio con israelíes laicos. “Hemos venido para ver cómo nos ven los demás”, dice ella. Otra de las razones del éxito entre los haredim es que la muestra constituye una de las escasísimas ofertas de ocio para una comunidad en la que la televisión, el cine y el teatro no forman parte de sus vidas.
En torno a un 11% de la población israelí opta por el estilo de vida ultraortodoxo. No van al Ejército, la mayoría de los hombres no trabaja y dedican su vida al estudio de los textos sagrados en las yeshivas. Su vida es la que refleja con maestría la exposición, que se centra sobre todo en los jasídicos, la corriente que empezó a extenderse en el Este de Europa hace un par de siglos y que en los últimos años se ha propagado como la pólvora en Israel, gracias en parte a la elevadísima tasa de natalidad de sus miembros —en torno a siete hijos de media—.
Ester Muchawsky, comisaria, cuenta que tuvo que negociar con los rabinos y con particulares para poder enseñar los objetos, que algunos se negaron porque el museo abre en shabat, y que por ejemplo todos los vídeos que se exhiben están grabados en un día distinto del sábado. Muchawsky es antropóloga y está encantada con el éxito de la muestra, que contra todo pronóstico ha conseguido despertar el interés de israelíes de uno y otro bando, a menudo enfrentados.
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