ESTHER CHARABATI PARA ENLACE JUDÍO
Ensuciarse las manos
Grandes personajes de la historia y la literatura han sido inmortalizados por actos que podrían parecer triviales, como lavarse las manos. Es el caso de Pilatos que rehuye su responsabilidad al condenar a Jesús. Muchos siglos después, una mujer sumerge sus manos en el agua para purificarse de un crimen: Lady Macbeth. El comportamiento de ambos resultó ejemplar para las generaciones posteriores, quienes han (hemos) mantenido vigente la costumbre de “lavarse las manos” por prudencia… para evadir las consecuencias de sus actos.
Mucho menos común es la actitud contraria, la de “ensuciarse las manos”, aceptando que en este mundo no existen seres inmaculados y que de, una u otra manera, acabaremos manchándonos. Aun así, hacemos voto de limpieza. ¿Cuántas veces ante una injusticia evidente hacia un compañero de trabajo nuestra única respuesta es el silencio y la autojustificación? “Si me meto, al rato yo voy a pagar el pato”. ¿A cuántos amigos hemos abandonado cuando caen en una adicción?, ¿En cuántas ocasiones hemos alzado los hombros frente al absurdo o la violencia? ¿Cuántas veces hemos visto que se acusa a un inocente y preferimos callar por miedo, por apatía, por desinterés, porque no queremos ensuciarnos las manos, aunque la conciencia quede hecha un asco?
Hemos recibido, durante largos años de educación intensiva, la consigna de “No meterse en líos”. Suena muy pacífico y prudente, pero dependiendo de las circunstancias dicha actitud puede ser considerada como sensata o como cobarde, incluso cruel. Sin detenernos en nimiedades, hemos transmitido la misma consigna a nuestros hijos: “Si todos están de acuerdo en que el maestro es déspota y arbitrario, ¿por qué tienes que ser tú quien dé la cara?”
Porque alguien tiene que hacerlo. Y no sólo por eso. Porque la única forma de tener convicciones (o mantenerlas) es expresándolas, peleando por ellas. Ensuciándose. Pronunciarse —en cualquier sentido— siempre tiene consecuencias: unos hablarán mal de nosotros, otros se burlarán o incluso es posible que nos agredan. Pero también habrá otros que nos imiten, que nos admiren o que se sientan agradecidos.
Sin embargo, no ensuciarse las manos —peor aún, lavárselas—, tiene consecuencias más graves en el individuo: tiene que esconderse detrás de la palabra de otro, ocultar sus ideas o dejar de actuar como él quisiera. Así, se corre el riesgo de ser otro, de no ser nunca uno mismo, de morir sin una sola mancha por no habernos atrevido a agarrar la vida sin guantes.
Lavarse las manos es de cobardes, de aquellos que actúan y esconden sus actos de la mirada de los demás. No ensuciarse también es de cobardes: pulcros, pero cobardes.
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