FERNANDO DWORAK/SIN EMBARGO
Uno de los temas más recurrentes y que más molestia generan en nuestro debate político es el costo de nuestra democracia. Cada periodo electoral, y usualmente al calor de la contienda, se habla de que el Instituto Federal Electoral es “demasiado caro”. El objetivo es por lo general descalificar a la institución (y casi siempre con miras a dudar de la legitimidad de la elección) sin desglosar los montos.
Existen trabajos comparados que refuerzan esta noción. Por ejemplo, según la Universidad de California el voto en México es 18 veces más alto que el promedio de Iberoamérica en términos de financiamiento público. Por ejemplo, cada sufragio cuesta aquí 17 dólares, comparados con 29 centavos de dólar en Brasil, 41 centavos de dólar en Argentina y 2 dólares en Colombia. El mismo estudio señala que el promedio de gasto electoral en la región es de 123 millones de dólares contra 465 en nuestro país. (1) Sin embargo es preciso conocer los orígenes y destinos de estos montos, así como en qué nivel son fiscalizables para poder medir el costo. De la misma forma también es necesario hacer estimaciones comparadas sobre estos mismos rubros si de verdad deseamos ir más allá del eslogan y establecer diagnósticos claros para saber qué reformar.
En este sentido el ex consejero del IFE Rodrigo Morales Manzanares publicó recientemente como parte de la colección “Cuadernos para el Debate” del IFE una obra titulada El costo de la democracia. Elementos para una revisión integral. Su lectura es útil para conocer realmente qué tan caro es este sistema y ver cuáles condiciones servirían para abaratarlo. ¿Qué dice la obra? Frente a la percepción acerca de los costos de nuestra democracia, el autor propone analizar los montos a partir de tres ejes: En primer lugar desarrollar el peso específico del costo en las finanzas públicas y reconstruir el desarrollo de la relación entre el monto asignado al IFE para su operación y obligaciones constitucionales.
El segundo es considerar el tema de los ahorros posibles a partir de una estrategia basada en evitar las duplicidades y buscar la concurrencia con miras a fortalecer el desempeño institucional. Por último, discutir sin ambages las incomodidades que parecen subyacer a las críticas sobre lo “caro” que resultan los procesos electorales en México. Es decir, hablar sobre los orígenes de ese monto. El autor reconoce la complejidad de las relaciones entre el dinero privado y la política en las campañas y, tras repasar brevemente el debate, señala que predomina el financiamiento público para los partidos.
Esto implica que, sin conocer los porcentajes de financiamiento público y privado de cada país, no se puede hablar asertivamente de que una democracia sea más “cara” que otra de manera comparada. Otro tema que vale la pena mencionar es la forma en que ha disminuido el financiamiento para campañas electorales de 1997 a 2009. Con base en millones de pesos constantes de 2002, pasó de 1,721.4 a 602.4.
El autor señala también que gran parte de los costos son para sostener una estructura administrativa que cada vez adquiere mayores atribuciones: el IFE. Por otra parte también se menciona que esta institución ha sido cada vez más eficiente en las funciones que desempeña. Por ejemplo el gasto unitario por casilla instalada con precios constantes de 2001 descendió de 44,988.03 a 15,084.15 pesos. Por otra parte se señalan algunas áreas donde se podría eficientar el gasto: tratar de detectar oportunidades de ahorro y una revisión presupuestal poniendo el acento en análisis cuidadoso de atribuciones y funciones.
La obra cierra con la pregunta de si el problema es con el monto de dinero que se destina al funcionamiento de nuestra democracia o con los orígenes de ese monto. Algunas reflexiones Al hacer una reflexión sobre qué se debe entender por los costos del sistema electoral y de partidos, la obra es una aportación importante al debate. Además da pie a nuevas investigaciones y, sobre todo, nos puede permitir identificar mejor el malestar de la opinión pública y los verdaderos responsables. Hablemos de tres temas: la transparencia en el ejercicio de recursos, las estructuras administrativas y las condiciones de competencia. Si bien el problema del dinero en la política es complejo y va más allá del financiamiento de campañas (por ejemplo en el cabildeo), la mejor solución a la que se ha podido llegar es a generar condiciones de transparencia.
En el caso del financiamiento de los partidos la fiscalización se complica: no se consideran sujetos de interés público a nivel federal, por lo que su regulación en la materia depende del COFIPE (norma que, por cierto, ellos negocian y aprueban). Es decir, sus márgenes de discrecionalidad son amplios. Otro problema derivado del financiamiento es que la normatividad electoral, especialmente en materia de coaliciones, facilita la permanencia de partidos cuyo fin es sobrevivir para mantener sus recursos: a esto se le llama rentismo. ¿Se pude decretar una disminución a las prerrogativas de los partidos? La fórmula de asignación de recursos está plasmada en la Constitución Política. Su reforma necesitaría la aprobación de las dos terceras partes del Congreso de la Unión y la ratificación de la mitad más una de las legislaturas locales.
Es fantasioso suponer que los partidos reducirán su financiamiento si no son responsables electoralmente de cuanto hacen o dejan de hacer. Respecto a las estructuras administrativas, la reforma electoral de 2007 dotó al IFE de 53 nuevas funciones. Aunque ha sabido mejorar sus procesos y gastos, ¿es necesario que deba cumplir con tantas funciones? El problema de fondo es que las instituciones electorales se construyeron con base en la desconfianza, en un contexto donde era necesario contar con partidos que tuvieran mejores condiciones de competencia frente a una maquinaria hegemónica; y esto se refleja en el diseño de las organizaciones.
Por desgracia la confianza no se decreta, sino se construye a lo largo del tiempo – y esto es algo que no se puede lograr con legisladores cuya supervivencia política depende de cuanto puedan arreglar en el corto plazo, y a quienes no les afecta un bajo desempeño. Gracias a lo anterior la tendencia no es hacia la liberalización de las normas, sino a la sobrerregulación; tal y como se observó con la reforma de 2007. Este tipo de arreglos, al fomentar que las conductas a castigar se hagan cada vez más sofisticadas para no poder detectarse, llama a mayor regulación y a nuevas atribuciones al IFE. Todo lo anterior lleva a las condiciones de competencia. Si se tienen partidos que operan en la opacidad, que no rinden cuentas, que son dirigidos por unas cuantas cúpulas que controlan las candidaturas y cuya interacción es de corto plazo, significa que no sobrevivirían en una democracia competitiva donde la ciudadanía votase en base al desempeño.
De esa forma la propaganda electoral está encaminada hacia qué nos podría pasar si votamos por un candidato, en lugar de qué ha hecho por nosotros para que amerite o no permanecer en su puesto. Y este tipo de normas requieren más recursos que en el resto de las democracias. Quiero explicar esto con base en un principio de mercadotecnia. Cuando se lanza un producto al mercado, las campañas introductorias son costosas por la necesidad de posicionarse. Los gastos se concentran en exposición mediática y mensajes que capturen la atención. Una vez ganado el posicionamiento, las campañas subsecuentes son más baratas, basándose en la identificación entre los consumidores. Por ello se usarán frases que recurren a la familiaridad como, digamos, “fórmula mejorada”. Este principio se aplica para los gastos de campaña en una democracia orientada al voto retrospectivo.
Por ejemplo, si un diputado novato desea continuar con su carrera, debe posicionarse ante el electorado para ganar la identificación y apoyo necesarios para reelegirse. De esa forma presentará iniciativas e ingresará a las comisiones que correspondan a los intereses de su distrito, además de involucrarse en actividades de gestoría para dar resultados. Esto también aplica para otros funcionarios electos, como los alcaldes. Por lo tanto el actual sistema de acceso a medios es el resultado de la necesidad de realizar cientos de campañas introductorias. Tampoco los partidos sobrevivirían a campañas de contraste, toda vez que requieren de líderes que movilicen votos – y si ellos caen con mensajes negativos, se desploma el voto para la institución. De ahí la prohibición a las campañas de contraste.
Es decir, la actual estructura está hecha para que los partidos tengan las mejores condiciones de competencia acordes a su baja competitividad. Gracias a ello el incentivo es a sobrerregular la normatividad electoral y dotar de cada vez mayores atribuciones al IFE. Esto también genera descontento hacia los procedimientos representativos y podría llevar al desprestigio de la democracia en su conjunto. Lamentablemente no existen soluciones mágicas o inmediatas. Aunque lo más sensato debería ser la liberalización de las normas, probablemente en 2013 veremos más sobrerregulación hasta el absurdo. ¿Qué necesitamos? Mayor competitividad – y eso implica que, para empezar, tengamos el derecho de juzgar para premiar o castigar.
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