*MIGUEL BOÓ/ISRAEL EN POSITIVO.BLOGSPOT.COM
Recientemente, veintidós gallegos de todas las edades y profesiones, todos ellos miembros de la Asociación Gallega de Amistad con Israel, viajaron al país hebreo para conocer in situ qué había de mito y qué de realidad en todo lo que nos cuentan y en todo lo que nos dejan de contar los medios de comunicación occidental.
En el grupo había seis periodistas, dos médicos, tres empresarios, cinco estudiantes y dos enfermeras, de todas las ideologías políticas posibles; casi todos cristianos y algún ateo.
La Asociación de la que forman parte se fundó el 1ú de diciembre de 2006 y ya es una de las más activas de Galicia, donde han conseguido que su Parlamento Autonómico aprobara una moción en memoria del Holocausto, han llevado a conferenciantes israelíes como Yehoshúa, Perednik o Alona Fisher y han organizado un encuentro de autoridades de Israel en España con empresarios gallegos para preparar lo que será una cumbre bilateral de negocios.
Por si fuera poco, su presidente, Pedro Gómez Valadés, a quien su partido (los independentistas del Bloque Nacionalista Gallego) abrió un expediente de expulsión por ser amigo de Israel (sin embargo ponen a Irán como ejemplo de país a imitar), fue recibido por Dalia Itzik.
A la vuelta de tu viaje por Israel, la gente, en España, te pregunta si no te ha ocurrido nada, si no te has expuesto a peligros, si no has vivido riesgos innecesarios. Te preguntan si por la calle se nota la violencia, la guerra, los efectos del terrorismo. Si hay psicosis, si no se huele el mie-do, si nos han estado escoltando todo el tiempo, si he-mos podido visitar lo que quisimos o nos obligaron a hacer determinados itinerarios, si hemos podido salir por las noches, si hemos visto tanques en las calles.
Una experiencia única
Y cuando les respondes que no has tenido nunca sensación de peligro, ni de inseguridad, ni de riesgo, ni un poquito de miedo siquiera, los decepcionas. Y no digamos cuando les dices que aquello (Jerusalén sobre todo, pero también Galilea y los Lugares Santos de la vida de Jesús) estaba lleno de viejitos cristianos españoles encantados de la vida y ajenos a todos los prejuicios que, sobre Israel, Occidente crea y difunde.
Tal vez, también, porque en el subconsciente de muchos de esos integrantes de la tercera edad no existe un equivalente entre Israel y Tierra Santa. Para ellos Israel es un lugar en guerra y Tierra Santa es otro lugar donde nunca pasa nada ni puede pasar
Para nosotros, los que quisimos ir a Israel y no a Tierra Santa, nos encontramos con un país ejemplar y maravilloso en muchos sentidos. En un estado del tamaño de nuestra Galicia sin la provincia de Lugo, vivimos la experiencia única e insuperable de dejar nuestro pedido en el Muro de las Lamentaciones, de flotar en las aguas del Mar Muerto, pisar todos y cada uno de los lugares por los que transitó Cristo desde que nació hasta que fue crucificado y emocionarse en el Museo que recuerda el Holocausto de seis millones de judíos a manos de los nazis.
Arboles y telenovelas en la cuna del mundo
La expedición gallega, que incluso plantó un árbol, y así lo certifica un documento oficial del Keren Kayemet Leisrael, se fotografíó con las soldadas que pasean como civiles por las tranquilas calles de Jerusalén, departió con más de un israelí que conoce el castellano gracias a las telenovelas sudamericanas que allí triunfan, se remojó en el lugar del Jordán donde Juan Bautista bautizó a Jesús, ascendió a las alturas épicas de Masada donde los últimos judíos resistieron hasta el suicidio frente al sitio de los romanos, y atravesó el Mar de Galilea para subir a los Altos del Golán.
Con las banderas de Galicia e Israel en ristre, los viajeros sellamos nuestra amistad con ese pueblo trabajador y amante de la vida, comprobamos el milagro israelí de haber convertido el desierto en un vergel, y nos sentimos en todo momento seguros y emocionados de estar en la cuna del mundo. Lo que no es poco en un país amenazado diariamente por el terrorismo islamista que le niega su derecho a existir.
El mito de la miseria más triste del mundo
A la vuelta del viaje, muchos de mis amigos se quedaban con la boca abierta cuando les decía que en Belén o en Ramala o en cualquier sitio de Cisjordania la gente no vive en tiendas de campaña, sin agua, ni luz, con niños descalzos y letrinas comunales para hacer sus necesidades. El cliché de los medios de comunicación europeos en general y españoles en particular nos ha dibujado un escenario como el descrito, donde la población palestina siempre está al borde del colapso, de la muerte por hambruna y por falta de medicinas El cliché es el que se corresponde con el país más pobre del mundo; más que Rwanda, Guinea, Tanzania, Costa de Marfil, o incluso Haití o Bolivia.
Cuando les cuento que he visto ciudades sin tiendas de campaña y con edificios, con carreteras, escuelas, restaurantes, hospitales y que la gente tiene celulares y coches, y que los comercios están más surtidos que en La Habana, pues les cuesta creerme. Vale, que Gaza es otra cosa, pero tampoco es Mozambique, ni mucho menos.
Del miedo, al ejemplo
Los derechos humanos no existen en los territorios que controlan Hamás o Al Fatah, pero a los europeos nos pareció que a pesar de celebrarse sin libertades, ni derechos fundamentales, ni candidaturas de todas las tendencias; y a pesar de que no se considerarían válidas en ningún país occidental, las elecciones palestinas fueron democráticas. No importa que nunca homologaríamos algo así si tuviera lugar en Israel.
Es decir, si mañana, por ejemplo, la mayoría cualificada de los israelíes decidieran apoyar a un partido ultra nacionalista en cuyo programa figurara expulsar a todos los árabes de los territorios ocupados, entonces Europa pondría el grito en el cielo porque no lo consideraría democrático. (Ya no decimos ético, siquiera).
Está claro que los europeos usan dos varas de medir, según se trate de Israel o de sus enemigos.
Así que a los israelíes, de derechas y de izquierdas, les llevan todos los demonios que nosotros, los europeos, los expedidores de los auténticos certificados democráticos king size o extra luxury’, miremos con lupa todas sus acciones, pasemos por alto todos los abusos anti democráticos de los dirigentes palestinos y nos comportemos como si nos importara una higa que las mujeres palestinas vivan sojuzgadas mientras las cómicas españolas se iban a fotografiar con Arafat.
La paz es posible
Pero no solo los israelíes. Hay palestinos con nacionalidad israelí, como el comerciante Anuar S. o el taxista Ahmed J. nos dicen con la boca pequeña (y por separado) que ellos lo que quieren es que acabe la violencia, y que si participan en movilizaciones o actos de la intifada es porque si no serán represaliados por los islamistas. “Queremos trabajar y mejorar, y que nuestros hijos tengan futuro”’, dice Anuar, que bien podría ser habitante de Nazaret, donde árabes y judíos coexisten desde 1948. O de la laureada Nevé Shalom (Oasis de Paz), una villa cooperativista situada entre Jerusalén y Tel Aviv que visitamos para comprobar la ejemplar convivencia entre 50 familias, la mitad judíos y la otra palestinos, y de la que se han hecho lenguas desde Hillary Clinton al líder palestino Faisal al-Husseini, pasando por el Premio Nobel Elie Wiesel o el escritor marroquí Taher Ben Jalún.
El amor a la vida
Tan ejemplar como Nevé Shalom, pero en otro ámbito, fue que durante las décadas de los ’70, ’80 y ’90 ingresaran cada día en Israel 150.000 palestinos para trabajar. Naturalmente, Europa siempre exigió que Israel empleara mano de obra palestina, pero nunca pidió lo mismo de Jordania y Egipto, igualmente limítrofes con los palestinos, de quienes son hermanos de sangre y de religión. Eso sí, si les daban trabajo se criticaba a los judíos por tener colapsados en las colas fronterizas a los pobres palestinos, pero si no se lo daban, entonces Israel era un país sin entrañas.
Lejos de ser un país malvado, pudimos visitar el Hospital Hadassa, donde los médicos tratan por igual a víctimas y a verdugos. A personas heridas en un atentado y al terrorista que las atacó. Fue así como supimos que para un israelí, o al menos para un judío, lo importante es, siempre, la vida. Porque salvar una vida es salvar al mundo.
Y nos impresionó, vaya si no, lo que está haciendo la red de voluntarios más grande de Israel en cuestión de servicios de asistencia y cuidados en el hogar, a través de Yad Sará. Impresionante. Una institución que no recibe ayuda del Estado y que le ahorra 300 millones de dólares en costes de internamiento hospitalario y cuidados intensivos.
Así que, visto lo visto y vivido lo vivido, uno se vuelve con la sensación de que acaba de conocer de primera mano todo lo que nunca le contaron sobre Israel y ni siquiera se podía imaginar.
*El autor es licenciado en Ciencias de la Información (Periodismo) por la Universidad de Navarra (1978) y está haciendo un doctorado en Ciencias de la Información en las Universidades Complutense (Madrid) y de Vigo.
Fue redactor y director en medios de prensa, escribió numerosos artículos y varios libros. Últimamente se publicaron sus obras “La Correspondencia Gallega”, “El desastre del ’98”’ y “Abreviatura”’.
Es uno de los fundadores y primer secretario general de la Asociación Gallega de Amistad con Israel.
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