EL PAIS /
En los próximos meses, varias graves crisis económicas y políticas regionales podrían combinarse en un tremendo punto de inflexión que alimente una intensa conmoción mundial. Durante el verano, la perspectiva de un azaroso otoño ha pasado a ser aún más probable.
Suenan tambores de guerra aún más ruidosos en Oriente Próximo. Nadie puede predecir la dirección en la que el presidente y la mayoría parlamentaria de los islamistas suníes enEgipto orientarán el país, pero una cosa está clara: los islamistas suníes están modificando decisivamente la política de la región. Esa realineación regional no tiene por qué ser necesariamente antioccidental, pero lo será sin lugar a dudas, si Israel y Estados Unidos, o los dos, atacan a Irán militarmente.
Entretanto, la guerra civil arrecia en Siria, acompañada de una catástrofe humanitaria. Desde luego, el régimen del presidente Bashar el Asad no sobrevivirá, pero está decidido a luchar hasta el final. La balcanización de Siria entre los diversos grupos étnicos y religiosos del país es un resultado claramente predecible. De hecho, ya no se puede excluir una situación parecida a la de Bosnia, mientras que la perspectiva de que el Gobierno sirio pierda el control de sus armas químicas plantea una amenaza inmediata de intervención militar por parte de Turquía, Israel o EE UU.
Además, la guerra civil siria se ha convertido en una batalla declarada abiertamente por la hegemonía regional entre Irán, por un lado, y Arabía Saudí, Catar, Turquía y EE UU, por otro. Israel, que se mantiene al margen de esa coalición árabo-occidental, juega sus cartas sin mostrarlas.
Por su parte, Irán ha declarado a Siria aliada indispensable y está decidido a impedir por todos los medios ahí un cambio de régimen. ¿Quiere decir eso que las milicias de Hezbolá en el vecino Líbano se verán directamente implicadas ahora en la guerra civil de Siria? ¿Reavivaría esa intervención la larga guerra civil del Líbano de los decenios de 1970 y 1980? ¿Se cierne sobre Oriente Próximo la amenaza de una nueva guerra árabo-israelí? Y, a medida que los kurdos dentro y fuera de Siria adoptan una actitud más enérgica, Turquía, con su numerosa —y durante mucho tiempo inquieta— población kurda, está mostrándose cada vez más inquieta también.
Al mismo tiempo, la lucha regional que actualmente se da en Siria está enredándose cada vez más con la otra procedencia de los tambores de guerra: el programa nuclear del Irán. De hecho, paralelamente al drama sirio, la retórica en la confrontación entre Israel e Irán sobre dicho programa ha adquirido un dramatismo más áspero.
Los dos bandos han maniobrado hasta meterse en un callejón sin salida. Si Irán cede y accede a una solución diplomática sostenible, el régimen sufrirá una grave humillación respecto de un asunto interno decisivo, lo que pondría en peligro su legitimidad y supervivencia. Desde el punto de vista del régimen, el legado de la revolución islámica de 1979 está en juego, pero las sanciones internacionales están haciéndole mella e Irán corre el riesgo de perder a Siria. Todo indica la necesidad de éxito —ahora más que nunca— por parte del régimen respecto de su programa nuclear.
De forma semejante, el Gobierno de Israel se ha metido en su propia trampa política interna. El primer ministro, Benjamin Netanyahu, y el ministro de Defensa, Ehud Barak, no pueden aceptar un Irán con armas nucleares. No temen un ataque nuclear contra Israel, sino una carrera de armamentos nucleares en la región y un cambio espectacular del poder con desventaja para Israel. Desde su punto de vista, Israel debe convencer a EE UU para que ataque a Irán y sus instalaciones nucleares o correr el riesgo máximo de utilizar sus propias fuerzas militares para hacerlo.
Ambos bandos han reducido sus opciones en gran medida, lo que limita la posibilidad de un acuerdo diplomático, y eso significa que los dos han dejado de meditar bien en las consecuencias de sus acciones.
Por todos lados se habla de una “opción militar”, que significa ataques aéreos, pero, mientras que sus partidarios hablan de una “operación quirúrgica” limitada, a lo que de verdad se refieren es al estallido de dos guerras: una, aérea, dirigida por EE UU e Israel, y otra, asimétrica, dirigida por Irán y sus aliados.
¿Y si esa “opción militar” fracasa? ¿Y si Irán llega a ser una potencia nuclear, quedan barridos los movimientos democráticos de la región por una ola de solidaridad islámica antioccidental y resulta aún más reforzado el régimen iraní?
Evidentemente, Irán tampoco ha meditado bien su posición hasta su conclusión lógica ¿Qué podría ganar con su condición de potencia nuclear, si es a costa del aislamiento regional y duras sanciones de las Naciones Unidas en un futuro previsible? ¿Y si desencadena una carrera regional de armamentos nucleares?
Una guerra en el golfo Pérsico, que sigue siendo la gasolinera del mundo, afectaría a las exportaciones de petróleo durante un tiempo y los precios de la energía se pondrían por las nubes, con lo que asestarían un golpe severo a la economía mundial, que está tambaleándose al borde de la recesión.
China, que ya tiene problemas económicos, sería la más gravemente afectada, junto con toda el Asia oriental. Como EE UU está también económicamente debilitado y afronta unas elecciones presidenciales, su capacidad de dirección quedaría gravemente constreñida. ¿Y podría una Europa debilitada afrontar una crisis del petróleo? Una crisis de la seguridad regional y mundial causada por una guerra asimétrica podría contribuir aún más a los problemas de la economía mundial, con lo que las exportaciones se desplomarían aún más.
Respice finem! (“¡Piénsese en el final!”), decían los romanos. Los dirigentes del mundo deberían tomarse muy en serio esa sabiduría intemporal, que es doblemente aplicable a los europeos. Sería absurdo que tuviéramos que sufrir de nuevo una catástrofe real para entender en qué ha consistido siempre la integración europea.
Joschka Fischer, ex ministro de Asuntos Exteriores y ex Vicecanciller de Alemania de 1998 a 2005, fue un dirigente del Partido Verde alemán durante casi veinte años.
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