LEON KRAUZE/ EDUCACIONCONTRACORRIENTE.ORG
Se acabó el suspenso. La decisión del Tribunal Electoral le ha dado luz verde a la Presidencia de Enrique Peña Nieto. El PRI regresará a Los Pinos y la sociedad mexicana entera (comenzando por las corrientes de oposición, en particular la izquierda) tendrá la obligación de poner al nuevo presidente, su equipo y sus propuestas, bajo el más riguroso microscopio. En México, la mecha de la indignación es corta… y debe seguirlo siendo. Es imposible exagerar el riesgo de que el PRI incurra una vez más en sus viejos, prehistóricos, abusos y costumbres. El ogro tendrá que demostrar que ha aprendido a embridar sus peores pasiones. Si, en un acto suicida, opta por lo contrario, la opinión pública deberá usar las herramientas de la democracia —que no son pocas ni ineficaces, aunque algunos quieran creer lo contrario— para ponerle los más severos límites. El PRI podrá haber ganado la Presidencia, pero está muy lejos de ganarse la redención histórica.
Pero así como el PRI tendrá que definir hacia dónde pretende caminar ahora que ha vuelto al poder, las otras fuerzas políticas están obligadas a hacer lo propio. El desenlace de 2012, por ejemplo, lleva al PRD y a esa caótica coalición de fuerzas que forman la izquierda mexicana al momento de la verdad. Durante seis años la izquierda postergó su encuentro con el espejo. Con el pretexto de una supuesta simbiosis, las distintas fuerzas progresistas evitaron una separación que, para muchos, no solo era impostergable sino necesaria. Durante el sexenio que termina, el famoso divorcio de las distintas fracciones perredistas se volvió un lugar común: “son como un matrimonio que ya duerme en camas separadas”, les oí decir muchas veces a colegas analistas. “Tarde o temprano se van a divorciar”. Como sabemos, el matrimonio de izquierda aguantó, sin mayores muestras de factura, seis años. Pero ello no implica que aquel lugar común no tuviera mucho de cierto.
En los últimos años he tenido la oportunidad de hablar, en público y en privado, con muchos hombres y mujeres de izquierda. He podido escucharlos y verlos, “on y off the record”, en casi todas las circunstancias imaginables. Y lo cierto es que las diferencias dentro de la izquierda son enormes. Sin revelar nombres ni detalles, puedo compartir que fui testigo del hartazgo, molestia e incluso desesperación que el cacicazgo lopezobradorista provocaba en muchas voces admirables de la izquierda mexicana. Yo los vi dar golpes en la mesa, los escuché alzar la voz. Nadie me lo cuenta.
Para los hombres y mujeres de izquierda que han querido distanciarse de López Obrador, el momento finalmente ha llegado. No se trata de abandonar los ideales de la izquierda. Mucho menos de refugiarse en la abstracción de los adjetivos fáciles. No hay que etiquetarse de “moderno” o de “vanguardia”. Se trata, en cambio, de poner un hasta aquí, de trazar una línea en el camino para tratar de construir un discurso que apele a millones de votantes que comulgan con la agenda social progresista, creen en la importancia capital de la reducción de la desigualdad y la pobreza (por las mejores vías, no el asistencialismo que muchas veces las perpetúa) y se ilusionan con un México libre de ataduras anacrónicas (como si hubiera otras…).
Marcelo Ebrard debe poner el ejemplo. Pero no debe ser, ni de lejos, el único. Hay muchos otros que han resistido años de silencio, supeditados al proyecto personalista de un líder, de un caudillo. Hoy, el hombre que ha encabezado durante una década ese proyecto debe dejar su sitio a la siguiente generación. Si se niega a hacerlo, sus discípulos tendrían que darle la espalda, echarse al hombro lo suyo y animarse a comenzar una nueva senda. Lo merecen ellos y lo merecemos nosotros.
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