La memoria de México

REVISTA Ñ/CLARÍN.COM

Invitada a la próxima edición del Filba, la autora mexicana Margo Glantz recibió a Ñ en su casa del D.F. para mantener un diálogo íntimo sobre sus viajes, sus recuerdos de la cultura argentina y de escritores como Manuel Puig, su relación con las jóvenes generaciones y su cuenta de Twitter.

En Las genealogías (Bajolaluna), su libro de memoria familiar, Margo Glantz le pregunta a su padre: “¿Qué recuerdas de Odesa?” El padre responde: “Ah, de Odesa, recuerdo mucho, todo; si me preguntas, voy a recordar…” Ahora yo le pregunto a ella, qué recuerda de su propia Odesa en el centro de la ciudad de México, qué recuerda de sus viajes, del primero y del último, el de hace unos días, cuando fue a China con una de sus hijas y sus nietos: “Quise regalarles memoria”, dice.

¿Cuál fue el primer viaje? ¿A dónde fue?

A Veracruz, con mi padre. Tenía trece años. Fue la primera vez que vi el mar…

Responde pausada, acomodando imágenes: el mar, el cielo, el camino, el vestidito azul lleno de caracolas que llevaba “acorde con el mar”, el padre que se me mete al agua. Ella lo ve desde la playa. El padre tan blanco, tan blanco. El padre insolado. La niña de trece años, el mar por primera vez, el primer viaje, un viaje que será infinito. La niña que lee, que viaja y que lee. La memoria.

Margo Glantz, escritora, periodista, académica y viajera (insiste en poner viajera en sus biografías), acaba de llegar de China. “Mis nietos cumplían años, y quise regalarles memoria”. Regalar memoria. Margo Glantz, en actividad constante, antes de viajar a Buenos Aires, publica Coronada de moscas (Sexto Piso), un libro de viajes a la India con fotografías de Alina López Cámara, en el que vuelve al juego de la mirada y la memoria, la complicidad y la sorpresa, o como ella misma lo dice “el horror y la maravilla”.

Un libro lleno de detalles, fragmentado y disperso, fiel a su estilo: mendigos, suicidas, leprosos, bellezas, colores, joyas, arte, basura, crematorios, mutilados, trajes, trenes, idiomas, religiones, lugares sagrados y palacios iluminados “como castillo de Walt Disney”, y el olor de las especias y el cilantro, y el alcanfor. El olor de la mierda y el curry. Margo Glantz viaja con libros; lee El olor de la India de Pasolini, A Passage to India de Forster. Calasso, a Baudelaire, Agatha Christie y la edición local de Vogue. Reflexiona sobre Octavio Paz, informa sobre Freddie Mercury, cuenta de Zubin Mehta.

Pasolini escribió que en la India la vida tiene los caracteres de la insoportabilidad.

A la India la soportaba, la odiaba y la adoraba, si no, no hubiera vuelto. Es un país que no te permite estar en el horror perpetuo, aunque el horror es muy vigente e inmediato, a veces no te deja respirar, pero siempre hay algo que lo mitiga. Siempre hay algo que es bello, la gente, el ropaje, los monumentos, ciertas costumbres son preciosas y otras son abominables. Siempre estás al filo de la navaja. La India es un país horrendo y maravilloso. México es un país con una pobreza extrema, hay limosneros por todos lados, pero la habitual forma de vida de los indios, lo hace más impactante. Es un país donde la intemperie es fundamental. La gente vive en la calle, en las carreteras.

¿Desde dónde mira cuando viaja?

Soy muy mexicana, y judía.

¿Entonces viaja por el mundo con esa mirada tan especial?

Así es. Una mirada mexicana, pero atravesada por lo judío, una mirada que tiene que ver con Europa en todo nivel, el color de piel, la comida, mi padre nunca comió chile, una comida y una lengua mediatizada. Mi relación con México es tardía, porque empecé a estudiar literatura inglesa. A la mexicana la estudié mucho después. A Rulfo, a Rosario Castellanos los leí en París, a la par que a Stendhal.

La referencia a México en sus libros es constante…

…porque somos como los cronistas de las Conquistas, que trataban de buscar cosas que ya conocían para contar.

¿Estas referencias para quiénes son? ¿Para la escritora, para los lectores?

Escribo para los otros. Cuando vuelvo de los viajes, necesito ordenar mis diarios de alguna manera comprensible. Empiezo a construir a partir de una frase, y llego a lugares que no me imaginaba que podía llegar. Empiezo a asociar, y llego a otro lado. Escribo para mis lectores en el periódico, pero también para mis lectores en libros, pero sobre todo lo hago para aclararme a mí misma. Decía Monsiváis que nunca se piensa mejor que cuando se escribe.

¿Cómo es la escritura durante el viaje?

Cuando viajo tomo notas en pequeñas libretas. Llego a un lugar y escribo. No llevo cámaras, a diferencia de otros que llegan y antes de ver, ya están fotografiando.

No es una cronista al uso…

Nunca manejo el acercamiento a los viajes como si fuera una guía Michelin, ni de manera aristotélica, causa-efecto, ni cronológica, si no que todo va teniendo su sentido de otra manera, sin esa concatenación de hechos y de tiempo.

El caos del lugar, pero también la fragmentación de su estilo.

Sí, y además empiezo a integrar lecturas que complementan la visión del turista, que es superficial, pero a la vez impactante. Es importante afianzar esa mirada con lecturas, así sean cultas como populares.

¿Tiene el fetiche de las libretas de viajero?

No, sólo me importa que sean pequeñas y quepan en la bolsa. A veces llevo las japonesas Muji, pero a China llevé varias libretas de colores muy brillantes que compré en el Guggenheim de Bilbao. La gente me mira raro, porque no llevo cámara.

Dice que está escribiendo, desde hace muchos años, un extenso libro de viaje. Que incluye sus viajes de juventud y el último a China. El primero, ya lo dijimos, fue a Veracruz, con su padre. El mar por primera vez. El siguiente fue a París y a Oriente Medio, con su primer marido. Divorcio y viaje, otra vez con su papá, que la llevó a Nueva York con la secreta intención de que se casara con el hijo de un judío muy rico: “Tenía una colección de pintura extraordinaria, varios Chagall, Matisse, pero yo le interesaba más al padre que al hijo”.

El primer viaje sola fue a Estados Unidos. Empezó a dar clases en California. Eran los años 60, pleno hippismo. “Fue una vida intensa, íbamos mucho a bares, a festivales, seguíamos a The Mama’s and the Papa’s. Nunca me dio por ser hippie, pero estaba rodeada de ellos. Una vez traje a unos amigos a mi casa, y yo tenía que lavarles el pelo”. Nueva York, París, Londres, Buenos Aires y un largo etcétera de viajes por temporadas cortas o largas, pero de los que siempre regresaba a México.

¿Cómo era el México de los años 60?

También había cundido el hippismo, y ya no se bailaba danzón: se bailaba rock. Haz el amor y no la guerra. Yo creo que había mucha marihuana. Intenté fumar, pero no sabía cómo inhalar, así que no me sirvió de nada; alguna vez quise probarla en brownies, pero no me hizo mucho efecto. Nunca aprendí. Además, con una Coca-Cola ya me emborrachaba, para qué iba a tomar drogas.

¿Y qué pasó con eso en el 68, con la matanza de Tlatelolco?

Hasta entonces México era un país idílico, la vida era barata, la ciudad más pequeña y llena de actividades, la UNAM ocupaba el centro de la vida cultural, la Zona Rosa estaba llena de restaurantes y librerías donde encontrabas revistas, periódicos y literatura de Europa y Argentina, el teatro era importantísimo. Y ahí estaban Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Vicente Rojo, incluso Juan Rulfo. Había gran cohesión en la cultura, no como ahora, que es tajante la división. Yo entonces escribía sobre teatro, escribía ensayos para la universidad, pero no escribía ficción. Dirigí durante unos años un centro mexicano-israelí, que tuvo mucho éxito.

¿Escribía diarios personales?

Sí, y ahí los tengo, pero me da mucha flojera leerlos. Mi letra es ilegible. Cuando intento pasarlos, los dejo a los cinco minutos.

Siempre leía. La niña que vio el mar por primera vez a los trece años ya había leído a Julio Verne, a Alejandro Dumas. “Aprendí a leer sin darme cuenta, como quien ve llover”, cuenta. A los dieciséis años ya había leído a Faulkner, Kafka traducido por Borges, Thomas Mann, Proust, libros que llegaban gracias a la biblioteca circulante de una asociación sionista de izquierda.

Margo Glantz nació en el centro del DF, en los alrededores del Convento San José, donde quedan muy pocos rastros de esa vida judía de los años 30, hoy tomada por productos chinos y un mercado que resiste y se adapta a la eterna metamorfosis chilanga. Los padres llegaron a Cuba de Ucrania. Sólo tenían diez dólares y empezaron a buscarse la vida. “Aquí había un grupo de judíos que ya tenían un formato de vida interesante, de día buscaban la comida, de noche la cultura”.

Margo recuerda el pasado como se recuerdan los viajes: “Mi padre, poeta, tenía una biblioteca dispersa y muy grande, y estábamos suscritos a La Nación y a las revistas Sur, Billiken y Para Ti. Entonces yo conocía más de San Martín que de Hidalgo. Le decía a mi madre que quería que me hicieran los vestidos como los de la Para Ti. Pero quedaban horribles”. Todo lo cuenta en Las genealogías . El libro, cuenta, “nace un día que fuimos a enterrar a un primo mío al que le habían dado un balazo en la cabeza, y con mi madre recordamos cuando mi padre sufrió un atentado fascista en el 39, cuando lo quisieron linchar. Fue un acontecimiento brutal en mi familia y en toda la comunidad judía. Había nazis en México, Mi padre era conocido y además se parecía mucho a Trotsky. Yo escribí un texto recordando esto, y entonces decidí reunirme con mis padres y entrevistarlos sobre sus vidas, sobre todo antes de México, época de la que no conocía nada. Era algo tan cercano pero a la vez lejano, otro país, otro idioma, otras comidas”.

Sus padres son grandes personajes de cualquier novela, o de la suya al menos. El padre, vendedor de pan, dentista, pintor, escultor, llegó a ser un poeta judío muy conocido en el mundo de habla yiddish de la época. Como los inmigrantes, tuvo muchos oficios y amigos como Diego Rivera, Eisenstein, Maiakovski, Siqueiros, y del mismo Chagall, en México, y en Nueva York del poeta Leivik y de Bashevis Singer.

¿Qué es –en definitiva– una autobiografía, si no un viaje al centro de la propia historia? Acaso lo contrario a lo que ella misma cita: “Los judíos –dice Bashevis Singer– no registran su historia, carecen de sentido cronológico. Parece como si, instintivamente, supieran que el tiempo y el espacio son mera ilusión”.

¿Cómo ha sido su relación con Argentina?

Tengo una hija argentina. Me casé con un argentino, un matrimonio desastroso, como todos los matrimonios. Pero siempre tuve el virus de lo argentino. Mi relación con el país empezó con las revistas y los libros que llegaban. Luego me hice amigos de aquí y Francia, entre críticos, académicos, escritores, periodistas, exiliados en México. Después me hice amiga de Manuel Puig y cuando leía Boquitas pintadas me acordaba mucho de la Para Ti. Conocí a María Elena Walsh en París; a Piazzolla, Paco Urondo, Rodolfo Walsh en Buenos Aires… Hoy tengo muchísimos amigos argentinos. Pero nunca entendí a la Argentina. ¿Qué le pasa? Yo tenía una amiga que era antiperonista, ahora es peronista. No entiendo.

Hablamos de los viajes, de la familia, y ¿dónde han quedado sus especialidades académicas como Sor Juana o la Malinche?

Yo digo que he sido la gigoló de Sor Juana, porque he vivido mucho de ella. Pero ya está, son etapas que voy dejando atrás, como el tema de la Malinche. De ella me interesaba el tema del cuerpo, su sexualidad, su lengua, porque es la intérprete de los indios y los españoles, la cuestión de la sinécdoque, que es tan importante…

Obsesiones académicas…
Me interesa mucho el cuerpo, los ojos, los senos, los pies. Llevo tiempo escribiendo un libro sobre los dientes, y ahora voy a tener que escribir sobre la nariz, mi nariz rota y sangrante. Y el pelo, escribí como dos años sobre el pelo, hasta que el director del periódico me dijo basta de pelos, y publiqué De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos , un buen libro que no se consigue.

Estos temas parecen más frecuentados hoy en día por varios escritores.

Ahora todos escriben de pelos, pero yo fui la primera. Mi amiga Matilde Sánchez está escribiendo sobre peluquerías; otro amigo, Alan Pauls, escribió sobre eso también…

¿Es caótica para escribir?

Ramifico mucho, y soy muy asociativa, y las asociaciones me llevan mucho más lejos de lo que quisiera. Pero cuando me doy cuenta ya estoy asociando cosas que no tienen nada que ver, y a veces no sé cómo regresar.

…cuando navega en Internet se debe perder por completo…

No navego mucho en Internet. Soy twittera y me divierte porque puedes hacer epigramas y aforismos. Tengo 7 mil seguidores, pero otros tienen más. Soy muy envidiosa, quiero más.

¿Guarda los twitts que escribe? ¿Son como un diario?

Los voy guardando en un archivo que se llama “Moscas”, y vamos a ver con el tiempo qué sale. Cuando estaba en Londres de agregada cultural, quería hacer una telexnovela, porque en aquella época no había más que telex, y como me aburría mucho, enviaba oficios burocráticos imitando a Onetti, a Borges y a Cortázar. Tenía correspondencia con un diplomático irlandés y nos escribíamos en ese pastiche. Muy divertido.

¿Twitter le ha creado nuevas relaciones con los lectores?

Sí, pero algunas idiotísimas, que toman al pie de la letra todo lo que escribo. No entienden nada la ironía.

Siempre se la ve rodeada de jóvenes.

Me siento más cómoda con la gente joven.

¿Cómo es su relación con amigos como Sergio Pitol o Mario Bellatin?

Mi relación con Pitol es muy importante, de las más importantes que tengo, pero ahora no podemos hablar mucho porque él está un poco enfermo. Y Mario es como un relevo en algunas cosas. Con él tenemos una relación muy importante, tanto en lo afectivo como en lo literario. Nos comunicamos muchísimo por lo que hacemos, por lo que escribimos y por lo que leemos. Viajamos juntos, salimos mucho.

Una vez fueron juntos a ver a Marilyn Manson…

El me llevó pensando que yo no sabía quién era, pero sí que sabía… Tenemos un humor parecido, bastante negro, y nos tenemos un afecto enorme. A lo mejor me ve como madre o hermana putativa, yo qué sé, y yo lo quiero como amigo, como hermano… pero como hijo, no. Aunque me preocupa que se enferme, lo cuido, lo regaño…

¿Como buena madre judía?

Es que soy la más vieja de todos. Ojalá no fuera yo, pero esto me tocó.

Por ser mexicana y escritora, pensé que a los 80 años iba a ser más solemne…

No soy nada solemne, por eso alguna gente no me toma en serio.

¿Quiénes?

Algunos imbéciles.

¿Se siente reconocida?

A veces me siento más reconocida en la Argentina que en México. Pero aquí me han dado el Premio Rulfo, uno de los más importantes. También han publicado mi Obra Reunida. Soy reconocida y a la vez no. Las editoriales me publican pero me esconden.

Margo Glantz sirve el café en su casa blanca de Coyoacán. Hoy no habrá fotos, y no por el horror de los judíos a las imágenes de lo que habla en alguno de sus libros, sino por pura vanidad de señora. Resulta que un par de días antes se cayó en el mercado. Lo contó en Twitter: “Me caí ayer, me fracturé la nariz y estoy hecha un adefesio, parezco el fauno del laberinto”, y al rato, exagera: “Estoy amoratada, roja, verde, azul, hinchada, no puedo respirar ni ver bien pero estoy a todo dar”. Suena el teléfono (“estoy bien, pero estaré mejor en 15 años en la tumba”, le dice a alguien), ladra la perra, que entra y sale a las corridas. Me cuenta que tuvo que cancelar un viaje a Colombia, “qué sentido tiene dar una conferencia con esta cara, ¿en qué se fijaría la gente? Además, el médico me dijo que no viajara”. Pero estará pronto en Buenos Aires, aunque sea con algunos moretones. Margo Glantz, más allá de los 80, más viajera y escritora que nunca. Regalando memoria de todos los viajes, de toda la vida.

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