MANUEL CRUZ/EL PAÍS
En nuestra sociedad, cuando uno es requerido a hablar del amor, se diría que resulta poco menos que obligado hacerlo en términos elogiosos, cuando no abiertamente entusiastas. Parece como si constituyera una contradicción conceptual (que colocaría además en el lugar de un antipático aguafiestas al que se atreviera a sostenerla) referirse a dicho sentimiento de manera crítica, señalando sus limitaciones, sus contradicciones y ya no digamos la función oscurecedora o directamente engañosa que a menudo cumple la apelación a lo amoroso en el mundo actual. No resulta difícil comprender tan generalizada prevención: ¿cómo hablar en clave negativa de una de las experiencias que mejor ha representado en nuestra cultura el ideal de felicidad, con la que incluso se ha asociado en múltiples ocasiones a la misma bondad?
Pero de una tal constatación cabe extraer conclusiones de diverso tipo. Una, que puede contar sin duda con buenas razones a su favor, es la de que la consideración inequívocamente positiva del amor constituye una de las columnas básicas sobre las que se sostiene la visión del mundo hegemónica en nuestra sociedad. Cumple dicha función precisamente porque se imbrica con un conjunto de convencimientos fuertemente arraigados en la mente de los individuos, de manera que mucha gente barrunta o intuye que cuestionar la importancia de aquél arrastraría en su caída a éstos, dejándonos en una situación de incertidumbre y desamparo extremos. Además, cabría añadir en nombre de un presunto sentido común bastante extendido, ¿para qué tocar aquello que funciona? ¿No parece mayoritariamente aceptado que un gran amor constituye el ideal de la plenitud de sentido para una vida? ¿O que, entretanto éste no se alcanza, los diversos grados de la felicidad o el bienestar imaginables vienen indisolublemente ligados a una proporcional presencia de lo amoroso? Dicho de una forma extremadamente simplificadora, por la que me disculpo de antemano, ¿acaso alguien, cuando fantasea unas maravillosas vacaciones, se representa unos días en un paraje idílico, pero en estricta y rigurosa soledad?
Sin embargo, la conclusión anterior no es la única, como ya anticipábamos. A partir de idénticas premisas, también los ha habido que han extraído una conclusión, de signo bien distinto, acerca de la urgente necesidad de combatir la forma dominante de entender el amor a la que nos venimos refiriendo. En efecto, lo arraigado y difundido de la misma, lejos de constituir un argumento incontestable para aceptarla, estaría informando precisamente de la gravedad de nuestra situación. Porque si un tal amor no pasa de ser, como así mismo se ha dicho más de una vez, una variante particular de imbecilidad transitoria, su abrumadora generalización no resultaría un argumento en contra sino a favor de la necesidad de combatir decididamente lo que en última instancia no habría resultado ser otra cosa que una formidable arma de idiotización masiva.
Acerca de la primera conclusión no hay mucho que añadir. Para ella el amor ya está bien como está o, lo que viene a ser lo mismo, alcanzarlo representa una aspiración válida cuando no directamente deseable como horizonte regulador para nuestras vidas. La segunda, en cambio, en la medida en que impugna el imaginario colectivo dominante en uno de sus aspectos vertebrales, implica toda una invitación no sólo a la crítica, sino también a la elaboración de una alternativa existencial adecuada (excepto para quienes pudieran considerar que vivir sin amor ya constituye, por sí sola, la alternativa).
¿De qué rasgos, según esto, debería desprenderse nuestra idea de amor para empezar a resultar, como mínimo, aceptable? ¿Qué nuevas determinaciones debería asumir para que empezara a abandonar su condición de intolerable espejismo engañoso? Para algunos, que dicen saber de la cosa, el hecho de que la beatitud alcanzada por los enamorados sea, de acuerdo con la estadística y el cálculo de probabilidades, perecedera y volátil, pero que, a pesar de tan abrumadora evidencia, sea considerada por sus protagonistas como imperecedera y eterna representa la prueba más concluyente de hasta qué punto el amor constituye el territorio privilegiado de la estupidez humana.
Siguiendo con el razonamiento, una perspectiva adecuada (¿o deberíamos decir, directamente, postmoderna?) del amor sería aquella en la que los amantes asumieran sin conflicto ni desgarro alguno la condición efímera de su pasión, abandonando tópicos que corresponderían a una concepción anacrónica de la misma, como el tópico de la irrepetibilidad de la persona amada (canónicamente expresada en el verso nerudiano “a nadie te pareces desde que yo te amo”). En su lugar, lo procedente sería interiorizar sin complejos (sobre todo de culpa) la actitud descrita por la cantautora británica Adele en su éxito Someone like you, en el que, dirigiéndose a un antiguo amante, le manifiesta su convencimiento de que encontrara a alguien que ocupe su lugar, esto es, alguien en cierto sentido intercambiable. No puede decirse que en esta perspectiva se esté renunciando por completo a la idea del amor, sino más bien que se la está adaptando convenientemente a la liquidez de los tiempos. Hasta el punto de que uno de estos enamorados de nuevo cuño podría hacer suya la vieja retórica amorosa, sólo que introduciendo un pequeño matiz diferencial, y afirmar “uno se enamora una sola vez en la vida, sólo que de diferentes personas”. En el fondo, a poco que se piense, la expuesta resulta una actitud bastante acorde con la época que nos ha tocado vivir. En efecto, ¿cómo creer, en tiempos de disolución del sujeto, que una determinada persona, y sólo ella, está predestinada a ser el hombre o la mujer de nuestra entera vida?
Aunque tal vez, pensándolo mejor, el problema no sea tanto de la otra persona como de uno mismo. Encuentro en el libro de Miquel Bassols Tu yo no es tuyo una frase del escritor Julián Ríos que tal vez proporcione la clave de la dificultad. Frente a la máxima bíblica “yo soy el que soy”, acaso lo único que en el presente podamos afirmar acerca de nosotros mismos sea “yo soy el que es hoy”. Escaso bagaje, ciertamente, para andar en búsqueda de un otro del que es de suponer que no estamos en condiciones de esperar mayor entidad que la nuestra, tan liviana ella. Probablemente la única pregunta posible, llegados a tal punto, sea la siguiente: ¿consideramos que éste es un lugar para quedarse a vivir?
Porque la propia Adele —a la que alguno opinará que estoy citando como si se tratara del mismísimo Hegel: secuelas del verano, que reblandece las neuronas— señala en otros pasajes de su canción algo particularmente relevante. Encontraré a alguien como tú, proclama, pero eso significa que ese amor perdido ha pasado a convertirse en un punto de referencia y, curioso, no sirve de consuelo para el espíritu ni de bálsamo para el corazón pensar que esa persona ya no es ahora la que uno amó tiempo atrás y ha pasado a ser otra distinta (tan volátil como uno mismo). Acaso esté revelando algo mucho más importante que una mera debilidad el hecho de que cuando se pierde a la persona amada —a ese hombre o a esa mujer que pudieron llegar a ser percibidos en un determinado momento como un auténtico destino— luego ya sólo queda o darse por muerto en vida o añorarla para los restos, y errar como alma en pena, buscándola, en vano, en otras personas.
Muy probablemente lo que todo lo anterior esté mostrando es que en materia amorosa no hemos conseguido escapar de los territorios del posibilismo, más allá de unos cuantos aditamentos ocasionales. Me atrevería a afirmar, con escaso temor a equivocarme, que si hiciéramos una encuesta preguntando a la gente acerca de su opinión sobre ese tópico ideal de relación amorosa en el que una persona colma por completo y para siempre las expectativas de todo orden que cualquiera pudiera plantearse, la inmensa mayoría declararía su radical escepticismo respecto a la probabilidad de dar con dicha persona. Pero si, pertinaces, perseveráramos en la pregunta inicial añadiéndole la puntualización: “en el caso de que Vd. tuviera la insólita fortuna de encontrarla, ¿suscribiría el modelo heredado de relación amorosa?”, albergo pocas dudas de que la inmensa mayoría respondería afirmativamente. Lo cual, por si no ha quedado claro, en modo alguno pretende constituir un elogio indirecto de dicho modelo, sino una constatación de nuestra incapacidad —hasta el momento— para elaborar otro mejor.
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