DIARIO DE BURGOS.ES
Friedhelm Burbach nunca se sentó en el banquillo del gran Juicio de Núremberg, a pesar de que su nombre estaba en la lista de los principales dirigentes del nazismo que tras la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial fueron buscados para ser juzgados por sus terribles crímenes contra la Humanidad. Burbach fue uno de los muchos jerarcas que, algunos huidos y escondidos con mucha fortuna, otros amparados por diversos gobiernos, no resultaron capturados y conducidos al estrado del proceso judicial más importante del siglo XX.
En aquellos días de 1945 y 1946 en que nazis como Goering, Rudolf Hess o Von Ribbentrop eran condenados a muerte o a cadena perpetua por el alto tribunal, Burbach se hallaba escondido. Lo hacía en una granja de un pueblo de la provincia de Burgos: Cillaperlata, oculto en las estribaciones de los Obarenes, a la sombra imponente de la Sierra de la Tesla, muy cerquita de Trespaderne.
Burbach, afiliado de primera hora al Partido Nacional Socialista fundado por Hitler en los años 20, había llegado a España en 1933 con una misión: inocular el ideario nazi, sembrar toda la filosofía que años más tarde llevaría al mundo al borde del abismo. Hacer proselitismo. Convertido en comisionado nazi para España y Portugal, vivió de cerca las evoluciones de la II República y mantuvo relaciones con los sectores más conservadores y los partidos derechistas. Había residido en España en la década anterior, estableciendo negocios en Barcelona, Vigo y Bilbao. Antes de regresar a España vivió afincado en Lisboa. Sin embargo, en el verano de 1936, cuando se produjo la sublevación militar en España, se encontraba en Berlín.
Y allí desempeñó un papel crucial en el devenir de las relaciones germano-españolas. No en vano, en su despacho del Partido Nazi recibió el 20 de julio, sólo dos días después del golpe de Estado, a emisarios del general Franco que solicitaban reunirse con el ya Führer de Alemania para solicitar ayuda militar en la recién iniciada guerra de España. Burbach, cercano a los hermanos Hess, consiguió que aquella delegación le hiciera llegar a Hitler la carta que le remitía Franco. Como cuenta José María Irujo en su libro La lista negra.
Los espías nazis protegidos por Franco y la Iglesia, Burbach se deshizo en elogios hacia el golpista militar español: «Voy a exponerle un caso extraordinario. En mi despacho están tres mensajeros del general Franco que acaba de sublevarse en España, y que traen una carta de este general para el Führer. El artículo 1º de nuestro reglamento del partido prohíbe toda intervención en asuntos interiores de otra nación, pero esta guerra de España es el principio de la disputa entre el nacionalsocialismo y las ideas del orden y la civilización contra el comunismo. Puedo afirmar que conozco el nombre y los antecedentes del general Franco, el más joven de España…». El resto es historia: Alemania apoyó a los sublevados, protagonizando sus contingentes alguno de los capítulos más horrorosos de la contienda, como el bombardeo de Guernica.
A la conclusión de la Guerra Civil Española Burbach se instaló en Bilbao con el cargo de cónsul general, a la vez que continuaba desarrollando labores empresariales que le procuraron pingües beneficios. Pero aquella cómoda vida habría de cambiar poco tiempo después. La derrota germana en 1945 precipitó la persecución que desde ese momento iniciaron los Aliados para con los jerarcas del III Reich. Franco fue instado por estos a entregar a todos aquellos alemanes con responsabilidades que se sabía vivían en España, país en el que muchos se ocultaron o desde el que viajaron a países americanos huyendo de las garras de la justicia. Ante esa tesitura, Burbach llegó a escribir a Franco, recordándole los servicios que había prestado a su sublevación.
Con todo, cuando el dictador español se sintió realmente presionado, Burbach, que había sido el primer representante de Hitler en España y que era hostigado, entre otras cosas, por organizar labores de espionaje, desapareció de su oficina consular, sita en la calle MáximoAguirre de Bilbao. Su primer destino fue el pueblo burgalés de Trespaderne; cuando al poco tiempo dejó de ser un lugar seguro, se escondió en una granja de una localidad cercana, pero mucho más oculta, llamada Cillaperlata. Durante dos años, Burbach, conocido en la zona como ‘Rudy El alemán’, hizo muchas amistades y participó en numerosas jornadas de caza. Tanto que cuando pasó aquella fiebre perseguidora y regresó a su casa de Bilbao y a sus negocios, no dejó de acudir a este rincón de Las Merindades para disfrutar de esas jornadas cinegéticas.
Fallecimiento. Tenía 66 años Friedhelm Burbach la última vez que acudió a Trespaderne con escopeta. Establecido en Bilbao, vivía como un rey, sin miedo a ninguna persecución, amparado siempre por el régimen dictatorial, que le devolvió de esa manera sus favores. Eran las cuatro de la tarde cuando, ya de regreso a la capital vizcaína, conducía su Mercedes Benz a la altura de San Llorente de Losa. Según la autopsia, una hemorragia cerebral motivó que Burbach perdiera el control del vehículo, diera un volantazo y fuese a impactar violentamente contra un chopo que flanqueaba la carretera, causándole la muerte en el acto. Al día siguiente, una escueta nota en Diario de Burgos informaba del siniestro: En San Llorente de Losa un súbdito alemán se mató ayer con su coche al estrellarse contra un árbol, rezaba el titular. Pero nada más sobre la biografía del finado, excepto que era agente comercial. De su verdadera identidad y de su papel como miembro del Partido Nazi no se hacía ninguna referencia. Fue el destino y no la justicia el que borró el nombre de Friedhalm Burbach de la lista negra. Y de la faz de la tierra.
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