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viernes 22 de noviembre de 2024

La Comunidad Judía de México en la Revolución

MÓNICA UNIKEL FASJA/MAGUÉN DAVID

La Revolución Mexicana fue la primera gran crisis que los judíos tuvieron que enfrentar en este país del que todavía no estaban ciertos que sería el suyo. El tema nos remonta ni más ni menos que a la misma creación de una comunidad judía organizada. Y resulta por demás interesante y lleno de anécdotas que nos ilustran aquellos tiempos, tan remotos y diferentes a lo que acontece en la actualidad.

Tenemos noticias que en 1908 se reunió un grupo de judíos de diversas nacionalidades en un templo masónico ubicado en el centro, para la creación de una organización judía de ayuda mutua. De sus actividades nada quedó registrado pero sabemos que con el estallido de la revolución en 1910 sus labores quedaron interrumpidas, hasta 1912 en que, a pesar de la continuación de la lucha armada, una nueva reunión en el mismo templo masónico derivó en la creación de la Sociedad de Beneficencia Alianza Monte Sinaí. Esto quedó registrado en un libro de actas que expresa el objetivo principal de este grupo heterogéneo: la creación de un panteón judío.Entre los firmantes se encontraba Jacobo Granat, un judío austriaco que tuvo a su cargo por un tiempo El Salón Rojo, la primera sala cinematográfica en la ciudad de México. Su amistad con Francisco I. Madero convirtió esta sala en más de una ocasión en espacio de propaganda revolucionaria, y al salir triunfante en las elecciones, Madero le regala a su amigo Granat el permiso oficial del gobierno mexicano para la creación de un cementerio judío.El terreno fue comprado en la calzada México-Tacuba con dinero prestado por Granat.

El panteón abrió sus puertas en 1914, en medio de los disturbios de una guerra civil de la que los judíos (que apenas entendían alguna que otra palabra en español) no comprendían nada.

Dos de las primeras tumbas que guarda el cementerio Monte Sinaí pertenecen a unos jóvenes desventurados que fueron asesinados en 1915 por haber sido confundidos con espías. De hecho, entre el anecdotario comunitario se cuenta que hubo a quienes se les interceptó en alguna esquina de la ciudad y se les empuñó una pistola en la cabeza con la pregunta: “Viva Villa o Viva Zapata?”, y había que atinarle a la respuesta para salvar el pellejo, como quien se iluminó en ese momento respondiendo: “Viva México!”. En ese entonces los inmigrantes, que en su mayoría eran de Alepo, Damasco, Turquía y Grecia –los ashkenazim llegaron como grupos ya en la década de los veinte- se dedicaban al comercio ambulante, y la revolución volvió sumamente difícil su situación.

Los que vendían en abonos no podían cobrar pues los clientes no tenían para pagar o escapaban ante los peligros de la guerra. Por otro lado, el dinero cambiaba constantemente de valor o se anulaba de un día para otro por los gobiernos revolucionarios en turno. Además, Carranza cesó a los funcionarios del gobierno, “cuyas esposas constituían la mayoría de la clientela de los aboneros judíos”.

Las colas para adquirir lo indispensable eran interminables, la escasez de ciertos productos era común, así que muchos judíos que radicaban en la ciudad capital decidieron aventurarse al interior de la república a buscar mejor suerte.

Hubo quienes no lo lograron: como recuerda Isaac Dabbah ( en su libro Esperanza y Realidad), dos yernos del señor Abud Elo tomaron un tren a Cuernavaca que fue dinamitado. Al enterarse el suegro tomó otro tren para ir a identificar los cuerpos, pero su tren explotó de igual manera.

Algunos judíos optaron por irse a Nueva Orleáns mientras terminaba la revolución. Allí empezaron de nuevo a ganarse la vida comerciando diversas cosas, pero en 1917 las noticias desde México les dieron la pauta para regresar.

Es interesante que a pesar de la situación de guerra que se vivía en el país, no dejaron de llegar inmigrantes en esos años en que en el Imperio Otomano (de donde venía la mayoría, hablando árabe o ladino, los más afortunados) la situación era insostenible. En general, los judíos trataban de hacer su vida y sobrevivir de la mejor manera.

Lo más importante era la sobrevivencia física, pero se cuidaba también del espíritu y la continuidad de las tradiciones. Los sirios contaban en esos años con varias casas de oración que organizaban de manera fácil en cuartos de vecindades del Centro donde estaban agrupados. Sabemos (gracias al testimonio del señor Isaac Dabbah, de nuevo) que en 1913, durante la Decena Trágica que culminó con el asesinato del presidente Madero, una bala de cañón se incrustó en el medidor de la luz de la casa que ocupaba el rabino Shlomó Lobatón en la calle de Jesús María, y que fungía como sinagoga en esos momentos. Como no explotó, aquello fue considerado un “milagro”.

El reunirse en familia, que siempre ha sido un valor fundamental judío, ayudaba sin duda a mitigar el sentimiento de peligro y soledad al estar en un país ajeno y en crisis que los inmigrantes no se imaginaban encontrar, después de abandonar sus países y sus crisis en el Imperio Otomano.

La realidad fue que en México, a pesar de la revolución, los inmigrantes pudieron encontrar un lugar donde echar raíces, y para 1918, año que puede fijarse como el fin de la revolución con el gobierno constituyente, el presidente Venustiano Carranza ofreció a la Sociedad de Beneficencia Alianza Monte Sinaí, que agrupaba en ese entonces a todos los judíos en México, la personalidad jurídica, reconociendo así su existencia plena en la sociedad mexicana. En ese mismo año, Monte Sinaí adquirió la casa de Justo Sierra 83 para convertirla en sinagoga, casa de estudio y reunión, es decir, territorio de identidad y pertenencia, inicio formal de un hogar definitivo en este generoso país.

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