*BERNARD HENRI LEVY/EL PAÍS
Las manifestaciones de la semana pasada en el mundo arábigo-musulmán dejaron varios muertos, empezando por el embajador estadounidense Stevens, amigo de Libia y arquitecto de su liberación.
Pero, además, dejaron otra víctima colateral, y qué víctima, pues se trata ni más ni menos que del pueblo sirio en su conjunto, apaleado como nunca, bombardeado cada vez más, ante la indiferencia de unas naciones que solo esperaban un pretexto como este para enterrar sus tímidas y recientes veleidades de intervención: “Si esto es la primavera árabe —murmuran en las cancillerías—, si así se lo agradecen a aquellos que, como el embajador Stevens, creyeron en esta liberación, entonces ¿para qué abrir un nuevo frente, una nueva caja de Pandora?”.
Incluso en Francia, los fanáticos que fueron a manifestarse ante la Embajada de Estados Unidos y, de paso, a abuchear a un aliado de Francia, al tiempo que los valores fundadores de la República, hicieron más en una tarde para desacreditar la imagen, no solo de los inmigrantes, sino de los franceses de confesión musulmana, que años de discriminación, racismo cotidiano, xenofobia y estrechez de miras. Evidentemente, la inmensa mayoría de los musulmanes de Francia no se reconoce en esa minoría de alborotadores manipulados. Pero, ¿quién lo sabe?, ¿quién lo comprende?
Cuando todo haya terminado y tengamos más perspectiva, habrá que intentar hacer balance de este desastre político y humano, de esta congelación, esperemos que provisional, de la revolución en Túnez, Egipto y, tal vez, Libia.
Pero, por ahora, me gustaría detenerme en un momento de la secuencia de acontecimientos que ya está muy claro y, para mi sorpresa, casi no ha atraído la atención de los comentaristas, a pesar de su gravedad. Corre la mañana del 12 de septiembre. El cuerpo sin vida del embajador Stevens acaba de aparecer en Bengasi; esa cara gris, irreconocible, que conmociona a quienes lo conocieron. Y un hombre, Sam Bacile, que se declara autor de la película que ha desatado la tormenta, concede una entrevista a la agencia Associated Press y al diario The Wall Street Journal en la que se presenta como un “israelo-estadounidense residente en California” que ha contado para esta empresa con la ayuda de 50 “donantes judíos” que permanecen en un prudente anonimato. El resto de la prensa reproduce la historia. Luego, la radio y las televisiones de Estados Unidos, Europa y el mundo entero.
Durante 48 horas, y sin que a nadie parezca sorprenderle, solo se habla de los 50 judíos que han pagado un vídeo cuyo único objetivo es insultar a los musulmanes y provocar un conflicto mundial. Aquí nos dicen que Sam Bacile está “aterrado por lo que ha hecho”. Allá suben la puja afirmando que los proveedores de fondos no son 50, sino 100. Unos dicen que han sido vistos, y que están a punto de ser detenidos, pues son los mismos que, hace ocho años, se manifestaron contra la película de Mel Gibson. Otros se dedican a hacer análisis delirantes de los que se deduce que, a dos meses de las elecciones estadounidenses, el objetivo de la “conspiración” era debilitar a un Barack Obama al que suponen menos sionista que su rival.
Hasta el día en que nos enteramos de que Sam Bacile no existe. De que el autor de esa necia —e inmunda— película no es en absoluto judío ni tampoco israelita, sino copto. De que los 50 o 100 donantes judíos no son más reales que Sam Bacile, que en realidad ha contado con el apoyo de un puñado de fundamentalistas cristianos, sin duda respaldados por un estafador de poca monta y un autor de películas porno. En resumen, la prensa despierta de sus 48 horas de locura y descubre que ha repetido una y otra vez, y sin la menor verificación, la historia de un manipulador, un entramado de mentiras, un montaje al que ha dado una repercusión planetaria.
El problema es que el mal está hecho. Y la experiencia demuestra que, si no son rápida y contundentemente desmentidas, la vida de este tipo de manipulaciones se prolonga, como la luz de las estrellas muertas, mucho tiempo después de su denuncia factual.
¿Dónde están los desmentidos? ¿Dónde, esos mea culpa, esas excusas, que deberían ser tan espectaculares como el lanzamiento del rumor?
¿Dónde está el artículo de Associated Press contando, para intentar desarmarla, la historia de esa trampa en la que tan fácilmente cayeron los periodistas de la agencia y, a continuación, la prensa del mundo entero?
¿Y los medios de comunicación especializados en el arte de la contrainvestigación, la contra-información y demás formas de análisis del discurso mediático? ¿A qué esperan para descifrarnos esas horas de arrebato colectivo en las que todo el mundo se lanzó de cabeza a una historia digna del más burdo capítulo de los Protocolos de los siete sabios de Sión?
Cuando las Embajadas hayan dejado de arder, otro fuego seguirá consumiéndose, el de las almas, insidioso y, si no se actúa enseguida, más devastador aún.
Y por eso, apagar ese otro fuego que han dejado propagarse al aceptar con los ojos cerrados la fábula del cineasta israelo-estadounidense financiado por sus 50 o 100 conspiradores judíos es hoy una tarea urgente para todos aquellos que se ocupan de informar a la opinión pública mundial y de elevar la conciencia pública.
*Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva.
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