Gadafi gobernaba con el sexo

EL PAÍS

Si bien las orgías y depravaciones sexuales de los hijos mimados del dictador libio Muamar el Gadafi eran de conocimiento público, poco se sabía de la intimidad del líder de la Revolución Verde, derrocado y ejecutado hace algo más de un año. “Muchos imaginábamos que era un depredador con las mujeres, pero no podíamos intuir su nivel de barbarie, de sadismo y de violencia”, relata la periodista Annick Cojean. En su libro recién publicado en Francia Las Presas. En el harem de Gadafi (Les Proies. Dans le harem de Kadhafi, ed. Grasset) investiga sobre los crímenes sexuales del que se hacía llamar “Papá Muamar”. Dibuja a un líder de apetito sexual insaciable, violador de mujeres y también de hombres, en un escalofriante retrato que sobrepasa con creces la peor caricatura del dictador megalómano, vanidoso y cínico.

La investigación de Cojean parte del tremendo testimonio de Soraya, una joven de 22 años, secuestrada cuando tenía apenas 15 y que sufrió los caprichos sexuales del llamado Guía durante cinco años. Su historia la relató hace un año en el diario Le Monde, un reportaje publicado también por EL PAÍS. Entonces se empleó un nombre falso (Safia) para proteger a la víctima. “Muy rápidamente me di cuenta de que su caso era revelador de un verdadero sistema de explotación de las mujeres”, cuenta Cojean. “Lo que cuenta son las costumbres de toda la era Gadafi”.

La primera mitad del libro relata en primera persona ese cautiverio de Soraya, encerrada en una habitación en los subsuelos del conjunto de Bab Al Aziza, la gigantesca residencia en Trípoli del dirigente libio. A cualquier hora del día o de la noche, los efectivos de los “asuntos especiales” la llamaban para subir a la habitación del Guía, que sistemáticamente la violaba, la mordía y le pegaba. A veces concluía orinándole encima. Nunca se dirigía a ella con otro apelativo que “zorra” o “puta”. Un Gadafi constantemente drogado la obligaba también a tomar cocaína, a fumar, a beber, y le daba a ver cintas de películas porno como “deberes” para que “aprendiese”.

Como Soraya eran muchas las chicas, y algunos chicos, que pasaban por esta cárcel de esclavos sexuales. Algunos se quedaban unos días, otros años. Un cifra exacta es imposible de determinar. “Algunas me han hablado de una treintena de chicas alojadas al mismo tiempo, pero es imposible comprobar, había muchas idas y venidas y tenían los movimientos restringidos, no tenían mucho contacto entre ellas”. El flujo era constante para saciar el apetito sexual del líder: unas cuatro víctimas diarias, según recogen algunos testimonios del libro.

Para alimentar esa constante demanda de carne, cualquier lugar público era un vivero potencial. Los institutos, las bodas, los salones de belleza, e incluso las cárceles, eran solo algunos de ellos. “Se pasaba horas revisando los vídeos de fiesta de bodas, eligiendo entre las fotos que le había seleccionado su entorno”, relata Cojean. En los actos públicos en los que participaba, era el propio Gadafi el que manifestaba su elección posando su mano sobre la cabeza de su presa.

En los subsuelos de la Universidad de Trípoli, los rebeldes descubrieron tras la caída de Gadafi una habitación con una enorme cama y las sábanas todavía puestas, su jacuzzi con grifos de oro y todos los elementos del perfecto picadero de lujo. Pero la sorpresa y el horror invadieron por completo al doctor al descubrir al lado un pequeño cuarto: se trataba de un gabinete ginecológico. “Solo veo dos posibilidades: o abortos o reconstrucción de himen”.

Cada viaje al extranjero era también fuente de nuevas reclutas. Los “servicios especiales” de Gadafi, dirigidos en los últimos años por la temida Mabrouka, adepta de la magia negra, se encargaban de convencer a grupos enteros de jóvenes de viajar a Trípoli: con regalos suntuosos, maletas enteras llenas de billetes o joyas. “Venía aquí a hacer sus compras”, admite una fuente diplomática a la autora del libro en referencia a las visitas de Mabrouka a París. “Recogía a chicas para mandárselas al Guía”, aclara.

La obsesión sexual de Gadafi no se limitaba en cualquier caso a una dependencia física, un apetito demencial, sino que se había convertido en su principal arma de poder. Gadafi “gobernaba, humillaba, sometía y sancionaba con el sexo”, relata un exmiembro anónimo de su servicio de protocolo en el libro. Mantenía por ejemplo relaciones con algunos de sus ministros, condenados al silencio y al deshonor, y elaboraba estrategias para seducir a las esposas de Jefes de Estado africanos y embajadores.

“Cada vez que quería posicionarse como vencedor frente a un jefe de tribu, de Estado, un opositor cualquiera que pudiera hacerle sombra, se informaba sobre su esposa, su hija, sobre lo que la podría tentar: dinero para una fundación, un diploma de fin de estudios, cualquier excusa era buena para motivar una invitación a las dependencias de Bab Al Aziza. El simple hecho de saber que había poseído a una hija le hacía ver de forma diferente al padre, de forma triunfadora”, continúa la periodista.

Reveladora de ese afán de dominación es también la historia de Khadija, uno de los escasos testimonios de víctimas directas que Cojean ha logrado sumar al de Soraya. Después de un tiempo siendo la esclava sexual exclusiva de Gadafi, este decidió casarla a un militar. La joven vio en ello una forma de recuperar un semblante de vida, y decidió apostar por ese matrimonio. Con sus ahorros, viajó a Túnez para hacerse reconstruir el himen. El día de su boda, unas horas antes de la ceremonia, el líder la convocó a su residencia. La violó de nuevo. “Hasta el último momento tenía que controlarla, dejar su huella”, dice Cojean. “Era una mensaje destinado al marido: tenía que saber que había un solo amo y ese era Gadafi”.

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