JORGE G. CASTAÑEDA
1) El debate del miércoles entre Barack Obama y Mitt Romney fue primero que nada una discusión de sustancia, casi hasta el aburrimiento. Hablaron mucho de impuestos, de gasto, del déficit público, del seguro médico, y en menor medida de sus respectivas filosofías de gobierno, pero todo ello con un dominio de detalle y de conocimiento de las posturas del otro, que impresiona y da envidia. Al mismo tiempo seguramente enfadaron a buena parte de los televidentes.
2) Sobre la pura sustancia, probablemente las encuestas de los próximos días arrojarán un empate: un número equivalente de personas que pensaron que sobre el fondo de los temas discutidos, Romney y Obama sostuvieron argumentos, tesis y réplicas de pertinencia, precisión y pericia semejantes. Pero conviene recordar que la sustancia es solo una parte, y en ocasiones una pequeña parte, de lo que deja un debate presidencial.
3) A reserva de lo que las encuestas indiquen, y estas notas se redactan 15 minutos después del fin del debate, es decir antes de que se desplaye la comentocracia norteamericana y mucho antes de que haya datos duros sobre la respuesta del público, Romney ganó el debate, tal vez incluso de calle. No porque tuvo razón sobre el fondo; no porque fue más inteligente o más sustantivo; no porque fue más simpático o menos “mamón”. Pero por dos razones fundamentales. En primer lugar porque fue más agresivo, más critico, más ofensivo en el sentido de un equipo deportivo, y sobre todo porque Obama se vio cansado, letárgico, pasivo, casi con “hueva” de estar discutiendo cosas tan importantes con un tipo tan pequeño.
4) Romney ganó el partido de las expectativas sin la menor duda. En las encuestas previas al debate, casi por un margen de dos a uno, el electorado norteamericano pensaba que Obama ganaría el debate. Por buenas razones: es indudablemente más culto, más inteligente, más intelectual e incluso más carismático, que Romney. Y es un mejor orador no solo que Romney, sino que la gran mayoría de los presidentes y aspirantes norteamericanos del último medio siglo. Pero todo eso no necesariamente sirve para ganar un debate.
5) ¿Porqué la regó Obama? Se me ocurren, platicando con amigos con los que vi el debate que son a su vez amigos de Obama, dos o tres explicaciones. En primer lugar porque pensó, como siempre ha pensado, que es infinitamente más listo, culto y sofisticado que su contrincante y que eso lo llevó a confiarse. En segundo término, porque probablemente pensó, con algo de razón quizás, que con no perder por un margen excesivo en el debate cuyos temas eran los menos favorables para él, ganaba. Se excedió en su cálculo, pero algo de razón puede haber tenido. Y tercero, porque adoptó, parece, una estrategia justamente a tono para tres debates, cinco semanas antes de una elección, donde ya lleva una ventaja importante.
6) ¿Cuál era la estrategia? A reserva de que me lo platique algún día Obama (cosa que dudo porque ni lo conozco), se trata de Muhammad Ali en su contienda memorable con George Foreman: “rope-a-dope”. Como recordarán los viejos aficionados al boxeo, en esa pelea, ex Cassius Clay se recargó contra las cuerdas y dejó que su adversario le tundiera golpes en los bajos y en los brazos, según algunos porque desde un principio le quebraron la quijada, pero sin desprotegerse y pensando que sobre los 15 rounds ganaría por su prestigio y su aguante. Así fue. Obama no soltó golpes, no aprovechó las 5 o 6 oportunidades que Romney le dio de pegarle un gancho izquierdo al hígado demoledor; no respondió con el vigor, la inteligencia ni el sarcasmo que lo caracterizan, a ninguna de las impertinencias o mentiras de Romney.
El próximo mes dirá si esta estrategia y el desempeño de Obama fueron los más acertados para una contienda donde iba ganando pero por un margen insuficiente y tal vez para una postura de esta naturaleza. Por lo pronto, el debate lo ganó Romney, lo perdió Obama pero la elección la sigue ganando Obama y la sigue perdiendo Romney.
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