MARIO VARGAS LLOSA/EL PAÍS
Cualquiera que sea el resultado que arrojen las urnas en las elecciones venezolanas del 7 de octubre, el candidato de la oposición, Henrique Capriles Radonski, habrá obtenido una gran victoria y, a menos que lo hagan matar, será más pronto o más tarde el sucesor del comandante Hugo Chávez como presidente de su país.
Las últimas encuestas coinciden en que, luego de haber alcanzado al actual mandatario, en los últimos días y coincidiendo con la manifestación de un millón de personas con que cerró su campaña en Caracas el domingo pasado, Capriles ha sacado a Chávez en las intenciones de voto de dos a cuatro puntos y que esta ventaja tiende a ampliarse a medida que el porcentaje de indecisos va decidiendo su opción (lo hacen cerca de 90% a favor del candidato opositor).
El problema de Capriles es, desde luego, que si su victoria se da por un margen pequeño, las posibilidades de que el oficialismo manipule el resultado a su favor son muy grandes. Esto sólo podría conjurarse con una victoria inequívoca, tan amplia que el fraude sería demasiado visible y escandaloso para que lo admitan los venezolanos. Sin embargo, no puede descartarse que el triunfo de Capriles supere largamente el porcentaje que le pronostican las encuestas. Hay un voto escondido, que no se refleja nunca en estas últimas, sobre todo entre los trabajadores y empleados públicos contra quienes la campaña de intimidación del chavismo ha sido feroz, que puede manifestarse solo en las urnas.
La campaña de Henrique Capriles ha sido admirable, pues ha conseguido, por primera vez, desde que hace 14 años el comandante Chávez capturó el poder, reunir a todas las fuerzas de la oposición en un programa común, para la recuperación democrática de Venezuela, combatir la corrupción y la violencia callejera, así como crear empleo y reducir la pobreza y la marginación. A las provocaciones, matonerías y asesinatos de sus partidarios por los grupos de choque del chavismo, y a la guerra sucia impregnada de injurias antisemitas contra su persona, ha respondido con llamados a la reconciliación y a la paz de la sociedad venezolana, y con propuestas concretas de reformas encaminadas a acabar con la efervescente criminalidad callejera —hoy Venezuela es el país más inseguro del mundo— y con la inflación galopante, la más alta del continente, que golpea de manera inmisericorde a los sectores más desfavorecidos del país.
Pese a su juventud —apenas 40 años— Capriles tiene una magnífica hoja de servicios políticos tanto en la alcaldía del municipio Baruta como en la Gobernación del Estado de Miranda, cargos en los que, pese a la hostilidad del gobierno, que llegó a encarcelarlo y le recortó sistemáticamente los recursos, impulsó programas de desarrollo y promoción de la vivienda, la salud y la educación que han sido el trampolín de su popularidad en el conjunto del país.
Capriles no tiene vinculación alguna con la vieja política venezolana, la del despilfarro, los chanchullos y la irresponsabilidad que incubaron el chavismo. Así lo ha dejado en claro a lo largo de toda la campaña, subrayando sin descanso que no propone en modo alguno un retorno al pasado, sino una política inclusiva, de clara vocación social, encaminada al mismo tiempo a restablecer las libertades públicas, fortalecer la democracia y a poner término a las enormes injusticias económicas y sociales que el gobierno de Chávez ha infligido a Venezuela, diezmando a las empresas privadas, clausurando, multando o acosando sin tregua a los medios de comunicación independientes, y multiplicando la burocracia estatal de manera elefantiásica para premiar a su clientela política. (Un solo ejemplo: la empresa petrolera estatal (PDVSA), que tenía 32.000 trabajadores al tomar el poder Chávez, tiene ahora 105.000 y, pese a ello, produce un millón de barriles diarios de petróleo menos que entonces). Según el Fraser Institute y el Cato Institute, Venezuela ha desplazado a Zimbabue del último lugar en el índice de libertad económica en el mundo.
En un reciente artículo publicado en Tal Cual, Teodoro Petkoff hace una inteligente comparación entre lo que ha sido el desempeño de los dos candidatos en la campaña presidencial desde julio hasta septiembre: “Henrique Capriles Radonski visitó en ese lapso 274 ciudades y pueblos en los cuales realizó 39 actos de campaña o mítines y 26 asambleas con sectores específicos. En los demás recorrió a pie y a veces en caravana las diversas localidades. Por su parte, Hugo Chávez ha llevado a cabo 25 visitas a ciudades y pueblos del país, que se tradujeron en 5 actos de campaña o mítines y 7 en una asamblea sectorial”. Si recordamos el dinamismo de que hacía gala el caudillo venezolano en sus campañas anteriores, sólo cabe deducir una cosa: que, pese a sus desmentidos, la enfermedad que padece ha mermado considerablemente su capacidad física, que el cáncer del que ha sido operado ya tres veces en Cuba no ha sido vencido y que, por lo mismo, el riesgo de que, si lo reeligen, no esté en condiciones de seguir gobernando, es enorme.
¿Qué ocurriría entonces? Según la Constitución vigente, debería convocarse nuevas elecciones en un plazo de tres meses. ¿Alguien puede dudar de que, si ese fuere el caso, Henrique Capriles se impondría en aquellas elecciones con un porcentaje todavía mucho mayor que en éstas? Porque Hugo Chávez, como ocurre con los autócratas, no tiene heredero. No hay nadie entre sus oscuros lugartenientes que pueda mantener unida a esa masa aleatoria de grupos ideológicos extremistas y populistas, y de convenidos, oportunistas y alquilados que constituyen el chavismo. Lo probable es que esa alianza disímil se desintegre en un caos de rivalidades y enconos, agravando todavía más de este modo la crisis económica e institucional que estos tres últimos lustros han traído a Venezuela. No hay duda de que esta inquietante perspectiva es uno de los factores que ha ido empujando en las últimas semanas a muchos indecisos a las filas de la alianza opositora.
Preparando el escenario de su segura derrota y un posible fraude a la que el gobierno recurriría para enmendar los resultados de las ánforas, uno de los jefes de las milicias del gobierno, Alberto Chino Carías (10 muertos a la espalda es su prontuario), ha advertido que “lloverá plomo sobre la oposición si no admite la victoria de Chávez”. Los embajadores chavistas han lanzado al mismo tiempo una campaña internacional asegurando que, en caso de una victoria electoral del comandante, los partidarios de Capriles ¡se preparan a sembrar el caos en el país! Maravillosa afloración freudiana del subconsciente, en la que, como en un conjuro mágico primitivo destinado a borrar las pistas, el chavismo atribuye al adversario lo que, por boca de uno de sus pistoleros, él mismo se dispone a hacer. ¿A quién pertenecen esas milicias, armadas hasta los dientes y encuadradas por asesores cubanos, que hoy día cuentan con más efectivos que el Ejército de Venezuela, y cuya razón de ser es intimidar a los opositores, quebrar sus asambleas, arrear gente a las manifestaciones oficiales y hacer vivir en la inseguridad y el miedo a todos quienes denuncian las corruptelas y atropellos que han vuelto a Venezuela un país donde sólo en el último año fueron asesinadas más de 19.000 personas?
La derrota de Chávez no sólo devolverá a Venezuela la libertad y la convivencia pacífica entre sus ciudadanos que se eclipsaron con la subida al poder del comandante ex golpista. También, librará a América Latina de la mayor amenaza que experimenta el proceso de democratización política y modernización de sus economías. Porque el comandante Chávez padece, como su modelo ideológico y padre putativo político, Fidel Castro, de delirio mesiánico. Siente que su país le queda chico y que la “revolución socialista del siglo XXI” que él encabeza debe dejar una huella indeleble en toda América Latina. Por eso subsidia con muchos millones de barriles de petróleo diarios a la desfalleciente Cuba, recompensa con dádivas no menos extravagantes la lealtad de otros caudillitos populistas como el comandante Ortega de Nicaragua y Evo Morales de Bolivia, a la vez que alienta, publicita y a menudo financia a los grupos y grupúsculos revolucionarios que de México a Brasil aspiran a seguir su ejemplo. Una vez más en la historia, a la tierra de Simón Bolívar le toca —esta vez con los votos, no las armas— la tarea de asegurar la libertad de todo un continente.
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