ESTHER SHABOT
Hace poco más de un año y medio comenzaron las protestas populares en Siria para derribar al gobierno de Bashar al-Assad. Al compartir Siria y Turquía una frontera de 900 kilómetros y tener una gran diversidad de intereses en común, era inevitable que el primer ministro turco, Erdogan, tuviera que pronunciarse al respecto. Su amistad con Al-Assad a lo largo de los nueve años anteriores había sido firme —incluso Erdogan se refería a menudo a Al-Assad como “mi hermano”— pero los ejemplos de los regímenes árabes recién derrocados por los efectos de la “primavera árabe” aunados a la terquedad de Al-Assad de no querer abandonar el poder voluntariamente, hicieron que Erdogan, previendo que el fin del dictador de Damasco se hallaba cerca, se ubicara de ahí en adelante entre los más acérrimos denostadores de Al-Assad.
Hoy, cuando por cuarto día consecutivo ocurren incidentes armados en la frontera sirio-turca, debido al antecedente de un ataque con mortero proveniente de Siria que mató en territorio turco a cinco civiles el miércoles pasado, la retórica indignada de Ankara ha subido de tono con advertencias de Erdogan en el sentido de que Al-Assad no debe poner a prueba la determinación de Turquía de actuar ni tampoco pensar que estas amenazas son un mero bluff. De hecho, el parlamento turco aprobó el jueves autorizar operaciones militares en la zona fronteriza, además de contar Erdogan con el apoyo declarado de Estados Unidos y de la OTAN (de la cual Turquía es miembro) para actuar con severidad en defensa de la integridad turca.
Sin embargo, es dudoso que una guerra abierta estalle entre ambos vecinos. Ya anteriormente, cuando Siria derribó en junio pasado un avión turco, se registró un escenario similar en el que las bravatas no llegaron a mayores y ahora puede pronosticarse que las probabilidades son que sucederá más o menos lo mismo. A pesar del intercambio de fuego limitado que prevalece en la zona y de los discursos inflamados, Siria ha aceptado alejar sus fuerzas militares diez kilómetros de la frontera a fin de conjurar una escalada. Esa área despejada de diez kilómetros servirá, según los observadores, para que desde ahí la oposición siria opere con comodidad, además de que constituirá de hecho un espacio idóneo para aislar a civiles sirios que huyen de los bombardeos gubernamentales de que son objeto en sus localidades.
Pero aún cuando una guerra total contra Siria no estalle, no hay duda de que la Turquía de Erdogan ha pasado a ser una de las muestras más claras de cómo el conflicto interno en Siria tiene la capacidad de alterar y complicar el entorno regional de manera peligrosa. Ya Líbano se ha visto sacudido por el terremoto sirio al provocar la agudización de las confrontaciones entre los diversos bandos libaneses alineados en pro o en contra de Damasco. Ahora el caso turco revela que de poco ha servido la fortaleza económica y la solidez del Estado turco para ponerlo a salvo de los efectos de la guerra civil en curso en su vecino sirio. Son casi 100 mil los refugiados sirios albergados en campamentos en Turquía, además de que las escaramuzas y tensiones entre ambos países han cobrado ya decenas de víctimas mortales. Mientras tanto, Al-Assad sigue aplastando sin misericordia a sus opositores, quienes a pesar de la solidaridad retórica de la Liga Árabe, de Estados Unidos y de la Unión Europea, no han tenido la suerte de que su rebelión se esté dando en condiciones internacionales que favorezcan la intervención directa de tales poderes.
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