Dignos e indignados

ESTHER CHARABATI

La dignidad pasó de moda, ya no se habla de “hombres dignos” o de que tal persona es “digna” de algún reconocimiento. Se habla de personas exitosas sin cuestionar lo que aceptaron para llegar a su meta. No nos detenemos a pensar si algo es indigno, aunque sí distinguimos entre las personas dignas de confianza y las que no lo son: las primeras merecen un trato superior.

La palabra dignidad, por cierto, significa “preeminencia”. Digno es aquello por lo cual algo destaca entre otros seres, algo que debe ser tratado con respeto. Una primera aproximación nos permite ver que ser digno es respetarse, respetar a los demás y hacerse respetar por los demás.

La dignidad humana no existe desde siempre: antes no se pensaba que todos los seres humanos eran sujetos de consideración. El primer movimiento en este sentido se da al igualarnos ante Dios, puesto que todos somos sus hijos. Sin embargo, esta hermandad no impidió a algunos esclavizar o someter a sus semejantes. Con la Ilustración y la Revolución francesa nos enteramos de que todos los seres humanos somos personas —cosa que se había puesto en duda en repetidas ocasiones respecto a los esclavos, los indígenas y los negros— y, por lo tanto, poseemos eso que llaman “dignidad humana” y que es innato en toda persona.

La noción de dignidad ha ido cambiando con el tiempo. Si en un principio —al surgir el concepto de ciudadano— se identificaba como derecho a vivir, hoy se ha convertido en un derecho a la identidad individual, a comer y a poseer, a dudar y a pensar, a votar, a trabajar, a hacer huelga… en una palabra a todos y cada uno de los derechos humanos.

Esto finalmente quiere decir que la dignidad es un concepto inventado por nosotros para darnos un valor como seres humanos; para impedir que nos tratemos como animales carentes de razón. Que justamente utilicemos la razón para controlar los impulsos de matar o humillar al prójimo. Para poner límites a nuestros instintos. Esos límites, hoy, se llaman derechos humanos. Y no deja de sorprenderme la frecuencia con la que escuchamos a gente en la calle o en los medios quejarse de estos derechos como si fueran privilegios de los criminales. Los derechos humanos son para todos, también para los criminales, y eso es lo que impide que a través de las instituciones los mutilemos, les saquemos las entrañas, nos los comamos o los encerremos con unas cuantas ratas hambrientas hasta que los devoren. Y perdamos nuestra humanidad.

Pero nuestra dignidad y nuestros derechos no se agotan ahí: también tenemos derecho a una vida digna, es decir, a un trabajo, a que un cártel de banqueros y políticos no establezcan medidas para enriquecerse y empobrecernos, a que todos los seres humanos tengan al menos una oportunidad.

Eso es lo que indigna, lo que enarbolan los jóvenes de varios países y lo que le ha dado nombre a su protesta. ¿Por qué el llamamiento de Hessel a comprometerse, a indignarse y a resistir ha tenido eco? Porque vuelve visible lo inaceptable, lo escandaloso, lo que sólo ha podido ocultarse gracias a nuestra apatía: lo que indigna es lo que nos da asco por su bajeza moral, por el peligro que supone, por la irresponsabilidad de quien lo realiza. Si indignarse tiene que ver, por un lado, con justicia y por otro con compasión, está claro que nos movemos en el campo de la moral, ese ámbito relegado, minimizado y, para algunos, superado. Indignarse es volver a creer en la moral y en el ser humano.

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