EL PAÍS
Es una devastación que progresa como el cáncer. Constante y persistente, jamás retrocede en la destrucción. De nada sirven las mediaciones e inspectores, los planes de paz o los enviados especiales de Naciones Unidas: fracasó primero Kofi Annan y ahora le toca a Lakhdar Brahimi. La enfermedad va quemando etapas, cada una más destructiva que la anterior, en un sufrimiento interminable sin horizonte alguno a la vista.
En un primer momento fue la represión durísima de una dictadura militar contra los manifestantes pacíficos. Luego se trocó en enfrentamiento civil entre quienes querían derrocar el régimen con muy escasos medios y la máquina bélica del Estado. Enseguida apareció la guerra sectaria, perfectamente adaptada a un país de minorías en el que una de ellas, los alauíes, es la que detenta el poder del Estado. Pronto se convirtió en guerra por procuración entre chiitas y suníes, en la que el régimen combate en nombre de Irán y las guerrillas de la oposición de Arabia Saudí y Catar. Los primeros con el apoyo en la retaguardia y en el Consejo de Seguridad de Rusia y China y los segundos de Estados Unidos y Europa.
Ahora está entrando ya en fase de metástasis, con unos tentáculos que se extienden y golpean en los países vecinos, Turquía concretamente. Tras los intercambios artilleros en la frontera turca, ha llegado la retención por Ankara de un avión civil sirio en viaje de Moscú a Damasco. Es creciente el tráfico de armas y materiales bélicos desde los países que apuestan en este tapete empapado de sangre. También la presencia de soldados y agentes de distintos países o de militantes de Al Qaeda. La preocupación en Washington es creciente por la eventualidad de que las armas que llegan del extranjero queden en manos de los más indeseables.
Las cifras de la destrucción son ya escalofriantes: 30.000 muertos y 300.000 refugiados en casi 20 meses. Pero quedarán cortas si fragua el conflicto internacional que se anuncia. La actual guerra a fuego lento puede transformarse en un incendio si alguno de los vecinos decide tirar por el camino de en medio. Assad cuenta con armas químicas, que no tendrá escrúpulos en usar si sigue la pauta de crueldad mostrada hasta ahora. Turquía está reteniéndose, a pesar de las provocaciones y de sus dificultades con los kurdos, alentadas por el régimen. Israel, en cambio, irá a unas elecciones anticipadas en un clima de ataque inminente para destruir la incipiente industria nuclear iraní y zanjar de forma fulminante la crisis siria.
No hay ahora mismo un mayor centro de inestabilidad, pues allí confluyen las fuerzas y contradicciones que definen la geopolítica de Oriente Próximo. También en Siria se reflejan las debilidades e impotencias occidentales ante un régimen sanguinario como el de Assad, dispuesto a encender una guerra internacional y perecer en el incendio antes que ceder una pulgada de su poder.
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