La religión como pretexto

NICOLE MUCHNIK/EL PAÍS

Haciendo surf sobre una crisis económica mundial grave, sin relación directa con ella sino como telón de fondo, dos hechos inesperados han llegado para complicar más la vida de los ciudadanos y las relaciones diplomáticas.

Por una parte La inocencia del islam, tráiler de una película inexistente de origen ultracristiano copto-católico y difundido por YouTube, tuvo un efecto incendiario con los musulmanes más fanáticos: un vídeo obsceno que degrada la imagen de Mahoma. Y, como añadidura, las caricaturas indecentes de Charlie Hebdo, las cuales, en nombre de la libertad de expresión, no hacen sino provocar lo que ya sabemos: invocando “la blasfemia”, el islam es alérgico a toda crítica.

Por otra parte, con una simetría y en una coincidencia a no dar crédito, llega el juicio del tribunal de gran instancia de Colonia (Alemania), que considera la circuncisión como un delito penal, condenando así, en nombre de la ley, un rito multimilenario vigente para los judíos y, desde un poco más tarde, para los musulmanes. Las reacciones de ambos bandos han sido y serán diferentes, pero no menos graves.

Estados Unidos estuvo en primera línea en la liberación de Libia. Y sin embargo, es allí donde tuvo lugar el primer atentado y asesinato de un embajador árabe-hablante y principal sostén de la insurrección libia. Seguirían manifestaciones violentas en Líbano, Egipto, Sudán, Bangladesh, Pakistán, Australia, Indonesia, Túnez —todas “en defensa del honor del profeta”—. En todas partes, los Gobiernos intentan apagar el incendio. ¿Es concebible que un vídeo “nauseabundo” (según Hillary Clinton) baste para provocar levantamientos asesinos? ¿O sirve de instrumento, de palanca, para movilizar a los musulmanes moderados y empujarlos hacia el radicalismo suní o salafista? Desde la primavera islamista, las cosas se juegan en esa mesa: ¿quién, entre los musulmanes democráticos —que separen las esferas privadas y públicas— y los extremistas —para quienes el islam comanda en todas circunstancias—, ganará la partida?

El otro caso de provocación es la prohibición de la circuncisión —imposible no asociarla al primer caso mencionado, aunque solo fuera por la coincidencia temporal—. Según los argumentos perentorios del tribunal, la circuncisión es un delito penal porque modifica el cuerpo de manera “duradera e irreparable” y atenta así contra el “derecho de un niño a su integridad física, que prima sobre del derecho de los padres”. ¿Se trata, como sostiene el jurista Reinhard Merkel, miembro del Comité de Ética, “una herida intencional” injustificable ante la ley alemana? Su blanco no sería la educación religiosa, sino que manifestaría el desprecio del derecho fundamental a la integridad corporal. Por no haber sido recurrido en casación, este juicio es definitivo y se aplica a Alemania entera. Si el asunto no es del todo nuevo desde la publicación del ensayo de la socióloga turco-alemana Necla Kelek Alegato por la liberación del hombre musulmán que inspiró los jueces, resulta preocupante a partir del momento en que, según los sondeos, el 56% de los alemanes aprueba el juicio de Colonia, lo que no puede sino suscitar la preocupación de la población judía, que no olvida que Hitler y sus secuaces mataron a 1,5 millones de niños judíos.

Hay alrededor de 105.000 judíos alemanes que se sienten nuevamente acosados y discriminados. Practicada al octavo día del nacimiento de los hijos de madres judías, la circuncisión recuerda la alianza entre Dios y Abraham. Para los musulmanes, contrariamente a la creencia popular, la circuncisión no es obligatoria y no figura claramente en el Corán. Se trataría de una tradición preislámica mezclada con consideraciones de higiene para celebrar el ingreso de los creyentes en la comunidad. Tanto para unos como otros, la circuncisión es una práctica no negociable.

Para Dieter Graumann, presidente del Consejo Central de judíos alemanes, “prohibir la circuncisión en Alemania sería ilegalizar fríamente a los judíos alemanes”. El expresidente de dicho Consejo se pregunta seriamente “si este país aún nos quiere”, y se asombra del número de reacciones de doctores y juristas que sugieren que los judíos y los musulmanes quieren mutilar y traumatizar a sus hijos. Y sin embargo, mientras la canciller Merkel expresa su desacuerdo hablando de “un país de títeres”, las asociaciones de médicos ya han recomendado a sus socios que cesen toda circuncisión “en nombre del bien del niño, sin esperar la decisión del Comité de Ética”, y varios hospitales han suprimido ya esta práctica.

En Francia, donde según el Consejo de Estado “esta práctica religiosa, desprovista de todo fundamento legal, está pese a todo admitida”, los rabinos recuerdan “que se trata ante todo de un acto identitario independiente del grado de práctica religiosa”. Y que “los nazis bajaban los pantalones de los niños para constatar si estaban circuncisos”.

¿Sería la religión, agitada hoy más que ayer por los intolerantes, los extremistas y los fundamentalistas reaccionarios de todas las confesiones, el chivo expiatorio actual que cristalizara todas las frustraciones de nuestras sociedades mutantes? Está claro que en cualquier sociedad medianamente civilizada la religión no debería entrometerse en la vida privada de los ciudadanos. Pero podríamos esperar un cierto respeto por parte de las autoridades civiles públicas y privadas.

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