LEÓN KRAUZE/OPINIÓN DE YUCATAN
Algo inédito está ocurriendo en las elecciones en Estados Unidos: a juzgar por la tendencia en las encuestas, el primer debate presidencial de hace un par de semanas será el parteaguas del proceso. Claro: esta no sería la primera vez en que un encuentro entre los candidatos resulta una variable crucial en la dinámica electoral. Sin los debates, ni Reagan, ni Kennedy, ni cualquiera de los dos Bush habrían sido presidentes. Aun así, ningún otro debate ha dado pie a una inflexión tan dramática y abrupta en las tendencias generales de una elección como la que ha ocurrido después del desastre de Obama en Denver.
La manera más clara de entender el calibre de viraje que representó el primer encuentro entre Romney y Obama, es revisar el termómetro de la elección que prepara día con día Nate Silver para el New York Times. Silver es una suerte de genio de la estadística que ha desarrollado un modelo de predicción cuya exactitud resulta asombrosa. En la elección de 2008, todavía trabajando por su cuenta, Silver predijo el resultado en 49 de 50 entidades en Estados Unidos. Desde entonces, su exitosísimo blog ha sido integrado a la página del New York Times, desde donde Silver se ha dedicado a calcular las probabilidades de triunfo de demócratas y republicanos. De las muchas herramientas de Silver, quizá mi favorita sea la gráfica en la que calcula las probabilidades porcentuales de Obama y Romney de ganar la presidencia. Ahí, la historia está clara. Hasta antes del primer debate entre ambos candidatos, Barack Obama tenía alrededor de 86 por ciento de probabilidades de ganar la elección. Y entonces vino el diluvio. En las dos semanas que han transcurrido desde el debate, Obama ha caído hasta alcanzar una probabilidad apenas superior a 60 por ciento. Es un derrumbe sostenido de al menos 15 puntos en el mismo número de días.
Sobra decir que, de seguir así, Obama terminará por perder la presidencia de Estados Unidos. Si así sucede, será un hecho de verdad histórico. La pregunta, entonces, tendrá que ser la siguiente: ¿qué provocó que una mala noche revirtiera de manera tan salvaje las preferencias electorales? La respuesta no puede estar solo en el debate en sí. Es verdad que lo que ocurrió en Denver tiene pocos precedentes. Pero el debate no incluyó ningún momento que resultara de verdad memorable, ningún “golpe de nocaut” como le llaman los expertos en Estados Unidos. Obama fue superado claramente por un rival mejor preparado, más audaz y con mucha mayor energía. Pero hasta ahí. ¿Cómo explicar, entonces, lo que ha pasado en las encuestas?
Mi hipótesis tiene que ver con la manera en que nos comunicamos en estos tiempos. A diferencia de lo que ocurría a principio de los años 80 —cuando, por ejemplo, Ronald Reagan perdió su primer debate contra Walter Mondale— el ciclo de noticias no se detiene jamás. Las imágenes que ilustran la ya célebre desidia de Obama se han repetido hasta el hartazgo en los canales de noticias, los programas de radio y un largo etcétera. Lo mismo ocurre en redes sociales y en los canales de video por internet. En otras palabras: el ciclo de vida de un tropiezo es mucho más largo ahora. Y eso es veneno puro para quien se equivoca. Para colmo, Barack Obama ha tenido que esperar dos largas y cruciales semanas para tener una oportunidad real de cambiar la narrativa de la elección. La presión para el presidente de Estados Unidos debe ser inmensa. En el debate de hoy tendrá que voltear la dinámica de la elección. Tendrá que hacerlo obligándose a adoptar un tono que no le va: agresivo sin parecer impaciente, asertivo sin ser pedante. Si no lo consigue, no es imposible que su caída libre en las encuestas continúe. Si pierde en noviembre, la culpa la habrá tenido una sola mala noche y su infinita repetición en los medios de comunicación y las insaciables redes sociales. Obama, paradójicamente, será víctima de la misma revolución que lo llevó al poder cuatro años antes.
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