ESTHER CHARABATI
El mundo no está a la altura de nuestros deseos; es pequeño y pobre. El pedazo de universo que nos tocó es escaso en experiencias genuinas, está marcado por una monotonía frustrante que frena nuestras pasiones más sublimes y nos acostumbra a lo banal. La vida debería ser maravillosa, el escenario donde se desarrollaran vivencias intensas y encuentros fantásticos: un escenario que detuviera el tiempo y dejara fuera la rutina, los trámites, las obligaciones. La vida verdadera, no esta burda imitación.
Pero la ventana no tiene barrotes y hay varios destinos esperándonos: sólo es cuestión de levantar el vuelo y tomar la dirección hacia alguno de los paraísos que nos ha legado la tradición y que derogan lo cotidiano. No pretendemos huir de la realidad, simplemente buscamos otra que merezca ser vivida. Queremos alcanzar la plenitud.
Los nostálgicos ubican el paraíso en el pasado: la propia infancia o la de la humanidad, esa época gloriosa impregnada de bondad y pureza. Un tiempo en que las comunidades conservaban la bondad primitiva, la gente se quería, la naturaleza ostentaba su virginidad. Montaigne ilustra esta ilusión en su ensayo sobre los caníbales: “Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la maledicencia, el perdón, nunca las habían oído”. Los jardines edénicos, la inocencia y la desnudez corresponden a esa infancia de la humanidad en la que no existía la corrupción ni el poder, el pavimento ni los basureros nucleares.
Otros consideran que la esperanza no puede estar en el pasado, que hay que mirar hacia delante, pues el porvenir redimirá al presente. El paraíso futuro adopta diversas formas: para algunos, está representado por el mesías y para otros es sinónimo de comunismo; en cambio, los que apuestan al progreso tecnológico se han construido un paraíso high tech. Cuando llegue el futuro, nuestras utopías saltarán la agenda para transformarse en orden del día. La armonía, la abundancia y la salvación caracterizan estos paraísos colectivos que inundarán a las sociedades de luz y bienestar, tal como se anuncia en el Manifiesto del Partido Comunista: “Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter político (…) surgirá una sociedad en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.
Otros paraísos han sido ubicados no en tiempos, sino en espacios, lejos del universo real y tangible: arriba o abajo, en el cielo o en el fondo de los mares, en El Dorado, en Oriente, en las islas del Pacífico o en los confines del mundo. El único requisito es que sean, en principio, inaccesibles. Dante describe el paraíso tal como lo vislumbra: “Hay allá arriba una luz, que hace visible al Creador a toda criatura que sólo funda su paz en contemplarle”.
Junto a estos paraísos colectivos a los que llegaremos todos simultáneamente, están los paraísos personales. Uno de ellos, probablemente el más frecuentado, es el amor, esa experiencia que transfigura tiempo y espacio, que paraliza las horas y las ideas e invade nuestra existencia: “Eres mía, eres mía, mujer de labios dulces/ y viven en tu vida mis infinitos sueños”, escribe Neruda. En el paraíso amoroso los colores son brillantes, la música silencia al ruido y la mediocridad queda abolida para dar lugar a las grandes pasiones. Un mundo virtual, del que somos amos y creadores. Ahí nos esperan el ardor, la angustia y el éxtasis en su versión auténtica, no en las falsificaciones que se reproducen en nuestro barrio.
Los paraísos personales a veces tienen el sello de género: tradicionalmente, los varones han recurrido a la fantasía del héroe que está por encima de la mediocre condición humana, mientras que las mujeres han elegido el sueño romántico y, en los últimos siglos, el de la liberación, que establece la equidad y la posibilidad misma de soñar con los paraísos reservados por sus pares masculinos.
¿Son estas evasiones meras fantasías o modifican la conducta de los soñadores? Eduardo Galeano afirma que las utopías, por el sólo hecho de alejarse cada vez que nos acercamos a ellas, sirven para hacernos caminar. Y la historia muestra que, efectivamente, nos han hecho avanzar: la abolición de la esclavitud, las revoluciones, la alfabetización, el poder pisar tierras desconocidas, demuestran que al construir un paraíso actuamos como si pudiéramos acceder a él. Y lo logramos, aunque de inmediato nos fijemos un nuevo paraíso que, ése sí, parece inalcanzable y nos colmará de felicidad. En el ámbito personal, cada uno establece las coordenadas de su paraíso, mismas que guían nuestros pasos hacia el encuentro amoroso, la libertad o la gloria, y convierten nuestras vidas en trayectos irrepetibles.
Contamos, pues, con paraísos para todos los gustos y presupuestos. Aunque efímeros, todos son efectivos cuando se persevera —como Pamuk—, en la búsqueda de Una vida nueva. Pero ya hace años que lo anunció Kundera: La vida (siempre) está en otra parte.
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