JEAN MEYER/ EL UNIVERSAL
Propongo que las autoridades del Distrito Federal levanten una estatua al Negro Durazo en la esquina de Paseo de la Reforma y Gandhi, lugar transitado por millones de turistas. ¿Por qué? Para sentarlo al lado del benefactor póstumo de nuestra ciudad, cuya horrible estatua fue inaugurada por Marcelo Ebrard.
Si no les gusta El Negro Durazo, propondré a Gonzalo N. Santos, señor de horca y cuchillo, cacique de San Luis Potosí, o a otro matón nuestro, porque nuestro no es el déspota, señor de bienes y vidas en Azerbaiyán, tanto en tiempos de la URSS, como después, hasta su muerte en 2003.
¡Ah! Se me olvidaba su nombre, y decir que dejó en herencia a su hijo la pobre república; pobres sus habitantes, riquísimos sus oligarcas que gozan del petróleo. La capital, Bakú, ya era un emporio del oro negro antes de la Revolución mexicana… Los veneros del diablo siguen envenenando a este hermoso y desdichado país.
¡Caray! No les he dicho cómo se llama el héroe de bronce que instaló Marcelo Ebrard en un paseo habitado por nuestros héroes, civiles y militares, del tiempo lejano de la Reforma, más recientemente honrado por la presencia inmóvil de Churchill, Tito, Colosio; Roosevelt no está lejos, Gandhi tampoco. Es un insulto a su memoria, instalar en el mismo espacio cívico a… Heydar Aliyev (1923-2003), que en paz descanse.
Resumo lo que publiqué en La Perestroika (FCE, 1991) y en Rusia y sus imperios. Nuestro héroe —ya lo hicieron nuestro— empezó su carrera en el KGB en 1944; de 1969 a 1982 manda en su país natal, se hace rico, con la mafia azerí, y compra la simpatía de Brezhnev —hay un diamante famoso—; en premio, recibe su nombramiento al Politburó de la URSS y al ministerio de Transporte y Servicios Sociales. En 1987 Gorbachov lo corre por corrupción. Se refugia en su país y provoca, con la ayuda de la mafia, las masacres contra los armenios, para desestabilizar a su odiado Gorbachov. Cuando cae la URSS deja de ser comunista y se vuelve nacionalista. Aprovecha un golpe militar para llegar a la presidencia en 1993 y no soltarla nunca. Le reconozco el mérito de haber firmado, en 1994, una tregua con la vecina república de Armenia, que puso fin a una larga guerra, que había empezado en 1988: 30 mil muertos en ambos países, más de un millón de desplazados.
Este hombre, reza la inscripción de nuestro monumento, es “un gran político y estadista, brillante ejemplo de la devoción infinita a la patria y fidelidad a los ideales universales de paz mundial”. Un verdadero Gandhi.
¡No es posible! Pero hay algo peor, con los 5 millones de dólares dados por el gobierno azerí al DF se hizo otro jardín en la plaza Tlaxcoaque, el “parque de la Amistad Ciudad de México-Azerbaiyán”. Me gusta la amistad. “Ahora es un lugar digno, dedicado a la paz, a la democracia y a los derechos de las personas”, inauguró Ebrard. ¡Qué bueno! Pero resulta que es una propaganda inadmisible contra Armenia, puesto que la estatua femenina que acompaña la fuente conmemora lo que el gobierno azerí llama “el genocidio armenio”.
Durante la guerra entre los dos países, en 1992, fuerzas armenias masacraron 613 azeríes en el pueblo de Jodyali. Crimen imperdonable. Pero no es un genocidio. En todo caso, el Distrito Federal debe levantar otra estatua para señalar “el genocidio azerí”, a saber, la masacre de miles de armenios en Bakú y otras ciudades, en 1990, en la que Gorbachov obligó a mandar el ejército soviético para poner fin a la tragedia.
¿Qué les pasó por la cabeza a nuestros ediles? El asunto es triplemente ofensivo y perverso; para la democracia, para nuestros muertos torturados y asesinados en los separos de Tlaxcoaque, descubiertos con motivo del temblor de 1985, y también para el buen gusto.
*Profesor e investigador del CIDE
jean.meyer@cide.edu
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