EZRA SHABOT/ EL UNIVERSAL
Sindicatos como instrumentos de defensa de los trabajadores ante el capital y los patrones, o formas de cooptación de la voluntad obrera en el marco de un Estado corporativo como el revolucionario mexicano, o quizás negocios redondos y permanentes para dirigencias sindicales convertidas en un factor de poder sobreviviente del viejo régimen, esos cuestionamientos siguen estando vigentes en el México de hoy, y más aún ante la discusión sobre una reforma laboral que pretende afectar intereses para modificar realidades. A esto hay que añadir el fenómeno de sindicatos de burócratas, quienes reciben recursos provenientes de los impuestos ciudadanos, lo que los hace sujetos del escrutinio público.
A diferencia de otras transiciones democráticas, como la española donde se desmontó el aparato sindical del franquismo para dar paso a las organizaciones obreras ligadas a los diferentes partidos políticos, en la transición mexicana el sindicalismo corporativo permaneció intacto, a pesar de su debilitamiento estructural proveniente del debilitamiento del sistema de partido hegemónico. Su falta de vinculación con los intereses de sus afiliados volvió a estas organizaciones obreras instrumentos dóciles fácilmente acoplables al nuevo gobierno panista.
Cuando la reforma laboral pretende formalizar la flexibilidad en la contratación ya existente fuera del marco legal, las resistencias en las dirigencias sindicales son mínimas, pues esto no afecta sus mecanismos de control y sus negocios hechos al amparo de la representación de sus agremiados. Pero cuando se intenta establecer una disposición legal para obligar a los líderes a transparentar los recursos de sus organizaciones frente a sus propios representados, así como forzar elecciones con voto secreto, esto resulta inaceptable porque disminuye sensiblemente el poder de los dirigentes, así como su discrecionalidad en el manejo de los recursos de los trabajadores.
La intención de Peña y sus operadores, Gamboa y Beltrones, es demostrar su capacidad de negociación en el Congreso, y sacar la reforma laboral enviada por Calderón, con las rectificaciones que satisfagan a la representación sindical priísta en las Cámaras. Por ello la necesidad de seguir defendiendo la “autonomía sindical”, entendiendo por este concepto la no injerencia legal en asuntos reservados para los dirigentes y sus subordinados. En realidad de lo que se trata es de mantener inalterado el botín que representa para los eternos liderazgos sindicales el manejo de los recursos, y el control de la directriz vertical que impide la movilidad en los procesos electorales internos de los sindicatos.
Sobre el tema de los sindicatos de trabajadores al servicio del Estado, la reforma laboral no plantea cambio alguno, por lo que Gordillo y Deschamps pueden estar tranquilos en el sentido de que no se trata de un cambio destinado a reducir el poder político y económico de los liderazgos burocráticos del país. En todo caso, la discusión sobre la debida transparencia de los recursos entregados por el gobierno a los sindicatos estatales se encuentra en las facultades del IFAI y de la obligación que toda administración pública tiene de explicar en qué se gasta hasta el último centavo de lo que se cobra como impuesto.
Queda claro que en este momento ni Peña ni el PRI tienen la fuerza suficiente para desmantelar el desvencijado pero funcional aparato sindical proveniente del viejo régimen, y por lo tanto están obligados a defender sus posiciones de control político y económico interno. Sin embargo si su proyecto sexenal supone un cambio de raíz, frente a lo que era el viejo modelo del nacionalismo revolucionario, no podrán sostener la estructura sindical actual. Como todo régimen autoritario que transita a la democracia, se verá obligado a desmantelarlo y sustituirlo por otro modero, abierto y democrático. Eso si de verdad están apostando por el cambio.
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