SAFED-TZFAT-ZEFAT
Los escritores nunca deberían tener descendencia. Ni hijos, ni hermanos, ni amigos, ni depositarios autorizados, ni legatarios universales. Esto permitiría evitar situaciones absurdas y confiscaciones arbitrarias.
Del tipo al menos de la protagonizada por Eva Hoffe y Ruth Wiesler secuestrando durante años unos fondos manuscritos apilados en desorden entre las obras de Max Brod, y donde posiblemente se encuentren textos inéditos de Kafka. Max Brod era el amigo más cercano de Franz Kafka. Su confidente. Quien se negó a acceder a su petición de quemar todos sus manuscritos una vez que descansara bajo la tierra.
El único título de gloria de Eva Hoffe y Ruth Wiesler sería ser las hijas de la secretaria privada de Max Brod, ella misma encargada de confiar esos archivos al Estado de Israel después de su muerte. Sus dos hijas decidieron lo contrario y se comportaron como dos desvergonzadas tratantes de manuscritos que colocaron en unas cajas de seguridad de bancos de Zurich y Tel Aviv.
Ahora la justicia israelí les ha ordenado que las devuelvan al Estado de Israel.
Fin de la historia.
Aún así, una feliz bofetada para esas dos aprovechadas.
No hay nada peor que esos pequeños espíritus malignos que para satisfacer un ego en búsqueda de reconocimiento se inventan paternidades imaginarias y sustraen del bien público los tesoros artísticos.
Ya no debe contar ser hijo, nieto, sobrino o un ahijado más o menos cercano, cuando se aterroriza durante décadas a estudiosos, críticos y lectores al negarse a permitirles consultar sus valiosos archivos.
La viuda de Borges, el nieto de Joyce, la esposa de Malcolm Lowry.
La lista es interminable.
Estos seres que sólo existen debido a su proximidad más o menos probada a un genio creativo son como sanguijuelas que se sienten investidas de una misión divina, proteger una obra que en muchas veces no entienden o solo contemplan como negocio.
Una especie de castradores por derecho hereditario.
Personas sin embargo bastante insignificantes, habiendo vivido generalmente a la sombra de una mente iluminada, rebozadas en su amargura por no haber heredado ni una pizca de talento, y que en venganza se auto proclaman los únicos autorizados para hablar en su nombre.
Requiriendo generosamente copyright gratificantes y otras regalías.
Kafka no se merecía esto.
Quizás tal vez de todos los escritores del siglo XX haya sido el único que merezca ser revestido, a veces con demasiada frecuencia, del término demasiado desgastado de genio,que siempre tiene algo de aterrador y monstruoso. Era un espíritu tan puro que todavía permanece indescifrable. Kafka tuvo la gracia de un santo profeta de los tiempos bíblicos.
Compuso unas parábolas de la condición humana de tal profundidad y nitidez, y con un hechizo de vertiginosa claridad, que ahondar en la lectura de algunos de sus textos podría llegar a parecerse a conversar con Dios.
Leer a Kafka es como recitar una oración. Sin que uno realmente comprenda por qué, su obra nos desafía en nuestro ser más profundo. Sus novelas, despojadas hasta lo intolerable, resultan casi intolerables por su verdad. Verdad metafísica. Aturdiéndonos constantemente como si deshojaran nuestra alma mediante la eliminación de todas esas convenciones que nos impone la sociedad y nos dejaran en paz con nosotros mismos, en un enfrentamiento aterrador.
Kafka, hacia el final de su vida, soñaba con establecerse en Israel. Aprendió hebreo y siguió con atención el surgimiento del sionismo.
Ahora sus archivos viajarán a la tierra prometida.
Ya era hora.
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