Artículo de septiembre de 2011
MAY SAMRA EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDIO
“¡Felicidades!” exclama, en una de las pausas, el Embajador de Panamá en Israel, quien estuvo sentado a mi lado a lo largo de la ponencia sobre Irán.
“Gracias, pero ¿de qué?” respondo, la mente aun hundida en los perversos planes de Ahmadinejad.
“¿Qué no es hoy el Bicentenario de su Independencia?” replica el hombre “Estamos a 15 de septiembre del 2010, ¿recuerda?”.
Recuerdo: soy mexicana (acabo de borrar la palabra “naturalizada”). Por elección. Esta identidad buscada, anhelada, amada. Este sobresalto que me estremece cuando, manejando en la Ciudad de los Palacios, treinta y tres años después de mi llegada, escucho en la radio “Desde México Distrito Federal” y me pregunto: “¿México? ¿Qué hago yo en México?”. Treinta y tres años de hacerme la nómada, dizque ciudadana del mundo, pero judía mexicana al fín. Mexicana a fuerza de palabras, de dolores sordos, de cultura que se te cuela por los poros, de maíz y de chile, de tráfico en el Periférico, de ojos rasgados y piel morena, de buganvilia de Cuernavaca y brisa de Acapulco. Aprendí español a partir de un francés hoy lejano, con las sirvientas, con los nombres de las calles, con los muertos del periódico. México que te nos pegas en la piel como la arena de tus playas, que nos llenas los ojos de caleidoscopios prodigiosos, que te nos enredas en los cabellos como cinta tricolor. México de violencia y de dulzura, de sumisión y de abandono , ¿qué hago aquí, como siempre tan lejos del hogar?
Me encuentro en Israel, otra de mis patrias, en el marco de una Conferencia de Contraterrorismo. Mi interlocutor sigue con entusiasmo: “Esta noche daremos el grito en casa de mi colega, el Embajador de México en Israel”.
Ya está definido el programa de esta noche: “¿Me podría dar la dirección del lugar dónde se celebrará la fiesta?” indago. “Un momento” responde el panameño”, mientras rescata su celular de la bolsa del saco “Pero, ¿podrá usted entrar sin invitación?”
“¿Invitación? ¿Para qué? ¡Soy mexicana!” exclamo, ofendida.
Pero es precisamente lo que me pide, en inglés, el oficial de seguridad, al llegar a la casa indicada, haciendo caso omiso de mi indumentaria festiva y de mi pasaporte. De pronto, un nombre me salta a la mente : Rosy. Rosy Samra, asistente del embajador Federico Salas, es una prima lejana mía, a quien sólo conozco mediante un intercambio de mails. Sin embargo, el parentesco se confirma cuando una mujer de pelo chino y de vestido corto sale a mi encuentro y me abraza con cariño, gritando mi nombre, mientras me empuja, lanzando una mirada de reproche al guardia, dentro de la casa.
Entrada triunfal: la “prima de México” es presentada al Embajador, al agregado militar y a otros agregados cuyos nombres se pierden en la sucesión rápida de los eventos. Ya me siento como de la familia.
El jardín del Embajador, pedazo de México. Un puente tendido sobre la alberca y entre dos pueblos antiguos, que conocen el dolor pero saben festejar. De pronto, español en todos los rincones, agasajo para los oídos. Me regalan un paliacate y un collar compuesto de un pequeño jarro de barro colgado de una cinta tricolor. Los invitados y yo, hermanados por la magia del exilio y de la noche de Hertzliya, nos abrazamos y felicitamos sin conocernos. En la euforia, congratulo a Dov Shmorak y a Yosef Livne, ambos diplomáticos israelíes que laboraron en México. En mi carrera por la casa, acabo en la cocina donde me asalta el olor a tortilla caliente y la visión de una olla de barro gigante, burbujeante de mole, que abarca la casi totalidad de la estufa y me recuerda que no he comido hoy.
Ante mi mirada anhelante, la cocinera, traída especialmente desde México para el evento, me propone: “¿Le sirvo una tortillita, seño? Están recién hechecitas”. Éste es mi México de los brazos abiertos. Olvidándome del decoro y del vestido ceñido, me escurre el mole por el mentón, mientras engullo sin reparo la mejor tortilla con mole de mi vida.
Aire de mar. Margaritas de fresa con chile piquín. Quesadillas miniaturas y sopes tricolores. Una sensación de deja vu me embarga: en otras vidas, en otras lejanías, en otros exilios.
En la terraza, frente a nosotros, el Embajador de México, Federico Salas, y el Ministro de Inteligencia y Energía Atómica, Dan Meridor. El primero “da el grito”, el segundo el brindis en hebreo: “¡Lejaim!”
¡Viva México! ¡Viva Israel! ¡Por la vida! Mis dos himnos se completan: el ojo vuelto hacia Sión rima con el sonoro rugido del cañón. Recuerdo que mi padre, refugiado del Líbano, lloraba en cada saludo a la bandera de México. Mis patrias se abrazan, mis dolores se reconcilian, se reúnen las diásporas debajo del jarrito de barro de Oaxaca. A través de mis lágrimas, intento grabar el momento con mi cámara, pero la pila entrega el alma en el momento preciso: esto quedará solamente bajo los párpados, parte de la memoria.
No importa: soy una con el universo. Soy una con una patria de elección y otra espiritual. La Tierra Prometida y la Tierra Elegida. Los caminos paralelos se cruzan en un giro del destino: el ombligo del mundo se encuentra a mis pies, esta noche, 15 de septiembre, entre gritos y vítores, celebrándolo todo: la Independencia, mi Independencia.
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