CARLOS MARTÍNEZ ASSAD /
Este texto formó parte de una de las conferencias presentadas en el evento “Cien años de vida institucional judía en México” que se llevó a cabo en el Museo de Antropología e Historia.
Los primeros tiempos
Como se sabe México no fue tan atractivo para los inmigrantes como otros países; de hecho la población extranjera nunca fue superior al 1% ciento. El hecho enfático y apartado completamente de la media nacional es que en la ciudad de México llegó a representar el 4.7 por ciento y 3.6 % ciento en el D.F. como sucedió en 1910. Lo cual quiere decir que por ese entonces la población extranjera, es decir de inmigrantes, radicada en el área central sumaba el 8 %.
De los más de 7 mil registros de extranjeros de Medio Oriente en el Archivo General de la Nación, según convocatoria de la secretaría de Gobernación en 1932, la gran mayoría, el 60% (4 529) se agrupó como católicos, el 20% (1 505) como judíos aunque un 18% se identificó israelita y el 1.6% (122) hebreo, el 6.2% ortodoxo (467), el 4.6% (345) musulmán, el 2.1% druso (157).
México fue un país que, con sus altibajos y manifestaciones racistas como lo ejemplifica el rechazo a la población china, auspició la integración. En el fondo hubo motivos políticos como la apertura de algunos de sus gobiernos y culturales, entre los que destacó el factor religioso. Ya los protestantes, en su designación genérica, habían abierto el cauce a una predica receptiva que además permitía los matrimonios mixtos entre estadounidenses o ingleses y mexicanos. Lo mismo sucedió para el encuentro entre libaneses y nativos del país debido a su cultura cristiana porque, aunque con variaciones, coincidieron en los rasgos más esenciales. Algo que por lo general, no se expresó de la misma forma para los inmigrantes con cultura judía.
Varios nativos de la región del Levante llegaron a México en diferentes épocas, aún antes de las oleadas migratorias como lo demuestra la existencia previa de nombres árabes; pero el registro oficial más antiguo según se constata en el Archivo General de la Nación, corresponde a Pedro Dib, nacido en Hasrun en 1867, quien llegó al Puerto de Veracruz el 1 de enero de 1882. Ya iniciado el siglo XX grupos de judíos procedentes también del Mashrek y de Europa tuvieron como destino México. Fuertes contingentes fueron desplazados de sus países de origen, la pluralidad cultural se amplió en el país debido ya no solo a la presencia de diferentes pueblos indios y de españoles, sino a una amplia diversidad de grupos étnicos procedentes de los cinco continentes. Muchos de esos migrantes ostentaba pasaporte turco debido a que sus territorios se encontraban bajo el dominio del Imperio Otomano, hablaban árabe y eran judíos o cristianos.
Estos procedían principalmente de Monte Líbano, los judíos de Alepo y Damasco. Se trataba de una migración forzada por los conflictos sociales locales, polarizados por las políticas internacionales que allí se pusieron en práctica. Coincidía con el momento de la decadencia del Imperio Otomano que los diplomáticos llamaban ya entonces “el hombre enfermo”, con su inclinación en dar armas a los drusos.
En América comenzó a ser usual la llegada de “turcos” como se llamaron en México a los libaneses, sirios y palestinos. El 50% de los nacidos en el extranjero residentes en la ciudad de México en 1910 estaba compuesto por españoles (10 673), el 10% por estadounidenses (2 576); le seguían los franceses (1 683), los chinos (1406), los alemanes (1 015), los británicos (696), los cubanos (638) y sólo atrás los turcos y árabes (566) designación que agrupaba a libaneses, sirios, judíos, árabes y griegos . Algunas consecuencias tuvieron en la población de 400 mil habitantes de la ciudad de México y en los más de 20 mil origen extranjero, los aciagos días que la historiografía ha llamado la decena trágica.
Hace cien años, nadie en su sano juicio en el extranjero podía recomendar emigrar hacia México. Apenas hacía un año había estallado la Revolución mexicana contenida por el gobierno encabezado por el democráta Francisco I. Madero que, luego de derrocar a la dictadura de Porfirio Díaz en mayo de 1911 sólo con una batalla, la de Ciudad Juárez, había tomado posesión de la presidencia el 6 de noviembre de ese año. La ciudad de México, no obstante se encontraba acediada por las tropas de Emiliano Zapata. Las rebeliones locales ponían en jaque al débil ejército del nuevo gobierno, particularmente la de Pascual Orozco en Chihuahua. Con dificultades impedía la presión que sobre Veracruz, donde se encuentra el puerto por donde ingresaron la gran mayoría de los inmigrantes, ejercía Félix Díaz, el sobrino del dictador en contra del nuevo régimen.
Desde esa perspectiva resulta difícil de entender la llegada de extranjeros en ese contexto, aunque probablemente para de los lugares de procedencia esos eventos no eran sino eventos más o menos cotidianos. Isaac Dabbah Askenazí, procedente de Alepo llegó a México en compañía de su madre y hermanas a encontrarse con su padre, quien se les había adelantado. Fue en 1909 cuando su padre tomó la decisión de salir de Siria debido a las penurias en que vivía su familia. Como otro nativos de aquellas tierras, los judíos y libaneses se fueron congregando en el barrio de La Merced y al llegar la familia a México en 1911 se instaló allí. Los encuentros eran frecuentes por las calles de Manzanares, Roldán (hoy República del Salvador), san Felipe Neri (Hoy Mesones), Jesús María y Alhóndiga .
En esa primera calle se había establecido en la Iglesia del Señor de la Humildad, que los vecinos llamaron La Candelarita, el rito maronita de los libaneses cristianos desde 1906 donde les fueron admistrados los sacramentos. Ya cuando llegó el padre Daoud Assad, enviado por el patriarca maronita en 1895, vivió en la casa de Abdallah Kuri en Puente de Correo Mayor número 10.
Desde 1904 los judíos comenzaron a intentar crear una comunidad para lo cual contaron con un amplio salón que les proporcionó la Logia masónica. Judíos de diferentes procedencias se fueron agrupando hasta formar institución comunitaria a la cual llamaron Beneficencia Alianza Monte Sinaí en 1912.
La tranquilidad y la garantía de alcanzar beneficios con su actividad comercial para los inmigrantes recién llegados no duró mucho tiempo. La situación pareció dar un giro fuerte cuando en unos meses, el 9 de febrero de 1913, estalló un golpe de Estado en contra del primer presidente realmente electo en muchos años.
Graves consecuencias debieron tener para la población de 400 mil habitantes de la ciudad de México y, particularmente en los más de 20 mil habitantes de origen extranjero, en los aciagos días que la historiografía mexicana ha llamado la decena trágica. Comenzó cuando los generales Bernardo Reyes, Félix Díaz y Manuel Mondragón intentaron un golpe de Estado en contra del presidente legítimo. La asonada terminó el 19 cuando cesaron los combates al ser aprehendidos los integrantes del gobierno. Se trató de un intento porque la muerte inmediata de Reyes benefició a Victoriano Huerta, quien se hizo del poder y dio un giro drástico al objetivo inicial cuando por órdenes del golpista fueron asesinados Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez el 22 de febrero.
Los relatos de esas fechas son abundantes. Algo de la épica del inicio fue recreada por José Fuentes Mares. Temprano ese 9 de febrero de 1913, el presidente Francisco I. Madero se dirigió desde Chapultepec al centro de los acontecimientos. “De la terraza del café Colón vi pasar al Presidente rumbo al Zócalo, entre aclamaciones, jinete en soberbio caballo blanco…Daba gusto ser uno más –anónimo y todo- de aquella marcha con Madero al frente, valeroso y ejemplar. ¡Lástima que careciera de la más elemental malicia política! Malicia o sensibilidad, como se quiera, para haberse puesto a salvo de la inquina neoporfirista…
El narrador dice haber visto más de quinientos muertos dispersos por las calles, la mayoría junto a la Catedral porque ese domingo muchos feligreses que salían de misa encontraron la muerte en el fuego cruzado entre los dos bandos. Había víctimas de todo tipo “desde léperos y vendedores ambulantes hasta damas pacatas que salían de su misa dominical; soldados leales y rebeldes” y mientras se batían en el centro en la Ciudadela se resguardaron las fuerzas de Félix Díaz y del general Manuel Mondragón.
Los migrantes recién llegados también dejaron testimonio de lo sucedido. Resultó cándido el relato del inmigrante libanés Dib Moritllo, nativo de Antaurin quien, junto con otros paisanos sufrió las consecuencias de lo que estaba sucediendo, cuando apenas contaba con 40 días de haber llegado al país para radicarse en la ciudad de México. En compañía de otro inmigrante, el señor Juan Nicolás, se disponían a salir a cobrar abonos por la colonia Roma cuando alguien que regresaba a las 7 de la mañana, les comentó que había un movimiento militar en el Zócalo. Salieron y encontraron que todo estaba rodeado por soldados con carabina en mano,
“…lo mismo en los altos del palacio Nacional, en la Catedral y en sus altos campanarios y las azoteas de las casas cercanas, nosotros fuimos y abordamos el tren eléctrico y un momento más tarde oímos fuertes tiroteos y los disparos de los cañones; entonces calculamos que era en el zócalo, como al medio día con mucho trabajo pudimos regresar a la casa, ya se estaba empezando a paralizar el trafico, cuando llegamos nos dijeron que hubo una balacera frente al palacio y el zócalo se llenó de muertos y heridos, también murió el General Fernando Reyes cuando trataba de entrar al Palacio contra la voluntad de los que estaban de guardia”.
Observó también las pérdidas de muchas vidas humanas entre el ejército y el público en la lucha que duró 10 días. Consideró que la ciudad de México sufrió mucho, “grandes edificios fueron derribados por las balas de los cañones que tiraban de uno y otro bando, también las pérdidas en vidas humanas fue de consideración, batallones del ejército que entraban al combate casi fueron acabados”. Aludió igualmente al transcurso de la vida cotidiana,
“el público no podía salir a ningún lado para arreglar sus asuntos domésticos, solo podía hacerlo en las 2 horas diarias que daban los combatientes como horas de descanso. Un día en esas horas de descanso yo, y mi señora salimos y dimos una vuelta caminando hasta llegar cerca de los combatientes y vimos los montones de muerto que estaban listos para llevarlos a otro sitio y quemarlos con gasolina, la batalla terminó con la muerte del Sr. Presidente Don Francisco I. Madero, así el general Victoriano Huerta ocupó la presidencia y mandó al general Félix Díaz como embajador de México en el Japón y terminó la lucha, el ejército que sobró quedó estacionado al rededor de méxico y la situación en una temporada quedó casi pacífica” .
Por su parte, Isaac Dabbah recordó así los hechos:
“El 9 de febrero de 1913 nos despertó el tronar de los cañones y el silbido de las balas que empavorecían la ciudad. Sobresaltados, no nos atrevimos, igual que la inmensa mayoría de la población, a salir de nuestro hogar, y por ende, ignorábamos lo que en realidad, estaba sucediendo […] Las fuerza maderistas disparaban sus cañones contra la Ciudadela, y los refugiados en ésta contra el Palacio Nacional al que el Presidente Madero había llegado acompañado por cadetes del Colegio Militar. Patrullas de uno y otro bando recorrían las calles de la capital y cuando dos de ellas llegaban a divisarse una a otra se cruzaba un fuego graneado de fusilería que hacía imposible recorrer las calles. Esta situación iba eternizándose. Rebeldes y leales llegaron a un acuerdo de suspensión de las hostilidades durante una hora al día para que, en este lapso de tiempo, los habitantes de la ciudad pudieran ir en busca de provisiones y atender otras apremiantes necesidades. ”
El rabino Shelomó Lobatón contó que una bala de cañón había ido a incrustarse en la pared del Bet Kneset Ketaná, entre los soportes que sostenían el medidor de luz, sin que ese proyectil llegara a estallar. Gracias a esta circunstancia se había salvado de la destrucción del único rollo de la Torah (el primer libro de la Biblia) entonces existente en México. Fue milagrosos que el proyectil no estallara ya que de haber sucedido no se hubiera conservado el Sefer (libro) que tantos sacrificios costó a quienes lo trajeron y la familia Lobatón habría sufrido pérdidas.
De las memorias de esos días de Manuel Márquez Sterling, quedaron pasajes notables de sus vínculos con los poderosos de ambos bandos y de su relación con el cuerpo diplomático. El japonés Kinta Arai, abogado y filósofo, había llegado a México en 1909 y colaboró con él así como con Bernardo Cólogan, embajador de España, para proteger la vida de Madero. Entre sus testimonios destacan sus acciones para poner a salvo la vida del presidente y del vicepresidente como el traer el crucero Cuba a Veracruz el 16 de febrero, desde donde debían salir al exilio. Sólo lo lograron sus familiares cercanos y su esposa. Entre sus relatos menos conocidos están los del transcurrir cotidiano, como el siguiente:
“Un cubano, agente de cerveza, me asegura, resplandeciente de felicidad, que ha vendido tres mil botellas a… ¿A quién? –pregunto.
-A Félix Díaz –afirma alborozado mi compatriota.
-¿A Félix Díaz? –contesto. La Ciudadela está dentro de un círculo de fusiles y ametralladoras…
-Así lo imaginará el presidente Madero –observa el cubano que tampoco pecaba de maderismo. Sin embargo, una ancha vía, por donde no se encuentra un solo federal, permite a los rebeldes ir y venir a capricho y entrar no sólo cajas de mi cerveza sino, además, ganado, maíz, verduras, fruta y hasta champaña…”.
La escolta asesina fue conducida por un tal Francisco Cárdenas. El doble asesinato de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez tuvo lamentables y profundas repercusiones para el país y selló la suerte de la violenta revolución que se iniciaba y que igualmente muchos civiles mexicanos y extranjeros presenciaron y en muchas oportunidades dieron cuenta de los episodios en los que participaron.
Reclamaciones
Siguieron tiempos difíciles y varios de los migrantes se vieron involucrados en los diferentes eventos de la Revolución mexicana por todo el país. Contaba de nuevo Isaac Dabbah, que la nueva época se inició con una economía desquiciada y entre 1913 y 1917 toda la población sufrió los impactos de la lucha armada. “A nosotros nos tocó compartir estos sufrimientos, agravados en nuestro caso no por causa de nuestro origen o nuestra religión (jamás hubo en aquel entonces indicio alguno de sentimientos antisemitas en ningún lugar de México), sino simplemente por el hecho de que los ingresos de nuestras familias sufrieron una caída vertical. La venta en abonos de prendas y objetos sencillos a gente modesta siempre había dejado una utilidad muy reducida pero que nos permitía vivir dentro de un marco de estricta moderación”.
Judíos y libaneses coincidieron en las reclamaciones por los daños causados por la guerra para lo cual lograron el establecimiento de una comisión que se hizo a semejanza de los acontecido en otros países. Y, debido a que ya se habían firmado los Tratados de Versalles luego de la Primera Guerra Mundial y el establecimiento de los protectorados que rediseñaron el Medio Oriente, a Francia correspondió detentar el de Siria y Líbano, por lo que los nativos de esos territorios cayeron bajo su protección. Sólo el archivo familiar me ha permitido recrear estos pasajes.
En la Legación de Francia en México, ubicada en Francisco I. Madero número 1, se reunió la Comisión Mixta de Repartición de las Reclamaciones sirio-libanesas el 12 de agosto de 1937, conforme a las disposiciones del Alto Comisario de la República Francesa en Siria y Líbano. Estuvieron presentes como comisionarios el señor Vasse, secretario de la legación, quien fungiría como presidente, y los señores Julián Slim, Emilio Smeke, Gabriel Galant y Negib Chami. Aunque todos hablaban árabe, decidieron que las deliberaciones, debates y documentos oficiales se expresarían en castellano y en francés. El Encargado de Negocios de Francia, el señor Bernard Hardion, asistió a la inauguración de los trabajos.
Luego de agradecer los comisarios a los gobiernos francés, libanés y sirio para la resolución definitiva de las reclamaciones de libaneses y sirios, se propusieron trabajar de “buena fé y de juzgar con toda conciencia y equidad los expedientes de reclamaciones que sean sometidos a su examen. Todo ello con el fin de igualar con las mismas garantías de “competencia y de imparcialidad de que disfrutaron los reclamantes franceses”.
Se procedió entonces a exponer el problema jurídico de las reclamaciones tal como habían sido presentadas al gobierno francés en los últimos años. Dicha exposición se complementó con la técnica para explicar con precisión las condiciones en que deberían calcularse las cifras reales de las indemnizaciones que la comisión debía determinar en cada uno de los casos.
El señor Smeke preguntó si los reclamantes a quienes no se había dado aviso de la convención del 25 de septiembre de 1924, o a aquellos que por razones de fuerza mayor no pudieron hacer valer sus derechos de una indemnización, podrían hacerlo ante la comisión de la que formaba parte.
El señor Chami argumentó que en aquella época se había dado toda la publicidad necesaria por medio de la prensa o de circulares y notificaciones individuales, cuando él mismo fungía como presidente de la Cámara de Comercio Sirio-libanesa de México.
Se aclaró que las decisiones, según los protocolos establecidos, debía decidir con exclusión de nuevas reclamaciones, por lo que la Comisión en funciones era incompetente para recibir otras demandas.
Entonces el señor Julián Slim preguntó a los comisarios designados aclararan si actuaban a título personal o como representantes de organismos o sociedades. Luego de que el presidente aclaró que los miembros habían sido designados a título personal, el señor Slim preguntó si no sería conveniente que la Comisión integrara a un nuevo miembro de nacionalidad siria, puesto que el señor Smeke representaba “solamente al elemento israelita de la colonia siria que tiene numerosos miembros pertenecientes a otras confesiones religiosas”. A lo cual, éste replicó que en ese caso “convendría asimismo designar un comisario libanés israelita, puesto que la colonia libanesa cuanta numeroso miembros pertenecientes a esa religión”.
El presidente hubo de intervenir para declarar que dicha Comisión no podía considerar “las diferencias de culto existentes entre sus miembros o entre los reclamantes” y les recordó que el Alto-Comisario designa nominalmente y de manera limitada a los miembros. El señor Slim manifestó su acuerdo y retiró su petición.
El 17 de agosto la Comisión examinó los expedientes de los reclamantes, uno de los cuales no presentó ninguna prueba de los hechos invocados. Otro reclamó 12 mil 508 pesos 52 centavos por los daños sufridos en Sombrete, Zacatecas, el 19 de febrero de 1919 por unos bandidos ante la negligencia de las autoridades locales. Fue rechazada sin discusión.
En cambio, unos hermanos en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, reclamaron un préstamo forzoso de 600 pesos a las fuerzas obregonistas y presentaron una exposición testimonial, así como la cantidad de 20 mil pesos. La resolución fue desplazada para otra sesión.
El siguiente reclamante alegó que el 18 de noviembre de 1913 su casa de comercio en Ciudad Victoria, Tamaulipas, había sido saqueada por las fuerzas constitucionalistas, y la comisión reconoció que el interesado tenía derecho a la reclamación aunque sólo se le proporcionaron 14 mil 791 pesos 45 centavos de los 30 mil pesos reclamados.
El 19 de agosto en otra reunión se continuaron discutiendo los casos ya presentados y aparecieron otras reclamaciones. Alguien en Concepción de El Oro, Estado de México, reclamó indemnización con los daños sufridos el 2 de mayo de 1920, por mil pesos, lo cual fue aprobado y una nueva sesión fue programada para el día 24. Hasta aquí, el comienzo de una investigación que puede arrojar aún interesantes resultados de lograr reunir la información total que se produjo.
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