Invocación del Mulo

*ÁLVARO ENRIQUE/EL UNIVERSAL

Encuentro en Internet un texto rarísimo. Una “Oración del escritor” de un poeta llamado Mois Benarroch. Es un poeta de Marruecos, nacido en el 59, que vive en Jerusalén y escribe en español. A lo mejor es famosísimo y yo soy el único que no lo conoce; nuestro último místico: si San Juan de la Cruz viviera en nuestros tiempos, sin duda tendría un blog y lo administraría desde un lugar santo. O a lo mejor no es un poeta raro, sino falto de reconocimiento.

Un verso poco logrado pero muy divertido de la “Oración” de Benarroch me hace inclinarme por la segunda opción: “Ayúdame en mi trabajo de escritor a escribir para el bien y evitar los pensamientos comerciales”. La sustitución de los “malos pensamientos” por los “pensamientos comerciales” es invaluable en el sentido de que informa más sobre una manera de ver al mundo que sobre lo que el poeta haya tratado de decir sobre una relación inestable entre la escritura, el escritor y alguno de los pocos dioses que quedan vigentes en el mundo.

Me pregunto qué podría ser un “pensamiento comercial”. Supongo que es una idea literaria, una imagen, cuya mayor virtud -si fuera posible- sería que es más rentable que otras. Pero, ¿no es la más comercial de las ideas, precisamente, plantearse escribir una oración del escritor? Según entiendo, hacer un poema que tenga un fin distinto a ser un poema es, precisamente, desviarlo hacia una posible aceptación más allá de la poesía misma, acercarla al lucro vía su relación con un tercer objeto deseable -brindar acceso a una relación sana con Dios, una mayoría de lectores dispuestos a pagar por un libro, ganar una situación de influencia en alguna organización.

La filóloga española Carmen Benito Vessels (La palabra en el tiempo de las letras, FCE, 2007) me contó alguna vez que, cuando era niña, las oraciones servían también para medir el tiempo. En su recuerdo, que yo recuerdo ahora, el estupendo soneto tal vez anónimo “No me mueve mi Dios para quererte” cabía con precisión en una cuadra de su ciudad natal. Decirlo tres veces rumbo a la escuela -a tres cuadras de distancia-, implicaba encontrar el paso correcto para llegar a tiempo a clase. Esa utilidad práctica no le quita un ápice a los versos memorables -se sea católico o no- “Pues aunque lo que espero no esperara/ lo mismo que te quiero te quisiera.” También sé que mucha gente reza durante el despegue no porque tenga fe, sino porque lo que tardan en ser dichos un Padre nuestro y un Ave María es el tiempo que un avión toma para estabilizarse en el aire: es improbable que se accidente después de eso.

Los últimos dos versos de la “Oración” de Benarroch tal vez aclaren cuáles son las ideas comerciales de las que hay que escapar a toda costa si uno es poeta: “Elohim de las palabras. En ti y para ti escribo / Evítame los pensamientos sobre mi tiempo y sobre lo efímero.” Pensar que escribir un poema sobre lo que no es trascendente es ser un poeta comercial no podría ser más simplista.

¿Tiene algún sentido elevar un rezo en nuestro tiempo? En el estupendo artículo “Oración de la Serenidad” (Letras Libres, enero 2004), Hugo Hiriart reivindicó la importancia de la permanencia de ciertos versos maestros a través del ejercicio -tan inquietante para mí- que representa el hecho de que todavía se ore en grupo. Hiriart recordaba en ese texto el poema “Oración de la serenidad”, del teólogo estadounidense Reinhold Niebuhr, que a fuerza de ser dicho se ha ido volviendo anónimo. Hiriart piensa que ese gesto, la anonimidad que se conquista, es el mayor mérito de un poeta. Cuenta que Cardoza y Aragón le dijo alguna vez: “Ya quisiera yo que quedara de mí, no un libro ni un poema, sino siquiera un verso”.

Si yo tuviera que elegir un poema útil, un poema que se dijera para invocar alguna fuerza que ayude a escribir, sería la “Rapsodia para el mulo”, de Lezama Lima. Un poema que creo que se trata sobre el demonio de la escritura y su invocación no entre el ruido de la liturgia compartida en comunidad, sino recordando que es la disciplina silenciosa diaria, siempre un poco idiota, lo único que permite abatir la irremontabilidad de todo lo que está por ser escrito. “Con que seguro paso el mulo en el abismo”, decía Lezama; “Lento es el mulo. Su misión no siente. / su destino frente a la piedra, piedra que sangra /creando la abierta risa en las granadas”.

*Escritor, su novela más reciente es “Decencia”. Ganó el premio Joaquín Mortiz con “La muerte de un instalador”.

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