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En los últimos meses el terrorismo yihadista ha reforzado su activismo en la Península del Sinaí, territorio egipcio en el que, sus límites territoriales tanto con Israel como con la franja de Gaza dominada por el Movimiento de Resistencia Islámica palestino, más conocido por su acrónimo Hamas, adquieren como en ningún otro lugar importancia estratégica. El análisis pues de esta situación es obligado, sobre todo ante la peligrosa evolución que debemos ubicar en el contexto de las revueltas que apartaron del poder al Presidente Mohamed Hosni Mubarak en febrero de 2011.
Escalada de actos terroristas
En el contexto de las revueltas en Egipto y de los acelerados acontecimientos posteriores, reflejados en una compleja transición salpicada de legalizaciones de partidos y de elecciones, los sucesivos ataques terroristas contra el gasoducto que permite llegar gas egipcio tanto a Israel como a Jordania y Siria pasaron en buena medida desapercibidos o, peor aún, fueron considerados por muchos como daños colaterales o como consecuencias previsibles pero que no debían de provocar inquietud pues acabarían convirtiéndose en hechos lamentables pero aislados. El incremento de la presión terrorista, de la que los ataques a los gasoductos no eran sino un reflejo más, sí que preocupa ahora, particularmente tras el ataque del pasado 5 de agosto que analizaremos a continuación. Lo hace además retrotrayéndonos a ataques también muy graves producidos años atrás – al sufrido por ejemplo por el Hotel “Hilton” de Taba, en el sur del Sinaí en 2004, o a ataques también sangrientos desde principios de 2006 – que los analistas obnubilados por las revueltas árabes y por la “moderación” de los islamistas Hermanos Musulmanes deberían de haber recordado cuando la violencia empezó a manifestarse de nuevo en la zona. El rebrote terrorista en los primeros meses de 2006 coincidía además en el tiempo con la irresponsable liberación de más de 900 terroristas de la Gama’a Al Islamiya, seguida después por la de muchos de los también terroristas de Yihad Islámica, error este achacable al defenestrado Mubarak pero animado en el contexto de las medidas de gracia que también se aplicaban en otras latitudes árabes (Argelia, Marruecos o Arabia Saudí, entre otros) y musulmanas (Afganistán y Pakistán, entre otros) y que muchos líderes occidentales animaban y aún animan.
Precisamente un ataque ocurrido en 2011, y a recordar ahora como tarjeta de presentación de los más recientes, fue el lanzado el 18 de agosto de 2011 contra las inmediaciones de la ciudad israelí de Eilat. Seis civiles y dos militares israelíes murieron cuando varios terroristas armados con armas automáticas, lanzagranadas, bombas colocadas en las carreteras y cinturones explosivos de suicidas iniciaron un sangriento ataque coordinado contra objetivos “sionistas”. Las investigaciones posteriores atribuyeron los ataques a elementos procedentes de Gaza que habrían entrado en territorio egipcio por los túneles de Rafah y que habrían atravesado territorio de la Península del Sinaí de norte a sur para aproximarse a su objetivo. Ello llevó también a achacar a los denominados Comités de Resistencia Popular de Gaza los ataques, aún cuando dicho grupo rechazara la autoría si bien los elogiaba. Hoy, catorce meses después de los ataques, investigaciones posteriores y la observación de la evolución de los acontecimientos permite hablar ya de una amenaza yihadista salafista emergente y cada vez más consolidada en la Península, una nueva franquicia de Al Qaida en formación constituida por diversos jirones de grupos yihadistas preexistentes y alimentada por savia nueva llegada en el convulso contexto de la región.
La gota que colmó el vaso de las acciones terroristas fue sin duda el asesinato de 16 militares egipcios cerca de las fronteras con Israel y con la franja de Gaza el 5 de agosto. La acción, que incluyó el intento de parte de los terroristas de penetrar en Israel, algo que fue abortado por efectivos del Tsahal, obligó a las autoridades egipcias a tomar medidas drásticas ante desafío tal visible y en un momento en el que trataba de consolidarse en el poder y de asegurar su imagen en el exterior el Presidente islamista Mohamed Morsi. En el marco de la “Operación Águila” u “Operación Limpieza del Sinaí”, emprendida sin comunicación previa alguna a las autoridades de Israel que tendrían que haber sido informadas del despliegue militar en virtud de los Tratados de Paz firmados por ambos países en Camp David en 1978, a fines de agosto las fuerzas egipcias habrían eliminado ya a 11 yihadistas y detenido a 23. A 8 de septiembre el número de terroristas muertos ascendía ya a 32 según informara el Portavoz de las Fuerzas Armadas, el Coronel Ahmed Mohamed Alí. Aparte de desplegar carros de combate y helicópteros los militares egipcios contaron también en su operación con la presencia de antiguos terroristas – como Magdi Salem, que pasó dieciocho años en prisión – para tratar de convencer a sus antiguos camaradas de que se rindieran.
La ofensiva del verano servía para dar una respuesta ‘ad hoc’ a lo que había sido un crimen execrable con enorme impacto regional e internacional, pero poco a poco fue desvaneciéndose contradiciendo con ello las encendidas palabras del Presidente Morsi que había prometido extirpar a los terroristas de la zona. A mediados de septiembre estos volvían al ataque, haciéndolo además contra un objetivo enormemente sensible para mostrar de nuevo que sus ambiciones siguen ahí bien presentes. Los días 15 y 17 atacaban en Al Gora, con armas automáticas y lanzagranadas RPG-7, un acuartelamiento de la Fuerza Multinacional de Observadores (MNFO), un instrumento militar multinacional, pero no de cascos azules de la ONU, creado para vigilar la aplicación de los Acuerdos de Camp David y, por tanto, de larguísima presencia en el Sinaí. Hirieron en el ataque a tres militares colombianos pero, además, provocaron también heridas a civiles y a ocho agentes de seguridad que habían emprendido su persecución. Coincidiendo con ambos ataques, el 17 de septiembre los terroristas lanzaron otro contra la Comisaría Principal de Al Arish, capital de la Provincia del Norte del Sinaí y escenario habitual de tensiones y enfrentamientos con yihadistas.
Llegados a este punto es útil recordar que la Península del Sinaí se encuentra dividida en dos Provincias desde el punto de vista de la administración territorial egipcia – la del Norte y la del Sur – y en cuatro Zonas Militares en términos de aplicación de los Acuerdos de Camp David: la Zona A, al oeste del Canal, bajo control egipcio con una división de 22.000 efectivos allí estacionada; la Zona B, que abarca toda la región central de la Península, en la que están desplegados cuatro batallones de las Fuerzas Armadas en apoyo a las Fuerzas de Seguridad egipcias; la Zona C, al oeste de la frontera con Gaza y con Israel, extensión desmilitarizada donde está desplegada la MNFO y las Fuerzas de Seguridad egipcias; y la Zona D, una estrecha franja del lado oriental de la frontera entre Egipto e Israel, donde están desplegados cuatro batallones del Tsahal supervisando también la frontera con Gaza.
El primer ataque contra la base de la MNFO en agosto pasado se produjo en el contexto de las furibundas movilizaciones contra la publicación de una lamentable película en la que se ridiculiza al Profeta Mahoma y, en general, a los musulmanes pero, como hubiera ocurrido días antes – el 11 de septiembre – en el Consulado de los EEUU en Bengasi (Libia), los acontecimientos también tuvieron como protagonistas a los yihadistas salafistas y a sus particulares estrategias. La base de Al Gora ocupada por efectivos de la MNFO – 300 militares colombianos, 80 estadounidenses y 35 uruguayos – se ha convertido así en un objetivo potencial para los ataques de unos terroristas que están reforzando su activismo en el contexto de la desestabilización que siguió a las revueltas en Egipto.
La respuesta obligada del Presidente Morsi ha tenido su reflejo en la susodicha “Operación Águila” pero también en el sellado de los famosos túneles que permitían desde hace años el contrabando entre Egipto y la franja de Gaza y que algunas ofensivas militares israelíes no habían sido capaces de bloquear. La manifestación celebrada en Gaza el 30 de septiembre contra la medida tomada por las autoridades egipcias – que no es seguro que haya logrado bloquear toda la compleja red de túneles y que en caso de no permanecer vigilantes volverá a ser reconstruida – ha supuesto un aldabonazo para Mursi y para sus acólitos. Recordemos que Ismail Haniya, líder de Hamas y el primer actor relevante que se felicitó en la región por la victoria electoral del Partido de Libertad y Justicia (PLJ) y el acceso a la Presidencia de Morsi, había propuesto a sus hermanos egipcios durante una de sus cada vez más frecuentes visitas a El Cairo crear una zona de libre cambio entre Egipto y Gaza, propuesta que había despertado inquietud en la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y en Al Fatah pues, de concretarse, no haría sino ahondar la división palestina. Morsi no ha respondido a la propuesta de Haniya pero lo importante para nosotros aquí es que, su operación contra los túneles de Rafah, medida también obligada como la respuesta que cristalizaba en la “Operación Águila”, no hace sino profundizar contradicciones y obligar a los islamistas a posicionarse de cara al futuro.
El telón de fondo de la Presidencia islamista de Mohamed Morsi
Si bien los gobernantes islamistas egipcios se han visto obligados a reaccionar a la provocación del 5 de agosto, por su envergadura y porque se produjo en un escenario tan delicado como es la Península del Sinaí, precisamente su perfil islamista hace temer que la contundencia frente a la amenaza de los yihadistas no se va a mantener constante. Siendo al fin y al cabo moderados y radicales miembros de la misma familia islamista, estando ahí la frontera con Israel (la “entidad sionista” en el vocabulario no sólo islamista sino también nacionalista árabe) y, por añadidura, estando también ahí los hermanos del Hamas palestino – que no es sino una sucursal de los Hermanos Musulmanes de Morsi –, podemos afirmar que la inestabilidad está asegurada.
Los susodichos atentados llevaron en una primera evaluación a considerar la posibilidad de que los terroristas – o parte de ellos – hubieran accedido a Egipto desde Gaza, y de ahí el sellado de los túneles, y a que también estos y otros grupos terroristas se hubieran visto reforzados por algunos de los muchos presos que han sido liberados durante y después de las revueltas. Esto último también pone en tela de juicio la gestión de los islamistas desde el poder pues tal medida no habría hecho sino incrementar exponencialmente la inseguridad en el país. Es significativo en este sentido que las familias y muchos de los compañeros de los dieciséis militares asesinados el 5 de agosto mostraran con vehemencia su rechazo a la presencia en los funerales oficiales tanto del Presidente Morsi como de su Primer Ministro Hisham Qandil. El 23 de agosto fuentes de las Fuerzas de Seguridad recogidas por la agencia de noticias Mena hacían público que buscaban a al menos 120 terroristas, que en la Península del Sinaí estimaban que estarían operativos en estos momentos unos 1.600 activistas, que no todos ellos son egipcios y que en su mayoría siguen la versión radical del Takfir Wal Hijra (Excomunión y Exilio), es decir, que son los verdaderos yihadistas salafistas, los más extremos y por ello los más peligrosos. Reflejo judicial de todo ello sería la condena, dictada por un Tribunal de la ciudad septentrional de Ismailiya el 24 de septiembre, contra un grupo de yihadistas detenidos entre el año pasado y el corriente: 14 condenas a muerte, 4 condenas a cadena perpetua y seis absoluciones, en el juicio a los acusados por el ataque a una comisaría de policía y el asalto a una sucursal bancaria del Banco de Alejandría en El Arish, capital de la Provincia del Norte del Sinaí, acciones terroristas que costaron la vida a seis personas en julio de 2011. En este caso, los individuos sentados en el banquillo estaban acusados de pertenecer al grupo Tawhid Wal Yihad (Unicidad del Islam y Guerra Santa, homónimo en buena medida del MUJAO que actúa en el Sahel como escisión de Al Qaida en las Tierras del Magreb Islámico, y que cuyas siglas representan al Movimiento para la Unicidad del Islam y el Yihad en África Occidental).
Morsi ejerce como Jefe del Estado supuestamente responsable y convence, por ejemplo, a las tibias autoridades estadounidenses – y ello a pesar de las en algunos momentos recientes duras palabras del Presidente Barack Hussein Obama –, pero sus prioridades se van manifestando conforme van pasando los meses y va marcando su estilo en la Presidencia. Su primer viaje al extranjero, a Arabia Saudí el 12 de julio, seguido de otros a la República Popular China o a la República Islámica de Irán, muestran sus preferencias en cuanto a la política exterior, pero en lo que a la política interior respecta la labor sociopolítica y religiosa de la Hermandad se muestra ahora en majestad y los modos autoritarios también.
Desde que tomara posesión el 30 de junio de su cargo de Presidente – como líder de la formación vencedora en las elecciones, el PLJ, seguido de cerca con un 20% de los votos emitidos por los salafistas de Al Nur – Morsi se ha mostrado en todo momento dinámico e incisivo como buen islamista que es. El 12 de agosto ponía fuera de juego tanto al todopoderoso Mariscal Mohamed Husein Tantaui, cabeza del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFAS) y Ministro de Defensa, como a su número dos, el General Sami Anan, Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas. Aprovechaba precisamente para hacer tan impactante remodelación los cambios sobrevenidos tras el sangriento ataque terrorista del 5 de agosto en el Sinaí. En paralelo a la destitución del Jefe de los Servicios de Inteligencia y del Gobernador de la Provincia del Norte del Sinaí se producía esa decapitación del órgano que, desde el desplazamiento de la Presidencia de Mubarak, había detentado el poder real en el país. Fuera pactada dicha salida de Tantaui, como muchos afirman, o no lo fuera, lo cierto es que en términos simbólicos pero también de asentamiento de los islamistas en el poder lo que cuentan son los resultados, haciendo con ello un símil con la progresiva laminación del Estado kemalista turco por parte de los islamistas del AKP que llevan ya diez años en el poder, desde 2002, ejecutando dicha política con gran éxito. Los dos resultados más evidentes y más relevantes son, por un lado, aupar a militares más proclives a trabajar con los islamistas (los Generales Abdelfatah Al Sisi, hasta entonces jefe de la Inteligencia Militar, y Mohamed Al Assar, sustitutos respectivamente de Tantaui y de Anan) y, por otro lado, haber recuperado también el poder legislativo que en junio el CSFAS se había apropiado al disolver las dos cámaras.
Sobre las tendencias autoritarias, sirva un ejemplo reciente. El 11 de octubre el Presidente Mursi destituía fulminantemente al Fiscal General, Abdelmeguid Mahmud, y ello porque le había disgustado que varios altos cargos del ex Presidente Mubarak hubieran sido absueltos por la Justicia el día anterior. Mahmud se resistió con vigor a la destitución presidencial y el propio Consejo Supremo de Justicia intervino para hacer ver al atrevido Presidente que hay límites que deben respetarse: hoy por hoy Morsi ha vuelto atrás en su decisión pero las maneras están ahí. De la misma manera que hay resistencias al autoritarismo de Morsi en la Judicatura las hay también en las calles: prueba de ello, el centenar largo de heridos en las calles de El Cairo en enfrentamientos entre manifestantes partidarios del Presidente y críticos que protestaban contra la arrogancia de la Hermandad el 12 de octubre.
Mientras Morsi presumía de los logros de sus primeros cien días en el poder con el telón de fondo de su baño de multitud en un estadio que albergaba a 60.000 seguidores, en El Cairo el 7 de octubre, el contexto en el que se manifiesta su triunfalismo no puede ser ocultado, ni tampoco los islamistas tienen intención de hacerlo: las denuncias por blasfemia son cada vez más frecuentes en lo que es una fórmula innovadora para acallar las expresiones discordantes y perseguir a los laicos; el propio Primer Ministro, Hisham Qandil, “invita” a los medios de comunicación a ocuparse de lo relevante (destacar la labor del Gobierno y del Presidente) y a dejar de lado lo superfluo (criticar sus excesos y delirios); en relación con lo anterior, el régimen está islamizando deprisa todo lo que puede, nombrando editores de los principales medios de comunicación y gobernadores provinciales a cuadros de la Hermandad en un proceso de laminado parecido al turco pero mucho más acelerado en el tiempo; y, finalmente, el proceso de elaboración de la Constitución está reflejando, como está ocurriendo también ahora mismo en Túnez, la influencia de los islamistas.
Ahora que acaba de hacerse público el primer borrador de la futura Carta Magna egipcia, se puede observar aquella: se consagra por ejemplo la igualdad de hombres y mujeres “siempre y cuando no entre en conflicto con las disposiciones de la Sharía” y, aún más grave, los salafistas de Al Nur presionan para que la edad de casamiento de las niñas (18 años hoy) se rebaje, hasta los 16 para algunos pero hasta los 10 para otros aún más ambiciosos. El pulso de los islamistas, más o menos radicalizados, en las Asambleas Constituyentes de Egipto y de Túnez, debería de ser suficientemente esclarecedor para quienes aún siguen insistiendo, sobre todo en Occidente, en las enormes virtudes de los islamistas “moderados” y su protagonismo en la construcción de sociedades democráticas en escenarios “post-autoritarios”.
Volviendo a la amenaza del terrorismo, señalaremos que este proceso de asentamiento del poder islamista en Egipto hace prever más una consolidación del activismo yihadista en “las puertas de Israel” que lo contrario, y precisamente por ello la ofensiva egipcia en el Sinaí puede perder intensidad y permitir así que los terroristas se recuperen. La llegada de armas procedentes de Libia (las más sofisticadas, las antiaéreas de origen ruso, provocan preocupación en Eilat, tanto para los vuelos civiles como para los militares), y de otros escenarios de descontrol propiciados por las revueltas árabes, y la reapertura de un frente norte alimentado por la guerra en Siria y su contagio progresivo al volátil escenario libanés, no hará sino agravar aún más las cosas, y todo ello con el telón de fondo de un creciente activismo por parte de actores como Arabia Saudí y Qatar – en un bando suní que alimenta a los rebeldes sirios y a los yihadistas en el lejano norte de Malí, como en 2011 hicieran con los rebeldes libios – o de una República Islámica de Irán que tiene experiencia acumulada en alimentar a luchadores, shiíes pero también suníes, para ser fiel a sus ideales revolucionarios y a sus objetivos estratégicos.
Si históricamente los entre 400.000 y 600.000 beduinos, según las fuentes, que habitan la Península del Sinaí han vivido marginados por el poder central de El Cairo – como lo han sido también miles de Tuareg en Malí o en Níger haciendo un símil saheliano –, bueno será que las autoridades locales y los actores foráneos que tratan de implicarse en términos estabilizadores se esfuercen en mejorar tales situaciones para evitar, si aún no es tarde, o para lograr separar, cuando la simbiosis ya se ha producido, las causas legítimas de una pérfida instrumentalización yihadista salafista de la insatisfacción política y social de comunidades enteras. Precisamente la atávica marginación de estas comunidades, beduinos del Sinaí y Tuareg de Malí o de Níger, unida a su estratégica ubicación, ha hecho de estas comunidades objeto de atención prioritaria para el terrorismo yihadista salafista de Al Qaida ‘Central’ y de algunas de sus franquicias en años recientes, obligando a quienes debemos combatirlas a actuar de forma simultánea sobre las dos dimensiones de la amenaza: la puramente terrorista y la de desequilibrios políticos, económicos y sociales preexistentes. Además, el solapamiento potencial o real de ‘causas’ en este territorio – el de los yihadistas citados, el del nacional-islamismo de los gobernantes actuales de Egipto, el del activismo pro-palestino pensando en Gaza o el de los partidarios de reforzar el papel nacional y regional del Partido de Dios libanés (Hizbollah), a unirse al bandidismo tradicional – hace aún más vulnerable el escenario y más urgente su tratamiento en términos de seguridad. El nacional-islamismo del que hablamos se refleja ahora, por ejemplo, en las declaraciones del pasado 5 de octubre de Mohamed Ismat Seif Al Dawla, consejero personal del Presidente Mursi: aunque de inmediato era corregido por el portavoz presidencial, Yasser Alí, aquel explicaba en el semanario oficialista Al Ahram que Israel ha estado a punto y en varias ocasiones de reocupar militarmente la Península del Sinaí desde que Mubarak perdiera el poder en el contexto de las desestabilizadoras revueltas. Estos rumores no hacen sino alimentar aún más la progresiva construcción de un escenario ideal para que los yihadistas salafistas actúen, tanto en él como a partir de él.
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