Lecciones de Egipto a Occidente

EL PAIS/

Algunas cancillerías occidentales y no pocos comentaristas supuestamente de reconocido prestigio pasaron semanas exigiendo al presidente de Egipto, Mohamed Morsi, y al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, que no acudieran a la cumbre del Movimiento No Alineado (MNA) celebrada en Irán a finales de agosto. ¿Cómo demandar a Ban Ki-moon que no asistiera al cónclave de 120 Estados que constituyen, guste o no, la mayoría absoluta de los miembros de la ONU? La razón oficial de Morsi era traspasar la presidencia rotatoria del MNA a Teherán. Un gurú de la comunicación, Thomas Friedman, al tiempo que acusaba al egipcio de dar legitimidad a Irán (¿no la tiene una organización internacional?), pretendía burlarse al escribir que “podía hacerlo por correo electrónico”.

Burlador burlado. Al igual que las inquisidoras cancillerías, que ahora celebran el viaje de Morsi y Ban Ki-moon. Este requirió la liberación de los presos políticos iraníes y pidió que Irán se ajuste a la normativa de la Agencia Internacional de la Energía Atómica.

Y Morsi pronunció un discurso inimaginable para muchos, poniendo en la picota al verdugo Asad. Salvando las distancias, aún estamos a la espera de que alguna autoridad occidental o de la UE pronuncie algo así en Israel sobre la situación de los palestinos. Es importante reproducir fielmente algunas frases del presidente egipcio para comprender la magnitud del cambio hacia el que camina Oriente Próximo. Dijo Morsi: “El pueblo sirio está luchando valientemente, en busca de la libertad y la dignidad humanas. Nuestra solidaridad contra un régimen opresor que ha perdido su legitimidad es un deber moral y una necesidad política y estratégica. Todos deben apoyar una transición pacífica a un Gobierno democrático”.

¿Cuál es el valor, sentido y objetivo de esta iniciativa egipcia? Ante todo, hay que resaltar que —como el propio Morsi recuerda— surge de un Egipto que “es ahora un Estado civil en el pleno sentido de la palabra: nacional, constitucional, democrático y moderno”. Y de un jefe de Estado, islamista moderado, quien, como Erdogan en Turquía, hace compatibles islam y democracia, algo no baladí para Occidente dados los tiempos que corren. Ocurre en un momento decisivo para las relaciones internacionales, con una UE necesitada de un relanzamiento y unos BRIC (Brasil, Rusia, India, China) disputando con éxito el monopolio de EE UU. Y con un Oriente Próximo en peligrosa ebullición que necesita urgentemente poner fin a los horrores en Siria y también dar definitiva vía libre a Palestina.

Egipto está en proceso de consolidación, pero los pasos dados y las medidas adoptadas son significativos. Firme actitud en casa, con prevalencia del poder civil y parlamentario sobre el militar, han supuesto el ejercicio práctico de la libre determinación. El mensaje de Morsi en Teherán implica el ejercicio de la soberanía en política exterior. No hostilidad, pero tampoco servilismo hacia EE UU ni hacia Rusia. No simpatía, pero tampoco agresividad hacia Israel. Como ha dicho Javier Solana, Morsi ha dado un gran paso: por primera vez se dirige por carta al presidente Simón Peres como “mi querido amigo”. Y plantea una política exterior civil y ética con propuestas concretas: a propósito de Siria, la convocatoria de una reunión de Egipto, Turquía, Arabia Saudí e Irán. Queda demostrado que —contra las soflamas de algunas cancillerías y analistas occidentales— Morsi no buscaba en Teherán alianza diplomática o política alguna, sino específicos objetivos estratégicos (Siria) en su función de actor regional.

Occidente no debe oponerse a la iniciativa egipcia porque Irán participe en ella. Por el bien de todos, de Oriente Próximo y de Europa, no debe subsumirla en el asunto nuclear iraní (por cierto, ¿cuándo nos ocuparemos del asunto nuclear israelí?). Como dijo Ban Ki-moon en Teherán, que Irán asuma la presidencia del MNA le da una oportunidad para demostrar que puede jugar un papel moderado y constructivo internacional. La iniciativa cuatripartita de Morsi incluye un país íntimo de Occidente, Arabia Saudí (sin entrar ahora en otras consideraciones), otro por el momento hostil (Irán) y dos (Egipto y Turquía), acomodaticios con Occidente. Este debe asimilar que potencias medianas no solo tienen derecho a propulsar acciones en las relaciones internacionales, sino que —en función de las circunstancias— pueden ser más eficaces que las occidentales.

Y en este caso, las circunstancias son que tres países islámicos suníes y uno islámico chií pretenden mediar para que otro país islámico (Siria), sumido en una pavorosa guerra civil, de población mayoritariamente suní, pero dirigido dictatorialmente por una variante del chiismo, ponga fin al horror. Probablemente Irán —único país islámico que se opuso el 14 de agosto a la decisión unánime de expulsar a Siria de la Organización de la Conferencia Islámica— se ha convencido de que Asad caerá. Washington no puede persuadir a Teherán de que dé el paso definitivo. El Cairo, tal vez sí. Y ello puede incluso inducir al cambio a Rusia y China, asimismo sabedores de que el carnicero de Damasco desaparecerá, de que Irán cambiará y de que el liderazgo egipcio de la Liga Árabe puede consolidar la unidad y la acción de esta como en Libia.

El golpe moral dado por Morsi en Teherán pasará a la historia. Las reacciones en Irán han sido múltiples. Una de las más ridículas, la del principal asesor de Jamenei y Ahmadineyad, Hussein Sheikholeslam, exembajador en Damasco: “A Morsi le falta madurez política”. Es obvio, a Morsi, enemistado con el cinismo, le sobran madurez y ética políticas. Occidente y Europa deben también demostrar su madurez política asumiendo que hemos de aceptar valores, principios y objetivos democráticos de todo Estado, aunque no sea occidental y aunque a algunas cancillerías y gurús disguste su política exterior no servil para con nadie.

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