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02 de noviembre 2012.-El hecho de que el candidato republicano, Mitt Romney, sea mormón, de que no haya un protestante en el «tícket» republicano (el aspirante a la vicepresidencia, Paul Ryan, es católico) y la evolución impresionante de la estructura étnica, nacional y confesional de la población norteamericana dan a esta abigarrada situación un interés adicional y reiteran la pregunta de hasta qué punto determinan el voto.
Los cálculos son por definición aproximados y, además, y por extraño que parezca, y aunque manejamos la cifra de 312 millones de habitantes, no hay un censo perfectamente fiable sobre el número y eso se explica sobre todo por el elevado número de inmigrantes invisibles, encabezados por unos 10 millones de hispanos indocumentados a los que Obama ha vuelto a casi prometer la regularización, una promesa incumplida en su primer periodo, aunque su ley para permitir la estancia de los estudiantes universitarios que eran menores de edad cuando entraron en el país ha podido retener en el país a casi dos millones.
Los hispanos son ya más de 50 millones, con una abrumadora mayoría de mexicanos, de los que algo menos de la mitad piensa votar y son la gran tajada que podría ser decisiva en Arizona, Colorado y Florida. Se les mima y se habla con sus líderes, desde el memorable recuerdo de su primer activista, César Chávez, muerto en 1993 y hoy venerado como un santo laico por la comunidad hispana. En plena campaña, el ocho de octubre, el propio Obama acudió a honrar su memoria ante su tumba en su fundación en California… todo posible porque un tal Ken Salazar, otro hispano, es Secretario de Interior y fue, junto a Mel Martínez, el primer senador hispano en la historia.
Dinero, raíces, endogamia
Las minorías sociales se hacen ver como pueden, pero los grandes intereses corporativos están legalmente representados en el Capitolio y ejercer el «lobby» es una profesión estimada a la que atienden los diputados y senadores. La traducción es difícil, pero en el castellano de Latinoamérica se ha encontrado una curiosa: «cabildear», que el venerable diccionario Casares confirma. Un enjambre de hombres y mujeres bien relacionados trabaja por cuenta de la industria, militar, farmacéutica, sanitaria e inmobiliaria o la banca, pero hay «lobbystas» para todo, por ejemplo para promover asociaciones de ancianos o exenciones fiscales o defensa de los animales… y, desde luego, de todas las extracciones. En el registro pertinente hay ahora casi 14.000 nombres y algunos de los más activos y con más clientes, como Heather Modesta, tienen inequívoco sabor pro-demócrata…
Una nueva corriente de opinión tiende a creer que el cabildeo ya no es lo que era por efecto de la difusión de la difusión instantánea de la información, los debates incesantes sobre todos los asuntos imaginables y la proliferación de los soportes digitales. Pero también, y eso nos interesa ahora más, por la legalización en una histórica sentencia de la aportación de dinero sin límites (salvo corporaciones o sindicatos) a las campañas presidenciales. Se hace a través de las oficializados Comités de Acción Política, receptores masivos de dinero particular y formalmente transparente.
Todo esto tiene mala prensa fuera de los Estados Unidos, aunque la Unión Europea ha aceptado y regulado el «lobby». En EE.UU. es parte del sistema e inseparable del trabajo parlamentario y también lo utilizan los grupos surgidos de afinidades culturales o muy endogámicos, aunque solo se hagan colectivamente visibles cuando asuntos que les atañen pueden ser objeto de valoraciones diversas según el gobierno de turno. Dos ejemplos lo dan armenios y judíos.
La batalla de la opinión
A los armenios les importa exclusivamente que todas las administraciones describan como «genocidio» la muerte por fuerzas turcas de alrededor de 1,5 millones de armenios en 1915-16, lo mismo que han hecho con cierto éxito en Francia este año. Ellos lo recuerdan cada 25 de abril y no parece impresionarles mucho que la fórmula sea la aceptación de la propuesta, su envío a la firma del presidente que aplaza la decisión o la congela.
Con los armenios, los judíos, unos seis millones y muy activos en la defensa de los intereses de Israel son el mejor ejemplo de un «grupo de interés», es decir implicados en influir en la opinión y en la clase política, pero no necesariamente bajo el estatuto, reconocido por la ley, de un «lobby» con agentes sobre el terreno en el Capitolio. Su brazo más conocido es el AIPAC (Comité Público de Asuntos Americano-Israelíes) fundado en 1953. Muy escorado a la derecha, está decepcionado con Obama, cuya relación política con Benjamín Netanyahu es muy mala y cuyas pretensiones ha rehusado. Y al que, además, le salió en 2008 un vibrante competidor: J Street, un grupo judío liberal y pro-israelí, pero también defensor del derecho palestino y muy pro-Obama… como muchos judíos: alrededor del 70% de ellos vota demócrata.
Los musulmanes, aunque en auge discreto, son alrededor de un 0,7%, solo disponen de un diputado en el Capitolio y no pesan en este caos solo aparente, hijo de una diversidad «nacional» y patriótica que no traduce reivindicaciones de grupo (por ejemplo pulsiones separatistas), de naturaleza cultural o exclusivismo étnico. La elección de un nuevo presidente, a la que por cierto, concurrirá apenas algo más de la mitad del censo, no remite a soluciones concretas y es percibida como una oportunidad para crear o reforzar la «tonalidad» que tendrá la administración entrante. Así ha sucedido siempre y así será también ahora.
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