EUGENIA ROTSZTEJN DE UNGER/ EL CLARIN
A la edad en que las niñas florecen, empecé a morir en el gueto de Varsovia. Mi familia gozaba de una buena posición en Polonia y jamás nos imaginamos que la vida podía cambiar tanto. De haber sabido lo que nos esperaba, nos habríamos suicidado. Los Rotsztejn éramos seis: mi padre, mi madre, dos hermanos y una hermana. Al fin de la guerra quedamos dos: mi mamá y yo.
La vida en el gueto –un barrio al que obligatoriamente debieron mudarse los judíos luego de la invasión alemana– fue el primer escalón al infierno. A los hombres se los enviaba a los trabajos forzados. Las condiciones de vida eran infrahumanas: la falta de comida, de higiene y las enfermedades mataban de forma lenta. Otros preferían morir luchando. Esos organizaron el levantamiento del gueto, que quedó en la Historia como un símbolo de resistencia, de morir de pie. Nadie se imagina cuánto heroísmo hubo en esa lucha. Sobre todo de los más jóvenes. Duró, creo, alrededor de un mes. Mucha de nuestra gente murió y también matamos a muchos nazis. Eso los enfureció aún más.
Mi padre había construido un búnker muy grande en los subsuelos de nuestro edificio. Cabían casi treinta personas. Pero los alemanes tiraron bombas de gas que nos hicieron salir corriendo como ratas. Así nos fuimos escondiendo y hacinando en sitios cada vez más pequeños. Sé que el encierro duró más de un año y también que, en ese período, perdí la noción clara del tiempo. Casi siempre, los que salían no volvían. Uno de mis hermanos y mi hermana, entre ellos.
Yo sentía, sin embargo, que alguien me cuidaba, como si posara una mano de oro sobre mi cabeza para salvarme una y otra vez. Una noche mi mamá estaba sufriendo de cálculos en la vesícula y mi papá me pidió que me quedara con ella en un lugar aparte. Fue entonces cuando cinco polacos de la zona aria entraron adonde estaba el resto del grupo y tomaron a la hija del rabino, una niña de trece años. Delante de todos, la violaron hasta matarla.
La señora Brenner, una buena vecina, nos refugió en un horno de pan. Éramos catorce personas. Aún hoy, miro los hornos de las pizzerías sin explicarme cómo fue que entramos allí. Alguien nos delató y los nazis nos obligaron a salir.
Un soldado me ordenó que me sacara la ropa. Seguramente, yo iba a correr la misma suerte que la hija del rabino, pero en el momento en que me desnudé sufrí una hemorragia tan grande que le di asco. Pero a dos oficiales de la SS les gustaba mi cabello y el de mi mamá, y en la calle nos raparon. Nadie nos reconocía, tan desfiguradas estábamos por la falta de pelo y de alimento.
Los judíos fuimos conducidos a los transportes que nos trasladarían a los campos. ¿Un recuerdo? El de una mujer en la fila, cargando una valija. Le ordenaron dejarla y ella se negó. Acribillaron la valija y luego a ella. De la maleta abierta, cayó un niño pequeño.
Ese día, a mi padre y a mi otro hermano los sacaron de la fila y nunca más los vi.
En trenes destinados al ganado, sin agua ni ventilación, llegamos a Majdanek, un campo donde durante varios meses debíamos romper piedras y cargarlas sin otra finalidad que la de torturarnos. En una ocasión, nos hicieron detener el trabajo para hacer el recuento de prisioneros. Decían que una chica había intentado escapar. Nos reunieron en una suerte de plaza para que presenciáramos su ahorcamiento. Quedó días colgada allí a modo de ejemplo de lo que nos ocurriría si nos rebelábamos. Un viaje aun peor que el primero nos depositó a los que quedábamos vivos –menos de la mitad– en Birkenau. Si todavía conservábamos alguna seña de nuestra identidad, nuestras ropas, por ejemplo, en ese lugar la perdimos. Para reconocernos, nos tatuaron en el brazo el número que todavía conservo: 48914. Y nos vistieron con esa especie de pijama a rayas, inútil para protegernos del frío insoportable. El único consuelo en medio de tanta desolación era sabernos en un lugar sólo para mujeres.
Recibíamos una sola comida diaria: un pedazo de pan duro y mohoso y una sopa de agua sucia a la que les agregaban las cáscaras de zanahoria y papas. Había que saber comer: yo comía por miguitas, así pude resistir. Los que comían de una vez la ración, se morían más rápido. El problema era quedarse dormida porque entonces alguien te robaba. Yo también vivía obsesionada por robar comida. A tal punto que pasaba ocho, diez veces por día frente a los crematorios sabiendo que también iría a parar ahí, pero no me importaba, lo único importante era conseguir algo para llevarme a la boca: bichos, ratas, lo que fuera.
Nuestra única posesión era una palangana de lata, ahí nos servían la comida, ahí nos ponían el agua, ahí hacíamos nuestras necesidades. Las diarreas eran muy frecuentes y las letrinas quedaban a más de doscientos metros de las barracas, de manera que usábamos la palangana, pero la mayoría de las veces no llegábamos. Entonces, aparecían las capo, mujeres brutales que montaban a caballo repartiendo cadenazos, y nos mandaban a arrodillarnos sobre el pedregullo durante horas, bajo la nieve.
Todo estaba planeado para que fuéramos muriendo sin evitarnos ningún sufrimiento. Por las noches sentía que sobre mí pesaba una pierna, un brazo, que yo corría con fastidio para comprobar, con las primeras luces, que se trataba de un cadáver.
En esos años atroces, conocí un gesto de bondad, y provino de los gitanos que ocupaban en Birkenau un sector aparte. Cuando podía, me escapaba hasta sus barracas. Ellos me tejieron un pulóver con papeles retorcidos. Desde entonces, amo a los gitanos. También a ellos los exterminaron en el campo.
Mi adolescencia transcurrió trabajando como esclava metalúrgica de la fábrica Unionworke donde armaba granadas y bombas junto con mi madre. Nos habían trasladado a Auschwitz. Para muchos ése era el destino final, pero nosotras seguíamos vivas, a pesar de haber sufrido fiebre tifoidea y disentería.
Un día, los nazis nos sacaron a los gritos. Debíamos abandonar pronto el campo de exterminio ante el avance de los rusos. Nos ilusionamos con la posibilidad de la libertad pero, en realidad, estábamos iniciando la Marcha de la Muerte.
Caminábamos –nos arrastrábamos– por un lugar muy estrecho sin salirnos de la fila. A los costados, el terreno estaba minado. Vi a una chica volar en mil pedazos. La mayoría no resistió el esfuerzo. Yo me daba cuenta de que la guerra se acababa. Los nazis estaban más preocupados por salvar el propio pellejo y se desentendieron de nosotros. Conseguí subir a mi madre a un carro y perdí contacto con ella.
De repente, me encontré libre. Tenía casi 20 años y pesaba 27 kilos. Libre y sola. Lo había perdido todo: no tenía familia, casa ni país. ¿Adónde iba a volver? Polonia era una tierra ensangrentada. Empezaba una nueva etapa, sí, pero el sufrimiento no se terminaba.
En lugar de los soldados alemanes, ahora llegaban los rusos. Tenían otra actitud con los prisioneros liberados pero estaban desesperados por mujeres. El acoso era constante. Me pintaba la cara con carbón, usaba pantalones y me ponía un pañuelo para parecer una vieja, aunque ni las viejas se salvaban. Muchas chicas murieron vejadas.
Yo me unía a distintos grupos, viajando sin destino. Pasé por Hungría, Checoslovaquia y Austria. Nadie sabía qué hacer con los sobrevivientes judíos. En algún momento, UNRRA (Administración de las Naciones Unidas para Ayuda y Rehabilitación) nos condujo hasta un campo de refugiados en Módena, Italia. Allí recuperé la sensibilidad, el pudor. Allí conocí a mi esposo, David Unger, y a su hermano Enrique, ambos combatientes en el gueto de Varsovia. Armamos una pequeña familia. El embarazo de mi hijo Leonardo me hizo experimentar por primera vez después de años algo parecido a la felicidad.
Yo tenía una preocupación: conseguir lo necesario para mi bebé y vendiendo papeles para cigarrillos logré hacerme de un cochecito. Luego nos trasladaron a Santa María di Leuca, donde nació Leonardo. Es imposible describir lo que significó. Volvía a tener algo propio –así sentía a mi hijo– y era hermoso.
Permanecimos dos años y medio en Italia. Soñábamos con instalarnos en Israel, pero las complicaciones para viajar a allí se multiplicaban porque Palestina aún estaba bajo dominio británico y no dejaba entrar a más judíos. Mi marido consiguió localizar a una tía en la Argentina que se preocupó y empezó los trámites para traernos vía Paraguay porque la Argentina de Perón, como muchos otros países, también ponía reparos a la posibilidad de recibir a sobrevivientes hebreos.
Partimos desde Francia rumbo a Río de Janeiro en un barco en estado desastroso. Cinco semanas de vómitos y mareos para Leonardo y para mí. La belleza de Río nos deslumbró, era tan distinto de todo lo que conocía. Para mejor, nos tocó el carnaval. Sin embargo, estábamos ansiosos por viajar a Asunción, última etapa de nuestro periplo. De esa ciudad paraguaya, recuerdo con deleite las noches cálidas llenas de guitarras y canciones. Tras varios meses de espera, a punto de embarcar a la Argentina, una mujer muy embarazada le pidió a mi marido su lugar, que él le cedió.
En 1949, bajé con mi hijo por error en Rosario, creyendo que era Buenos Aires: desconocía el idioma y me guié por la gente que descendía. Mi única pertenencia era Leonardo. Me encontraba perdida y desamparada. Dormimos en la calle.
Finalmente me reuní con David y su hermano. Lo que siguió fue trabajo y más trabajo empezando desde cero. Fueron años de esfuerzos, pero el resultado nos pertenecía y soñábamos con el futuro.
Durante estas décadas, el llanto fue moneda corriente, a toda hora, porque el pasado siempre volvía –y sigue volviendo– para atormentarme. Mis hijos Leonardo, y Néstor que nació aquí, sufrieron mucho. De niños se despertaban por las noches escuchando mis gritos y los de mi marido. Entonces decidí empezar a contar. Alguien tenía que hacerlo, abrir la boca para decir lo que había pasado. Los sobrevivientes que empezamos a juntarnos éramos patéticos, estábamos mudos. Me desesperaba pensar que nuestro dolor se iba a borrar sin que nadie se enterara del horror que habíamos padecido. Y no sólo los judíos: también los homosexuales, los gitanos, los locos, los viejos…
Yo creo que me salvé para dejar testimonio. Esa es mi fuerza y mi misión. Dediqué mi vida a hacer conocer esta parte de la historia. Escribí dos libros –“Después de Auschwitz. Renacer de las cenizas” y “Holocausto, lo que el viento no borró”– y viajé por muchos sitios. Mis hijos me dicen “Basta, mamá, hasta cuándo, ya son cuarenta años que andás por todos lados contando lo que te pasó”. Pero me sale del alma: no olvidar, no olvidar.
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