Juntos venceremos
viernes 22 de noviembre de 2024

Israelíes extraordinarios

MARIO NOYA/LIBERTAD DIGITAL

Aatef Karinaoui, beduino, que vive en el desierto y se dedica a expandir el uso de las nuevas tecnologías a través del Proyecto Lehava, de tanto como trata de estar dentro es un outsider. A su pesar es un outsider, sí, él no quiere ser un bicho raro sino un tipo normal, l’uomo qualunque en su país, Israel, y su comunidad, la árabe. Y para conquistar esa normalidad está dispuesto a ser una personalidad relevante.

Karinaoui piensa participar en las legislativas del próximo 22 de enero como cabeza de lista de El Amal Lat’gir, la Esperanza por el Cambio, el primer partido árabe proisraelí. Y aspira a hacerse nada menos que con 6 de los 11 escaños árabes de la Knesset. Si se muestra tan optimista es porque cree que el discurso que maneja tiene calado pero no representación parlamentaria.

Echa pestes Karinaoui de los políticos árabe-israelíes, a su juicio una manga de mentirosos ladrones desleales, pirómanos que con gusto y saña harían de Israel una nueva Siria. “Alimentan la división y no representan a los árabes”, le dijo recientemente al periodista del Times of Israel Philippe Assouline. “Llevan sesenta años defraudándonos. Dennos un solo mandato en la Knesset y en cuatro años haremos más por la gente que ellos en sesenta”.

“Necesitamos una primavera árabe en Israel”, afirma rotundo. “Una primavera árabe contra nuestros propios líderes árabes”, aclara y remacha. Líderes como los diputados Hanin Zoabi, flotillera liberticida a bordo del funesto Mavi Marmara, e Ibrahim Sarsour, que condenó el “asesinato” del “jeque” Osama Ben Laden. O como los que se proclaman palestinos: “Que traten de presentarse en la Autoridad Palestina. A ver si los palestinos y Abu Mazen [alias terrorista del presidente de la ANP, Mahmud Abás] acogen sus candidaturas como palestinas. Podrían estar muertos al día siguiente”. De muchos de ellos tiene la “absoluta certeza” de que “reciben dinero de agentes extranjeros, quizá Irán, Hamás o Nasrala [líder de Hezbolá]”.

Karinaoui, que formó parte del Comité Central del derechista Likud y trabajó con Benjamín Netanyahu, Ariel Sharón y Natan Sharansky, se siente “orgulloso” de ser israelí y de ser árabe. “Los árabes tenemos que dar gracias a Dios por vivir en este país”, proclama. “Queremos demostrar que somos ciudadanos leales y fieles”; pero también, advierte, necesitan “más apoyo y atención” por parte del Estado.

Claro que Israel, por supuesto que los árabes israelíes tienen problemas. Y en ellos (economía, educación, tierras…) pondrá el foco El Amal Lat’gir, no en la demolición del Estado judío y de “la única democracia de Oriente Medio”. “Mira Siria, mira Egipto, mira Libia, mira Túnez, mira Bahréin: el problema no es Israel, son los árabes”, dice el árabe Aatef, que sabe que sus semejantes son sin embargo no una sino la única solución.

Aatef Karinaoui sirvió como voluntario en las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF), como tres de los hijos de Yousef Juhja, que también es árabe, que también es y se siente israelí, que también es sin quererlo un outsider.

Uno de los tres hijos militares de Yousef, Said, murió en acto de servicio en Gaza en 2004. Tenía 19 años. En su honor, y en el de otros siete soldados árabes caídos por Israel, Yousef erigió un memorial en su propio pueblo, junto a su propia casa. El pueblo de Yousef se llama Arara y está enclavado en el valle de Wadi Ara, “políticamente efervescente”, tal y como lo describe Oren Kessler en esta extraordinaria pieza para el siempre recomendable Tablet Magazine.

Mientras que, nada más producirse la muerte del sargento Juhja, numerosos soldados, funcionarios ministeriales, incluso el por entonces presidente de Israel, Moshé Katsav, telefonearon a la casa [de Yousef], pocos fueron los habitantes de Arara que acudieron al funeral, y algunos comerciantes incluso se negaron a prestar sus servicios al doliente padre. Desde entonces han visitado el memorial varios miembros de la Knesset, ninguno de ellos árabe.

“Mandé al Ejército a tres de mis chicos con plena convicción”, dice Yousef, que se sabe un “pionero”. Kessler va más allá y lo califica de maverick, “inconformista”, “disidente”, pide el diccionario, que esta vez no me convence.

Juhja no es un “palestino residente en Israel”, como gustan denominarse algunos árabe-israelíes, tampoco un “árabe de 1948”, aunque nació precisamente en ese año, el de la (re)creación del Estado de Israel, que la abrumadora mayoría del mundo árabe y muchos árabe-israelíes conmemoran como una gran catástrofe: la Nakba. “No soy ciudadano de Jordania, ni del Líbano ni de Turquía, tampoco de la Autoridad Palestina. Soy un israelí árabo-musulmán”. Ojo a esta manera de combinar las identidades porque no suele verse en los papeles. No se dice “árabe-israelí”, sino “israelí árabo-musulmán” (“I am a Muslim-Arab Israeli”). Así que si le preguntas por su patria te responde que Israel y si por Dios, que reza a Alá.

Dios. De hecho salió en la conversación con Kessler:

En cuanto a la religión, soy devoto a mi manera. Doy gracias a Dios por darme un cerebro para pensar, y ojos para ver. Eso es para mí la religión. ¿Quiere Dios que nos entrematemos todos? No lo creo.

Yousef quiere que el memorial siga ahí, honrando la memoria de Said y otros árabes caídos por Israel (“Dios no lo quiera”, pero tiene sitio en el memorial para más placas conmemorativas). Y como se va haciendo mayor, quiere que se haga cargo de él el propio Estado de Israel. Que no está muy por la labor. Yousef, tampoco por la de rendirse:

Junto con los otros afligidos padres a cuyos hijos se honra aquí, estoy planteándome hacer una huelga de hambre a las puertas del Ministerio de Defensa.

Les doy un tercer nombre, el de Anet Haschaya, 43 años, natural de Acre/Akko, divorciada, musulmana, mujer de armas tomar que alcanzó notoriedad este verano a cuenta de la derogación, por parte de la Corte Suprema, de la Ley Tal, que eximía del servicio militar a árabes y haredim (habitualmente denominados judíos ultraortodoxos) y era por ello duramente criticada por buena parte de la sociedad israelí.

“Los árabes tienen que dar más para tener más”, dijo por entonces Haschaya, madre de tres hijos, dos chicos y una chica, todos ellos soldados (el mayor, Deddo, se licenció en fechas recientes tras servir dos años en el batallón Duchifat). “También los árabes, no sólo los haredim, deben soportar su parte de la carga, dejar de quejarse y alistarse en las IDF, o por lo menos en el servicio nacional [Sherut Leumi]”.

Anet urge a los árabes a “levantar la cabeza” y “mirar al futuro” en vez de estar todo el rato con la vista puesta en el retrovisor. El pasado, pisado. Y como Aatef, tiene una pésima opinión del establishment político árabe-israelí: “Sólo miran por ellos mismos, en vez de preocuparse por la gente árabe”, asegura; “desprecian el país, ¡y el país les paga por ello!”, clama; “los que quieran luchar contra el país, que lo abandonen y lo hagan desde fuera”, propone o reta.

“Nací y me crié en Israel, no tengo otra patria”, se reafirma Haschaya. Ni quiere tenerla. Lo que quiere es vivir y prosperar –es peluquera– en la suya. Mejorarla. Dejar de ser, también ella –y sus hijos (“Estudiaron en hebreo y les enseñaron a amar su patria, y contribuir a ella tanto como les sea posible”)–, un bicho raro. Un israelí extraordinario.

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