La conciencia incómoda

ESTHER CHARABATI

La conciencia es un estorbo, una especie de contraloría que permanentemente supervisa nuestros actos y pensamientos para compararlos con los sueños que la humanidad ha esbozado en momentos de éxtasis ético, y que nos hacen creer en una vida pura, una sociedad justa, una convivencia cordial. Esas aspiraciones —inalcanzables— son la referencia para nuestros actos cotidianos, generalmente guiados por motivos prácticos y egoístas, a menudo irracionales, chatos y al margen de toda anticipación de futuro. La verdad es que vivimos como podemos; sin embargo, es difícil callar a ese juez instalado en nuestro interior que usurpa el derecho de evaluar cada uno de nuestros movimientos.

Poco importa si el reclamo de verdad, ecuanimidad y justicia se realiza en nombre de Dios, de los valores o de los derechos, lo cierto es que constituye el primer límite a la libertad. ¿Cómo puedo considerarme libre si constantemente siento la necesidad de justificarme, si la culpa me acecha en cada esquina, si cuando logro escapar de mi conciencia a través de la enajenación que brindan el trabajo, la diversión o el consumo, sólo es para volver al espejo que me espera para condenarme?

Las exigencias de la conciencia son imposibles de satisfacer. Nada de lo que hagamos es suficientemente bueno en comparación con lo que podríamos haber hecho o lo que esperamos de nosotros. Nunca saldremos absueltos. Aun cuando en ocasiones logremos que la sociedad reconozca nuestro desempeño, sabemos que tarde o temprano la voz interna presentará sus críticas.

Las religiones y los filósofos han alimentado en nosotros la idea de que podemos ser mejores: a través de la renuncia, de la acción solidaria, del rechazo a la injusticia. Apostaron a la pureza y la bondad del ser humano, pero nunca es bastante… las demandas van creciendo hasta quedar fuera del alcance del hombre común, hasta volverse inhumanas. ¿Cómo ser mejor de lo que puedo ser? ¿Cómo transformar mis pequeños rencores, mi odio, mis deseos de venganza y mi soberbia en bondad, pureza y amor?

Contra esta carga insoportable se volvió Nietzsche cuando animó a sus contemporáneos a asesinar a Dios y a retomar las riendas de la vida, asumiendo el poder. Matar a Dios equivalía a acabar de una vez por todas con la conciencia culposa y el eterno arrepentimiento.

Pero el asesinato no fue perfecto o a la noticia le faltó difusión. En todo caso, la liberación de la conciencia parece lejana para muchos que, incluso al cuestionar los sueños sublimes —las grandes narrativas—, nos sentimos incapaces, pequeños; sentimos que no damos la talla. En secreto envidiamos a aquellos que aparentemente no se dejan intimidar por la culpa y hacen lo que quieren, pero ya Freud se encargó de mostrar la distancia que media entre lo que creemos querer y lo que queremos; entre lo que somos y lo que aceptamos ser. Y Lessing, lapidario, nos recuerda que “No son libres todos aquellos que se ríen de sus cadenas”

Así pues, la conciencia es incómoda, pero no estamos seguros de poder prescindir de ella sin perder eso que llaman “dignidad humana”.

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